No hace mucho que invitado a comer en casa de un amigo, después que
sirvieron otros platos confortables, hizo su entrada triunfal el clásico
pavo, de rigor durante las Pascuas en toda mesa que se respete un poco y
que tenga en algo las antiguas tradiciones y las costumbres de nuestro
país.
Ninguno de los presentes al convite, incluso el anfitrión, éramos muy
fuertes en el arte de trinchar, razón por la que mentalmente todos
debimos coincidir en el elogio del uso últimamente establecido de servir
las aves trinchadas. Pero como, sea por respeto al rigorismo de la
ceremonia, que en estas solemnidades y para dar a conocer, sin que quede
género de duda, que el pavo es pavo, parece exigir que éste salga a la
liza en una pieza; sea por un involuntario olvido o por otra causa que
no es del caso averiguar, el animalito en cuestión estaba allí íntegro y
pidiendo a voces un cuchillo que lo destrozase; me decidí a hacerlo, y
poniendo mi esperanza en Dios y mi memoria en el Compendio de Urbanidad
que estudié en el colegio, donde, entre otras cosas no menos útiles, me
enseñaron algo de este difícil arte, empuñé el trinchante en la una
mano, blandí el acero con la otra, y salga lo que saliere, le tiré un
golpe furibundo.
El cuchillo penetró hasta las más recónditas regiones del ya implume
bípedo; mas juzguen mis lectores cuál no sería mi sorpresa, al notar que
la hoja tropezaba en aquellas interioridades con un cuerpo extraño.
—¿Qué diantre tiene este animal en el cuerpo? —exclamé, con un gesto de asombro e interrogando con la vista al dueño de la casa.
—¿Qué ha de tener? —me contestó mi amigo, con la mayor naturalidad del mundo—. Que está relleno.
—¿Relleno de qué? —proseguí yo, pugnando por descubrir la causa de mi
estupefacción—. Por lo visto, debe ser de papeles, pues a juzgar por lo
que se toca con el cuchillo, este animal trae un protocolo en el buche.
Leer / Descargar texto 'Memorias de un Pavo'