El sol se había puesto: las nubes, que cruzaban hechas girones sobre
mi cabeza, iban á amontonarse unas sobre otras en el horizonte lejano.
El viento frío de las tardes de otoño arremolinaba las hojas secas á mis
pies.
Yo estaba sentado al borde de un camino, por donde siempre vuelven menos de los que van.
No sé en qué pensaba, si en efecto pensaba entonces en alguna cosa.
Mi alma temblaba á punto de lanzarse al espacio, como el pájaro tiembla y
agita ligeramente las alas antes de levantar el vuelo.
Hay momentos en que, merced á una serie de abstraciones, el espíritu
se sustrae á cuanto le rodea, y replegándose en sí mismo analiza y
comprende todos los misteriosos fenómenos de la vida interna del hombre.
Hay otros en que se desliga de la carne, pierde su personalidad y se
confunde con los elementos de la naturaleza, se relaciona con su modo de
ser, y traduce su incomprensible lenguaje.
Yo me hallaba en uno de estos últimos momentos, cuando solo y en medio de la escueta llanura oí hablar cerca de mí.
Eran dos hojas secas las que hablaban, y éste, poco más ó menos, su extraño diálogo:
— ¿De dónde vienes, hermana?
— Vengo de rodar con el torbellino, envuelta en la nube del polvo y
de las hojas secas nuestras compañeras, á lo largo de la interminable
llanura. ¿Y tú?
— Yo he seguido algún tiempo la corriente del río, hasta que el
vendaval me arrancó de entre el légamo y los juncos de la orilla.
— ¿Y adonde vas?
— No lo sé: ¿lo sabe acaso el viento que me empuja?
— ¡Ay! ¿Quién diría que habíamos de acabar amarillas y secas
arrastrándonos por la tierra, nosotras que vivimos vestidas de color y
de luz meciéndonos en el aire?
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