Textos más vistos de Gustavo Adolfo Bécquer disponibles publicados el 19 de agosto de 2016

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autor: Gustavo Adolfo Bécquer textos disponibles fecha: 19-08-2016


12

El Beso

Gustavo Adolfo Bécquer


Cuento


I

Cuando una parte del ejército francés se apoderó á principios de este siglo de la histórica Toledo, sus jefes, que no ignoraban el peligro á que se exponían en las poblaciones españolas diseminándose en alojamientos separados, comenzaron por habilitar para cuarteles los más grandes y mejores edificios de la ciudad.

Después de ocupado el suntuoso alcázar de Carlos V, echóse mano de la casa de Consejos; y cuando ésta no pudo contener más gente, comenzaron á invadir el asilo de las comunidades religiosas, acabando á la postre por trasformar en cuadras hasta las iglesias consagradas al culto. En esta conformidad se encontraban las cosas en la población donde tuvo lugar el suceso que voy á referir, cuando una noche, ya á hora bastante avanzada, envueltos en sus oscuros capotes de guerra y ensordeciendo las estrechas y solitarias calles que conducen desde la puerta del Sol á Zocodover, con el choque de sus armas y el ruidoso golpear de los cascos de sus corceles que sacaban chispas de los pedernales, entraron en la ciudad hasta unos cien dragones de aquellos altos, arrogantes y fornidos, de que todavía nos hablan con admiración nuestras abuelas.

Mandaba la fuerza un oficial bastante joven, el cual iba como á distancia de unos treinta pasos de su gente hablando á media voz con otro, también militará lo que podía colegirse por su traje. Este, que caminaba á pie delante de su interlocutor, llevando en la mano un farolillo, parecía servirle de guía por entre aquel laberinto de calles oscuras, enmarañadas y revueltas.

— Con verdad, decía el jinete á su acompañante, que si el alojamiento que se nos prepara es tal y como me lo pintas, casi casi sería preferible arrancharnos en el campo ó en medio de una plaza.


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15 págs. / 26 minutos / 2.173 visitas.

Publicado el 19 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

La Cruz del Diablo

Gustavo Adolfo Bécquer


Cuento


Mi abuelo se lo narró a mi padre, mi padre me lo ha referido a mí, y yo te lo cuento ahora, siquiera no sea más que por pasar el rato. El crepúsculo comenzaba a extender sus ligeras alas de vapor sobre las pintorescas orillas del Segre, cuando, después de una fatigosa jornada, llegamos a Bellver, término de nuestro viaje.

Bellver es una pequeña población situada a la falda de una colina, por detrás de la cual se ven elevarse, como las gradas de un colosal anfiteatro de granito, las empinadas y nebulosas crestas de los Pirineos.

Los blancos caseríos que la rodean, salpicados aquí y allá sobre una ondulante sabana de verdura, parecen a lo lejos un bando de palomas que han abatido su vuelo para apagar su sed en las aguas de la ribera.

Una pelada roca, a cuyos pies tuercen éstas su curso, y sobre cuya cima se notan aún remotos vestigios de construcción, señala la antigua línea divisoria entre el condado de Urgel y el más importante de sus feudos.

A la derecha del tortuoso sendero que conduce a este punto, remontando la corriente del río y siguiendo sus curvas y frondosas márgenes, se encuentra una cruz.

El asta y los brazos son de hierro; la redonda base en que se apoya, de mármol, y la escalinata que a ella conduce, de oscuros y mal unidos fragmentos de sillería.

La destructora acción de los años, que ha cubierto de orín el metal, ha roto y carcomido la piedra de este monumento, entre cuyas hendiduras crecen algunas plantas trepadoras que suben enredándose hasta coronarlo, mientras una vieja y corpulenta encina la sirve de dosel.


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19 págs. / 33 minutos / 1.287 visitas.

Publicado el 19 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

La Corza Blanca

Gustavo Adolfo Bécquer


Cuento


En un pequeño lugar de Aragón, y allá por los años de mil trescientos y pico, vivía retirado en su torre señorial un famoso caballero llamado don Dionís, el cual después de haber servido a su rey en la guerra contra infieles, descansaba a la sazón, entregado al alegre ejercicio de la caza, de las rudas fatigas de los combates.

Aconteció una vez a este caballero, hallándose en su favorita diversión acompañado de su hija, cuya belleza singular y extraordinaria blancura le habían granjeado el sobrenombre de la Azucena, que como se les entrase a más andar el día engalfados en perseguir a una res en el monte de su feudo, tuvo que acogerse durante las horas de la siesta, a una cañada por donde corría un riachuelo, saltando de roca en roca con un ruido manso y agradable.

Haría cosa de unas horas que don Dionís se encontraba en aquel delicioso lugar, recostado sobre la menuda grama a la sombra de una chopera, departiendo amigablemente con sus monteros sobre las peripecias del día, y refiriéndose unos a otros las aventuras más o menos curiosas que en su vida de cazadores les habían acontecido, cuando por lo alto de la empinada ladera y a través de los alternados murmullos del viento que agitaba las hojas de los árboles, comenzó a percibirse, cada vez más cerca. el sonido de una esquililla a las del guión de un rebaño.

En efecto, era así, pues a poco de haberse oído la esquililla empezaron a saltar por entre las apiñadas matas de cantueso y tomillo y a descender a la orilla opuesta del riachuelo, hasta unos cien corderos blancos como la nieve, detrás de los cuales, con su caperuza calada para libertarse la cabeza de los perpendiculares rayos del sol, y su hatillo al hombro en la punta de un palo, apareció el zagal que los conducía.


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20 págs. / 35 minutos / 866 visitas.

Publicado el 19 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

La Ajorca de Oro

Gustavo Adolfo Bécquer


Cuento


Ella era hermosa, hermosa con esa hermosura que inspira el vértigo, hermosa con esa hermosura que no se parece en nada a la que soñamos en los ángeles y que, sin embargo, es sobrenatural; hermosura diabólica, que tal vez presta el demonio a algunos seres para hacerlos sus instrumentos en la tierra.

El la amaba; la amaba con ese amor que no conoce freno ni límite; la amaba con ese amor en que se busca un goce y sólo se encuentran martirios, amor que se asemeja a la felicidad y que, no obstante, diríase que lo infunde el Cielo para la expiación de una culpa.

Ella era caprichosa, caprichosa y extravagante, como todas las mujeres del mundo; él, supersticioso, supersticioso y valiente, como todos los hombres de su época. Ella se llamaba María Antúnez; él, Pedro Alonso de Orellana. Los dos eran toledanos, y los dos vivían en la misma ciudad que los vio nacer.

La tradición que refiere esta maravillosa historia acaecida hace muchos años, no dice nada más acerca de los personajes que fueron sus héroes.

Yo, en mi calidad de cronista verídico, no añadiré ni una sola palabra de mi cosecha para caracterizarlos; mejor.

El la encontró un día llorando, y la preguntó:

¿Por qué lloras?

Ella se enjugó los ojos, lo miró fijamente, arrojó un suspiro y volvió a llorar.

Pedro, entonces, acercándose a María le tomó una mano, apoyó el codo en el pretil árabe desde donde la hermosa miraba pasar la corriente del río y tornó a decirle:

¿Por qué lloras?

El Tajo se retorcía gimiendo al pie del mirador, entre las rocas sobre las que se asienta la ciudad imperial. El sol trasponía los montes vecinos; la niebla de la tarde flotaba como un velo de gasa azul, y sólo el monótono ruido del agua interrumpía el alto silencio.

María exclamó:


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7 págs. / 12 minutos / 1.244 visitas.

Publicado el 19 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

Las Hojas Secas

Gustavo Adolfo Bécquer


Cuento


El sol se había puesto: las nubes, que cruzaban hechas girones sobre mi cabeza, iban á amontonarse unas sobre otras en el horizonte lejano. El viento frío de las tardes de otoño arremolinaba las hojas secas á mis pies.

Yo estaba sentado al borde de un camino, por donde siempre vuelven menos de los que van.

No sé en qué pensaba, si en efecto pensaba entonces en alguna cosa. Mi alma temblaba á punto de lanzarse al espacio, como el pájaro tiembla y agita ligeramente las alas antes de levantar el vuelo.

Hay momentos en que, merced á una serie de abstraciones, el espíritu se sustrae á cuanto le rodea, y replegándose en sí mismo analiza y comprende todos los misteriosos fenómenos de la vida interna del hombre.

Hay otros en que se desliga de la carne, pierde su personalidad y se confunde con los elementos de la naturaleza, se relaciona con su modo de ser, y traduce su incomprensible lenguaje.

Yo me hallaba en uno de estos últimos momentos, cuando solo y en medio de la escueta llanura oí hablar cerca de mí.

Eran dos hojas secas las que hablaban, y éste, poco más ó menos, su extraño diálogo:

— ¿De dónde vienes, hermana?

— Vengo de rodar con el torbellino, envuelta en la nube del polvo y de las hojas secas nuestras compañeras, á lo largo de la interminable llanura. ¿Y tú?

— Yo he seguido algún tiempo la corriente del río, hasta que el vendaval me arrancó de entre el légamo y los juncos de la orilla.

— ¿Y adonde vas?

— No lo sé: ¿lo sabe acaso el viento que me empuja?

— ¡Ay! ¿Quién diría que habíamos de acabar amarillas y secas arrastrándonos por la tierra, nosotras que vivimos vestidas de color y de luz meciéndonos en el aire?


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4 págs. / 7 minutos / 1.450 visitas.

Publicado el 19 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

Apólogo

Gustavo Adolfo Bécquer


Cuento


Brahma se mecía satisfecho sobre el cáliz de una gigantesca flor de loto que flotaba sobre el haz de las aguas sin nombre.

La Maija fecunda y luminosa envolvía sus cuatro cabezas como con un velo dorado.

El éter encendido palpitaba en torno a las magníficas creaciones, misterioso producto del consorcio de las dos potencias místicas.

Brahma había deseado el cielo, y el cielo salió del abismo del caos con sus siete círculos y semejante a una espiral inmensa.

Había deseado mundos que girasen en torno a su frente, y los mundos comenzaron a voltear en el vacío como una ronda de llamas.

Había deseado espíritus que le glorificasen, y los espíritus, como una savia divina y vivificadora, comenzaron a circular en el seno de los principios elementales.

Unos chispearon con el fuego, otros giraron con el aire, exhalaron suspiros en el agua o estremecieron la tierra, internándose en sus profundas simas.

Visnú, la potencia conservadora dilatándose alrededor de todo lo creado, lo envolvió en su ser como si lo cubriese con un inmenso fanal.

Siva, el genio destructor, se mordía los codos de rabia. El lance no era para menos.

Había visto los elefantes que sostienen los ocho círculos del cielo, y al intentar meterles el diente, se encontró con que eran de diamante; lo que dice sobrado cuán duros estaban de roer.

Probó descomponer el principio de los elementos y los halló con una fuerza reproductora tan activa y espontánea que juzgó más fácil encontrar el último punto de la línea de circunferencia.

De los espíritus no hay para qué decir que, en su calidad de esencia pura, burlaron completamente sus esfuerzos destructores.

En tal punto la creación y en esta actitud los genios que la presiden, Brahma, satisfecho de su obra, pidió de beber a grandes voces.


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Publicado el 19 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

El Cristo de la Calavera

Gustavo Adolfo Bécquer


Cuento


El rey de Castilla marchaba a la guerra de moros, y para combatir con los enemigos de la religión había apelado en son de guerra a todo lo más florido de la nobleza de sus reinos. Las silenciosas calles de Toledo resonaban noche y día con el marcial rumor de los atabales y los clarines, y ya en la morisca puerta de Visagra, ya en la de Valmardón o en la embocadura del antiguo puente de San Martín, no pasaba hora sin que se oyese el ronco grito de los centinelas anunciando la llegada de algún caballero que, precedido de su pendón señorial y seguido de jinetes y peones, venía a reunirse al grueso del ejército castellano.

El tiempo que faltaba para emprender el camino de la frontera y concluir de ordenar las huestes reales discurría en medio de fiestas públicas, lujosos convites y lucidos torneos, hasta que, llegada, al fin, la víspera del día señalado de antemano por su alteza para la salida del ejército, se dispuso un postrer sarao, con el que debieran terminar los regocijos.


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Publicado el 19 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

La Creación

Gustavo Adolfo Bécquer


Cuento


I

Los aéreos picos del Himalaya se coronan de nieblas oscuras en cuyo seno hierve el rayo, y sobre las llanuras que se extienden a sus pies flotan nubes de ópalo, que derraman sobre las flores un rocío de perlas.

Sobre la onda pura del Ganges se mece la simbólica flor del loto, y en la ribera aguarda su víctima el cocodrilo, verde como las hojas de las plantas acuáticas, que lo esconden a los ojos del viajero.

En las selvas del Indostán hay árboles gigantescos, cuyas ramas ofrecen un pabellón al cansado peregrino, y otros cuya sombra letal lo llevan desde el sueño a la muerte.

El amor es un caos de luz y de tinieblas; la mujer, una amalgama de perjurios y ternura; el hombre un abismo de grandeza y pequeñez; la vida, en fin, puede compararse a una larga cadena con eslabones de hierro y de oro.

II

El mundo es un absurdo animado que rueda en el vacío para asombro de sus habitantes.

No busquéis su explicación en los Vedas, testimonios de las locuras de nuestros mayores, ni en los Puranas, donde vestidos con las deslumbradoras galas de la poesía, se acumulan disparates sobre disparates acerca de su origen.

Oíd la historia de la creación tal como fue revelada a un piadoso brahmín, después de pasar tres meses en ayunas, inmóvil en la contemplación de sí mismo, y con los índices levantados hacia el firmamento.

III

Brahma es el punto de la circunferencia; de él parte y a él converge todo. No tuvo principio ni tendrá fin.

Cuando no existían ni el espacio ni el tiempo, la Maya flotaba a su alrededor como una niebla confusa, pues absorto en la contemplación de sí mismo, aún no la había fecundado con sus deseos.

Como todo cansa, Brahma se cansó de contemplarse, y levantó los ojos de una de sus cuatro caras y se encontró consigo mismo, y abrió airado los de otra y tornó a verse, porque él lo ocupaba todo, y todo era él.


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Publicado el 19 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

La Arquitectura Árabe en Toledo

Gustavo Adolfo Bécquer


Historia, Arquitectura, Arte


Llevando en una mano el Corán y en la otra la espada, los hijos de Ismael habían ya recorrido una gran parte del mundo. Merced á la sangrienta persecución de estos guerreros apóstoles del falso profeta, el Oriente comenzaba á constituirse en un gran pueblo, y el Asia y el África se unían por medio del lazo de las creencias, santificado con el sello de las victorias, cuando la traición abrió nuestra Península á las huestes de Tarif y la monarquía gótica cayó derrocada en las orillas del Guadalete con su último rey.

Acostumbrados á vencer, los árabes no tardaron mucho en posesionarse de casi todo el reino. Como es indudable que á sus conquistas presidía un gran pensamiento, el exterminio no siguió de cerca á sus victorias: las ventajosas condiciones con que aceptaron la rendición de un gran número de ciudades, los privilegies en el goce de los cuales dejaron á sus cristianos, prueban claramente que antes trataban de consolidar que de destruir, y que al emprender sus aventuradas expediciones, no les impulsaba sólo una sed de combates sin fruto y de triunfos efímeros. La historia de los grandes conquistadores de todas las épocas ofrece muy raros ejemplos de estas elevadas máximas de sabiduría, puestas en acción por los árabes en la larga carrera de sus victorias.

Dueños, pues, de casi toda la Península ibérica, y calmada la sed de luchas y de dominios que agitó el espíritu guerrero de aquellas razas ardientes, salidas de entre las abrasadoras arenas del Desierto, las diversas ideas de civilización y de adelanto, rico botín de la inteligencia que habían recogido en su marcha triunfal á través de las antiguas naciones, comenzaron á fundirse en su imaginación en un solo pensamiento regenerador.


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Publicado el 19 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

Creed en Dios

Gustavo Adolfo Bécquer


Cuento


CANTIGA PROVENZAL

Yo fui el verdadero Teobaldo de Montagut,
barón do Forteastell. Noble ó
villano, señor ó pechero, tú, cualquiera
que seas, que te detienes un instante al
borde de mi sepultura, cree en Dios, como yo he
creido, y ruégale por mí».

I

Nobles aventureros, que puesta la lanza en la cuja, caída la visera del casco y jinetes sobre un corcel poderoso, recorréis la tierra sin más patrimonio que vuestro nombre clarísimo y vuestro montante, buscando honra y prez en la profesión de las armas; si al atravesar el quebrado valle de Alontagut os han sorprendido en él la tormenta y la noche, y habéis encontrado un refugio en las ruinas del monasterio que aún se ve en su fondo, oidme.

II

Pastores, que seguís con lento paso vuestras ovejas que pacen derramadas por las colinas y las llanuras; si al conducirlas al borde del trasparente riachuelo que corre, forcejea y salta por entre los peñascos del valle de Montagut en el rigor del verano, y en una siesta de fuego habéis encontrado la sombra y el reposo al pie de las derruidas arcadas del monasterio, cuyos musgosos pilares besan las ondas, oidme.

III

Niñas de las cercanas aldeas, lirios silvestres que crecéis felices al abrigo de vuestra humildad; si en la mañana del santo Patrono de estos lugares, al bajar al valle de Montagut á coger tréboles y margaritas con que embellecer su retablo, venciendo el temor que os inspira el sombrío monasterio que se alza en sus peñas, habéis penetrado en su claustro mudo y desierto para vagar entre sus abandonadas tumbas, á cuyos bordes crecen las margaritas más dobles y los jacintos más azules, oidme.


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11 págs. / 20 minutos / 485 visitas.

Publicado el 19 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

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