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autor: Gustavo Adolfo Bécquer editor: Edu Robsy etiqueta: Cuento textos disponibles


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El Miserere

Gustavo Adolfo Bécquer


Cuento


Hace algunos meses que visitando la célebre abadía de Fitero y ocupándome en revolver algunos volúmenes en su abandonada biblioteca, descubrí en uno de sus rincones dos o tres cuadernos de música bastante antiguos, cubiertos de polvo y hasta comenzados a roer por los ratones.

Era un Miserere.

Yo no sé la música; pero le tengo tanta afición, que, aun sin entenderla, suelo coger a veces la partitura de una ópera, y me paso las horas muertas hojeando sus páginas, mirando los grupos de notas más o menos apiñadas, las rayas, los semicírculos, los triángulos y las especies de etcéteras, que llaman llaves, y todo esto sin comprender una jota ni sacar maldito el provecho.

Consecuente con mi manía, repasé los cuadernos, y lo primero que me llamó la atención fue que, aunque en la última página había esta palabra latina, tan vulgar en todas las obras, finis, la verdad era que el Miserere no estaba terminado, porque la música no alcanzaba sino hasta el décimo versículo.

Esto fue sin duda lo que me llamó la atención primeramente; pero luego que me fijé un poco en las hojas de música, me chocó más aún el observar que en vez de esas palabras italianas que ponen en todas, como maestoso, allegro, ritardando, piú vivo, a piacere, había unos renglones escritos con letra muy menuda y en alemán, de los cuales algunos servían para advertir cosas tan difíciles de hacer como esto: Crujen... crujen los huesos, y de sus médulas han de parecer que salen los alaridos; o esta otra: La cuerda aúlla sin discordar, el metal atruena sin ensordecer; por eso suena todo, y no se confunde nada, y todo es la Humanidad que solloza y gime; o la más original de todas, sin duda, recomendaba al pie del último versículo: Las notas son huesos cubiertos de carne; lumbre inextinguible, los cielos y su armonía... ¡fuerza!... fuerza y dulzura.


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10 págs. / 18 minutos / 1.166 visitas.

Publicado el 7 de julio de 2016 por Edu Robsy.

¡Es Raro!

Gustavo Adolfo Bécquer


Cuento


Tomábamos el té en casa de una señora amiga mía, y se hablaba de esos dramas sociales que se desarrollan ignorados del mundo, y cuyos protagonistas hemos conocido, si es que no hemos hecho un papel en alguna de sus escenas.

Entre otras muchas personas que no recuerdo, se encontraba allí una niña rubia, blanca y esbelta, que á tener una corona de flores en lugar del legañoso perrillo, que gruñía medio oculto entre los anchos pliegues de su falda, hubiérasela comparado sin exagerar con la Ofelia de Shakespeare.

Tan puros eran el blanco de su frente y el azul de sus ojos.

De pie, apoyada una mano en la cánsense de terciopelo azul que ocupaba la niña rubia, y acariciando con la otra los preciosos dijes de su cadena de oro, hablaba con ella un joven, en cuya afectada pronunciación se notaba un leve acento extranjero, á pesar de que su aire y su tipo eran tan españoles como los del Cid ó Bernardo del Carpió.

Un señor de cierta edad, alto, seco, de maneras distinguidas y afables, y que parecía seriamente preocupado en la operación de dulcificar á punto su taza de té, completaba el grupo de las personas más próximas á la chimenea, al calor de la cual me senté para contar esta historia. Esta historia parece un cuento, pero no lo es: de ella pudiera hacerse un libro; yo lo he hecho algunas veces en mi imaginación. No obstante, la referiré en pocas palabras, pues para el que haya de comprenderla, todavía sobrarán algunas.

I

Andrés, porque así se llamaba el héroe de mi narración, era uno de esos hombres en cuya alma rebosan el sentimiento que no han gastado nunca, y el cariño que no pueden depositar en nadie.

Huérfano casi al nacer, quedó al cuidado de unos parientes. Ignoro los detalles de su niñez: sólo puedo decir que cuando le hablaban de ella, se oscurecía su frente, y exclamaba con un suspiro: ¡Ya pasó aquello!


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10 págs. / 18 minutos / 300 visitas.

Publicado el 19 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

El Caudillo de las Manos Rojas

Gustavo Adolfo Bécquer


Cuento


CAPÍTULO PRIMERO

I

El sol ha desaparecido tras las cimas del Habwi, y la sombra de esta montaña envuelve con un velo de crespón a la perla de las ciudades de Orisa, a la gentil Kattak, que duerme a sus pies, entre los bosques de canela y sicomoros, semejante a una paloma que descansa sobre un nido de flores.

II

El día que muere y la noche que nace luchan un momento, mientras la azulada niebla del crepúsculo tiende sus alas diáfanas sobre los valles robando el color y las formas a los objetos, que parecen vacilar agitados por el soplo de un espíritu.

III

Los confusos rumores de la ciudad, que se evaporan temblando; los melancólicos suspiros de la noche, que se dilatan de eco en eco repetidos por las aves; los mil ruidos misteriosos que, como un himno a la divinidad, levanta la creación al nacer y al morir el astro que la vivifica, se unen al murmullo del Jawkior, cuyas ondas besa la brisa de la tarde, produciendo un canto dulce, vago y perdido como las ultimas notas de la improvisación de una bayadera.

IV

La noche vence, el cielo se corona de estrellas y las torres de Kattak, para rivalizar con él se ciñen una diadema de antorchas. ¿Quien es ese caudillo que aparece al pie de sus muros al mismo tiempo que la luna se levanta entre ligeras nubes más allá de los montes a cuyos pies corre el Ganges como un inmensa serpiente azul con escamas de plata?.


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37 págs. / 1 hora, 5 minutos / 283 visitas.

Publicado el 19 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

Maese Pérez el Organista

Gustavo Adolfo Bécquer


Cuento


En Sevilla, en el mismo atrio de Santa Inés, y mientras esperaba que comenzase la Misa del Gallo, oí esta tradición a una demandadera del convento.

Como era natural, después de oírla, aguardé impaciente que comenzara la ceremonia, ansioso de asistir a un prodigio.

Nada menos prodigioso, sin embargo, que el órgano de Santa Inés, ni nada más vulgar que los insulsos motetes que nos regaló su organista aquella noche.

Al salir de la misa, no pude por menos de decirle a la demandadera con aire de burla:

—¿En qué consiste que el órgano de maese Pérez suena ahora tan mal?

—¡Toma! —me contestó la vieja—. En que éste no es el suyo.

—¿No es el suyo? ¿Pues qué ha sido de él?

—Se cayó a pedazos, de puro viejo, hace una porción de años.

—¿Y el alma del organista?

—No ha vuelto a parecer desde que colocaron el que ahora le substituye.

Si a alguno de mis lectores se les ocurriese hacerme la misma pregunta después de leer esta historia ya sabe por qué no se ha continuado el milagroso portento hasta nuestros días.

I

—¿Veis ése de la capa roja y la pluma blanca en el fieltro, que parece que trae sobre su justillo todo el oro de los galeones de Indias; aquel que baja en este momento de su litera para dar la mano a esa otra señora, que después de dejar la suya se adelanta hacia aquí, precedida de cuatro pajes con hachas? Pues ése es el marqués de Moscoso, galán de la condesa viuda de Villapineda. Se dice que antes de poner sus ojos sobre esta dama había pedido en matrimonio a la hija de un opulento señor; mas el padre de la doncella, de quien se murmura que es un poco avaro... Pero, ¡calle!, en hablando del ruin de Roma, cátale aquí que asoma. ¿Veis aquél que viene por debajo del arco de San Felipe, a pie, embozado en una capa obscura, y precedido de un solo criado con una linterna? Ahora llega frente al retablo.


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16 págs. / 28 minutos / 1.853 visitas.

Publicado el 7 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Gnomo

Gustavo Adolfo Bécquer


Cuento


I

Las muchachas del lugar volvían de la fuente con sus cántaros en la cabeza; volvían cantando y riendo con un ruido y una algazara, que sólo pudieran compararse á la alegre algarabía de una banda de golondrinas cuando revolotean espesas como el granizo alrededor de la veleta de un campanario.

En el pórtico de la iglesia, y sentado al pie de un enebro, estaba el tío Gregorio. El tío Gregorio era el más viejecito del lugar; tenía cerca de noventa navidades, el pelo blanco, la boca de risa, los ojos alegres y las manos temblonas. De niño fué pastor, de joven soldado; después cultivó una pequeña heredad, patrimonio de sus padres, hasta que, por último le faltaron las fuerzas y se sentó tranquilo á esperar la muerte, que ni temía ni deseaba. Nadie contaba un chascarrillo con más gracia que él, ni sabía historias más estupendas, ni traía á cuento tan oportunamente un refrán, una sentencia ó un adagio.

Las muchachas, al verle, apresuraron el paso con ánimo de irle á hablar, y cuando estuvieron en el pórtico, todas comenzaron á suplicarle que les contase una historia con que entretener el tiempo que aún faltaba para hacerse de noche, que no era mucho, pues el sol poniente hería de soslayo la tierra, y la sombras de los montes se dilataban por momentos á lo largo de la llanura.

El tío Gregorio escuchó sonriendo la petición de las muchachas, las cuales, una vez obtenida la promesa de que les referiría alguna cosa, dejaron los cántaros en el suelo, y sentándose á su alrededor formaron un corro, en cuyo centro quedó el viejecito, que comenzó á hablarles de esta manera:

— No os contaré una historia, porque aunque recuerdo algunas en este momento, atañen á cosas tan graves, que ni vosotras, que sois unas locuelas, me prestaríais atención para escucharlas, ni á mí, por lo avanzado de la tarde, me quedaría espacio para referirlas. Os daré en su lugar un consejo.


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15 págs. / 27 minutos / 945 visitas.

Publicado el 19 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

La Cueva de la Mora

Gustavo Adolfo Bécquer


Cuento


I

Frente al establecimiento de baños de Fitero, y sobre unas rocas cortadas á pico, á cuyos pies corre el río Alhama, se ven todavía los restos abandonados de un castillo árabe, célebre en los fastos gloriosos de la Reconquista, por haber sido teatro de grandes y memorables hazañas, así por parte de los que lo defendieron, como de los que valerosamente clavaron sobre sus almenas el estandarte de la cruz.

De los muros no quedan más que algunos ruinosos vestigios; las piedras de la atalaya han caído unas sobre otras al foso, y lo han cegado por completo; en el patio de armas crecen zarzales y matas de jaramago; por todas partes adonde se vuelven los ojos no se ven más que arcos rotos, sillares oscuros y carcomidos; aquí un lienzo de barbacana, entre cuyas hendiduras nace la hiedra; allí un torreón, que aún se tiene en pie como por milagro; más allá los postes de argamasa, con las anillas de hierro que sostenían el puente colgante.

Durante mi estancia en los baños, ya por hacer ejercicio que, según me decían, era conveniente al estado de mi salud, ya arastrado por la curiosidad, todas las tardes tomaba entre aquellos vericuetos el camino que conduce á las ruinas de la fortaleza árabe, y allí me pasaba las horas y las horas escarbando el suelo por ver si encontraba algunas armas, dando golpes en los muros para observar si estaban huecos y sorprender el escondrijo de un tesoro, y metiéndome por todos los rincones con la idea de encontrar la entrada de algunos de esos subterráneos que es fama existen en todos los castillos de los moros.

Mis diligentes pesquisas fueron por demás infructuosas.


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6 págs. / 10 minutos / 502 visitas.

Publicado el 19 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

Creed en Dios

Gustavo Adolfo Bécquer


Cuento


CANTIGA PROVENZAL

Yo fui el verdadero Teobaldo de Montagut,
barón do Forteastell. Noble ó
villano, señor ó pechero, tú, cualquiera
que seas, que te detienes un instante al
borde de mi sepultura, cree en Dios, como yo he
creido, y ruégale por mí».

I

Nobles aventureros, que puesta la lanza en la cuja, caída la visera del casco y jinetes sobre un corcel poderoso, recorréis la tierra sin más patrimonio que vuestro nombre clarísimo y vuestro montante, buscando honra y prez en la profesión de las armas; si al atravesar el quebrado valle de Alontagut os han sorprendido en él la tormenta y la noche, y habéis encontrado un refugio en las ruinas del monasterio que aún se ve en su fondo, oidme.

II

Pastores, que seguís con lento paso vuestras ovejas que pacen derramadas por las colinas y las llanuras; si al conducirlas al borde del trasparente riachuelo que corre, forcejea y salta por entre los peñascos del valle de Montagut en el rigor del verano, y en una siesta de fuego habéis encontrado la sombra y el reposo al pie de las derruidas arcadas del monasterio, cuyos musgosos pilares besan las ondas, oidme.

III

Niñas de las cercanas aldeas, lirios silvestres que crecéis felices al abrigo de vuestra humildad; si en la mañana del santo Patrono de estos lugares, al bajar al valle de Montagut á coger tréboles y margaritas con que embellecer su retablo, venciendo el temor que os inspira el sombrío monasterio que se alza en sus peñas, habéis penetrado en su claustro mudo y desierto para vagar entre sus abandonadas tumbas, á cuyos bordes crecen las margaritas más dobles y los jacintos más azules, oidme.


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11 págs. / 20 minutos / 477 visitas.

Publicado el 19 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

Un Tesoro

Gustavo Adolfo Bécquer


Cuento


¡Ánimo, amigo don Restituto, ánimo! Más trabajo pasaría Colón para descubrir el Nuevo Mundo, y usted no podrá menos de convenir que se trataba de una bicoca comparado con el asunto que traemos entre manos. El Arte, la Arqueología y la Historia aguardan impacientes el resultado de nuestra arriesgada empresa. La Europa científica tiene sus ojos en nosotros. Ánimo, amigo mío, ánimo, que ya tocamos al término de la expedición.

Hora es de que toquemos a cualquier parte, porque, si he de decir la verdad, confieso que no puedo ya ni con la fe de bautismo en papeles. ¡Qué vericuetos tan horribles y qué sendas tan impracticables! Esto no es camino de hombres, sino de cabras.

¿Ve usted aquel pueblecito medio oculto entre las ondulaciones del valle que se extiende a nuestros pies? Pues en el mismo lugar en que se levantan las cuatro chozas que lo componen, ni un palmo más acá ni más allá, estuvo situada en los tiempos pretéritos la famosa Micaonia de los fenicios, la Micegarie o Micogurioe de los romanos y la Guadalmicola de los árabes, que merced al trastorno de las edades y las cosas ha venido a ser el Cebollino de nuestros días.

— Pero, ¿está usted seguro?

— Pues, hombre, no faltaba otra cosa... Quinto Curcio lo asegura; ambos Plinios, el joven y el viejo, lo confirman; Sardanápalo, Príamo y Confucio habían ya iniciado la misma idea, y si bien el judío don Rabí Ben— Arras y el moro Tarfe son de distinta opinión, los cronicones del arzobispo Turpín y las Memorias del preste Juan de las Indias han resuelto hasta la más insignificante duda que pudiera ocurrir sobre el asunto.

— ¿De modo que puede darse por cosa hecha que encontraremos lo que se busca?


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4 págs. / 8 minutos / 203 visitas.

Publicado el 19 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

El Rayo de Luna

Gustavo Adolfo Bécquer


Cuento


Yo no sé si esto es una historia que parece cuento o un cuento que parece historia; lo que puedo decir es que en su fondo hay una verdad, una verdad muy triste, de la que acaso yo seré uno de los últimos en aprovecharme, dadas mis condiciones de imaginación.

Otro, con esta idea, tal vez hubiera hecho un tomo de filosofía lacrimosa; yo he escrito esta leyenda que, a los que nada vean en su fondo, al menos podrá entretenerles un rato.

Era noble, había nacido entre el estruendo de las armas, y el insólito clamor de una trompa de guerra no le hubiera hecho levantar la cabeza un instante ni apartar sus ojos un punto del oscuro pergamino en que leía la última cantiga de un trovador.

Los que quisieran encontrarle, no lo debían buscar en el anchuroso patio de su castillo, donde los palafreneros domaban los potros, los pajes enseñaban a volar a los halcones, y los soldados se entretenían los días de reposo en afilar el hierro de su lanza contra una piedra.

—¿Dónde está Manrique, dónde está vuestro señor? —preguntaba algunas veces su madre.

—No sabemos —respondían sus servidores:— acaso estará en el claustro del monasterio de la Peña, sentado al borde de una tumba, prestando oído a ver si sorprende alguna palabra de la conversación de los muertos; o en el puente, mirando correr unas tras otras las olas del río por debajo de sus arcos; o acurrucado en la quiebra de una roca y entretenido en contar las estrellas del cielo, en seguir una nube con la vista o contemplar los fuegos fatuos que cruzan como exhalaciones sobre el haz de las lagunas. En cualquiera parte estará menos en donde esté todo el mundo.

En efecto, Manrique amaba la soledad, y la amaba de tal modo, que algunas veces hubiera deseado no tener sombra, porque su sombra no le siguiese a todas partes.


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Publicado el 7 de julio de 2016 por Edu Robsy.

La Rosa de Pasión

Gustavo Adolfo Bécquer


Cuento


Una tarde de verano y en un jardín de Toledo me refirió esta singular historia una muchacha muy buena y muy bonita.

Mientras me explicaba el misterio de su forma especial besaba las hojas y los pistilos que iba arrancando uno a uno de la flor que da su nombre a esta leyenda.

Si yo la pudiera referir con el suave encanto y la tierna sencillez que tenía en su boca os conmovería, como a mí me conmovió, la historia de la infeliz Sara.

Ya que esto no es posible, ahí va lo que de esa tradición se me acuerda en este instante.

I

En una de las callejas más obscuras y tortuosas de la ciudad imperial, empotrada y casi escondida entre la alta torre morisca de una antigua parroquia muzárabe y los sombríos y blasonados muros de una casa solariega, tenía, hace muchos años, su habitación, raquítica, tenebrosa y miserable como su dueño, un judío llamado Daniel Leví.

Era este judío rencoroso y vengativo, como todos los de su raza; pero más que ninguno, engañador e hipócrita.

Dueño, según los rumores del vulgo, de una inmensa fortuna, veíasele, no obstante, todo el día acurrucado en el sombrío portal de su vivienda componiendo y aderezando cadenillas de metal, cintos viejos y guarniciones rotas, con las que traía un gran tráfico entre los truhanes del Zocodover, las revendedoras del Postigo y los escuderos pobres.

Aborrecedor implacable de los cristianos y de cuanto a ellos pudiera pertenecer, jamás pasó junto a un caballero principal o un canónigo de la Primada sin quitarse una y hasta diez veces el mugriento bonetillo que cubría su cabeza, calva y amarillenta, ni acogió en su tenducho a uno de sus habituales parroquianos sin agobiarle a fuerza de humildes salutaciones acompañadas de aduladoras sonrisas.


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9 págs. / 16 minutos / 1.020 visitas.

Publicado el 7 de julio de 2016 por Edu Robsy.

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