Tomábamos el té en casa de una señora amiga mía, y se hablaba de esos
dramas sociales que se desarrollan ignorados del mundo, y cuyos
protagonistas hemos conocido, si es que no hemos hecho un papel en
alguna de sus escenas.
Entre otras muchas personas que no recuerdo, se encontraba allí una
niña rubia, blanca y esbelta, que á tener una corona de flores en lugar
del legañoso perrillo, que gruñía medio oculto entre los anchos pliegues
de su falda, hubiérasela comparado sin exagerar con la Ofelia de
Shakespeare.
Tan puros eran el blanco de su frente y el azul de sus ojos.
De pie, apoyada una mano en la cánsense de terciopelo azul que
ocupaba la niña rubia, y acariciando con la otra los preciosos dijes de
su cadena de oro, hablaba con ella un joven, en cuya afectada
pronunciación se notaba un leve acento extranjero, á pesar de que su
aire y su tipo eran tan españoles como los del Cid ó Bernardo del
Carpió.
Un señor de cierta edad, alto, seco, de maneras distinguidas y
afables, y que parecía seriamente preocupado en la operación de
dulcificar á punto su taza de té, completaba el grupo de las personas
más próximas á la chimenea, al calor de la cual me senté para contar
esta historia. Esta historia parece un cuento, pero no lo es: de ella
pudiera hacerse un libro; yo lo he hecho algunas veces en mi
imaginación. No obstante, la referiré en pocas palabras, pues para el
que haya de comprenderla, todavía sobrarán algunas.
I
Andrés, porque así se llamaba el héroe de mi narración, era uno de
esos hombres en cuya alma rebosan el sentimiento que no han gastado
nunca, y el cariño que no pueden depositar en nadie.
Huérfano casi al nacer, quedó al cuidado de unos parientes. Ignoro
los detalles de su niñez: sólo puedo decir que cuando le hablaban de
ella, se oscurecía su frente, y exclamaba con un suspiro: ¡Ya pasó
aquello!
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