Brahma se mecía satisfecho sobre el cáliz de una gigantesca flor de loto que flotaba sobre el haz de las aguas sin nombre.
La Maija fecunda y luminosa envolvía sus cuatro cabezas como con un velo dorado.
El éter encendido palpitaba en torno a las magníficas creaciones,
misterioso producto del consorcio de las dos potencias místicas.
Brahma había deseado el cielo, y el cielo salió del abismo del caos con sus siete círculos y semejante a una espiral inmensa.
Había deseado mundos que girasen en torno a su frente, y los mundos comenzaron a voltear en el vacío como una ronda de llamas.
Había deseado espíritus que le glorificasen, y los espíritus, como
una savia divina y vivificadora, comenzaron a circular en el seno de los
principios elementales.
Unos chispearon con el fuego, otros giraron con el aire, exhalaron
suspiros en el agua o estremecieron la tierra, internándose en sus
profundas simas.
Visnú, la potencia conservadora dilatándose alrededor de todo lo
creado, lo envolvió en su ser como si lo cubriese con un inmenso fanal.
Siva, el genio destructor, se mordía los codos de rabia. El lance no era para menos.
Había visto los elefantes que sostienen los ocho círculos del cielo, y
al intentar meterles el diente, se encontró con que eran de diamante;
lo que dice sobrado cuán duros estaban de roer.
Probó descomponer el principio de los elementos y los halló con una
fuerza reproductora tan activa y espontánea que juzgó más fácil
encontrar el último punto de la línea de circunferencia.
De los espíritus no hay para qué decir que, en su calidad de esencia pura, burlaron completamente sus esfuerzos destructores.
En tal punto la creación y en esta actitud los genios que la
presiden, Brahma, satisfecho de su obra, pidió de beber a grandes voces.
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