Textos peor valorados de Gustavo Adolfo Bécquer | pág. 4

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autor: Gustavo Adolfo Bécquer


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Cartas Literarias a una Mujer

Gustavo Adolfo Bécquer


Carta


I

En una ocasión me preguntaste: — ¿Qué es la poesía?

¿Te acuerdas? No sé á qué propósito había yo hablado algunos momentos antes de mi pasión por ella.

¿Qué es la poesía? me dijiste; y yo, que no soy muy fuerte en esto de las definiciones, te respondí titubeando: la poesía es… es… y sin concluir la frase buscaba inútilmente en mi memoria un término de comparación, que no acertaba á encontrar.

Tú habías adelantado un poco la cabeza para escuchar mejor mis palabras; los negros rizos de tus cabellos, esos cabellos que tan bien sabes dejar á su antojo, sombrear tu frente con un abandono tan artístico, pendían de tu sien y bajaban rozando tumejilla hasta descansar en tu seno; en tus pupilas, húmedas y azules como el cielo de la noche, brillaba un punto de luz, y tus labios se entreabrían ligeramente al impulso de una respiración perfumada y suave.

Mis ojos, que, á efecto sin duda de la turbación que experimentaba, habían errado un instante sin fijarse en ningún sitio, se volvieron instintivamente hacia los tuyos, y exclamé al fin: ¡la poesía… la poesía eres tú!

¿Te acuerdas?

Yo aún tengo presente el gracioso ceño de curiosidad burlada, el acento mezclado de pasión y amargura con que me dijiste: ¿Crees que mi pregunta sólo es hija de una vana curiosidad de mujer?. Te equivocas. Yo deseo saber lo que es la poesía, porque deseo pensar lo que tú piensas, hablar de lo que tú hablas, sentir lo que tú sientes, penetrar, por último, en ese misterioso santuario en donde á veces se refugia tu alma, y cuyo dintel no puede traspasar la mía.


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15 págs. / 27 minutos / 1.651 visitas.

Publicado el 21 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Gnomo

Gustavo Adolfo Bécquer


Cuento


I

Las muchachas del lugar volvían de la fuente con sus cántaros en la cabeza; volvían cantando y riendo con un ruido y una algazara, que sólo pudieran compararse á la alegre algarabía de una banda de golondrinas cuando revolotean espesas como el granizo alrededor de la veleta de un campanario.

En el pórtico de la iglesia, y sentado al pie de un enebro, estaba el tío Gregorio. El tío Gregorio era el más viejecito del lugar; tenía cerca de noventa navidades, el pelo blanco, la boca de risa, los ojos alegres y las manos temblonas. De niño fué pastor, de joven soldado; después cultivó una pequeña heredad, patrimonio de sus padres, hasta que, por último le faltaron las fuerzas y se sentó tranquilo á esperar la muerte, que ni temía ni deseaba. Nadie contaba un chascarrillo con más gracia que él, ni sabía historias más estupendas, ni traía á cuento tan oportunamente un refrán, una sentencia ó un adagio.

Las muchachas, al verle, apresuraron el paso con ánimo de irle á hablar, y cuando estuvieron en el pórtico, todas comenzaron á suplicarle que les contase una historia con que entretener el tiempo que aún faltaba para hacerse de noche, que no era mucho, pues el sol poniente hería de soslayo la tierra, y la sombras de los montes se dilataban por momentos á lo largo de la llanura.

El tío Gregorio escuchó sonriendo la petición de las muchachas, las cuales, una vez obtenida la promesa de que les referiría alguna cosa, dejaron los cántaros en el suelo, y sentándose á su alrededor formaron un corro, en cuyo centro quedó el viejecito, que comenzó á hablarles de esta manera:

— No os contaré una historia, porque aunque recuerdo algunas en este momento, atañen á cosas tan graves, que ni vosotras, que sois unas locuelas, me prestaríais atención para escucharlas, ni á mí, por lo avanzado de la tarde, me quedaría espacio para referirlas. Os daré en su lugar un consejo.


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15 págs. / 27 minutos / 947 visitas.

Publicado el 19 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

La Corza Blanca

Gustavo Adolfo Bécquer


Cuento


En un pequeño lugar de Aragón, y allá por los años de mil trescientos y pico, vivía retirado en su torre señorial un famoso caballero llamado don Dionís, el cual después de haber servido a su rey en la guerra contra infieles, descansaba a la sazón, entregado al alegre ejercicio de la caza, de las rudas fatigas de los combates.

Aconteció una vez a este caballero, hallándose en su favorita diversión acompañado de su hija, cuya belleza singular y extraordinaria blancura le habían granjeado el sobrenombre de la Azucena, que como se les entrase a más andar el día engalfados en perseguir a una res en el monte de su feudo, tuvo que acogerse durante las horas de la siesta, a una cañada por donde corría un riachuelo, saltando de roca en roca con un ruido manso y agradable.

Haría cosa de unas horas que don Dionís se encontraba en aquel delicioso lugar, recostado sobre la menuda grama a la sombra de una chopera, departiendo amigablemente con sus monteros sobre las peripecias del día, y refiriéndose unos a otros las aventuras más o menos curiosas que en su vida de cazadores les habían acontecido, cuando por lo alto de la empinada ladera y a través de los alternados murmullos del viento que agitaba las hojas de los árboles, comenzó a percibirse, cada vez más cerca. el sonido de una esquililla a las del guión de un rebaño.

En efecto, era así, pues a poco de haberse oído la esquililla empezaron a saltar por entre las apiñadas matas de cantueso y tomillo y a descender a la orilla opuesta del riachuelo, hasta unos cien corderos blancos como la nieve, detrás de los cuales, con su caperuza calada para libertarse la cabeza de los perpendiculares rayos del sol, y su hatillo al hombro en la punta de un palo, apareció el zagal que los conducía.


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20 págs. / 35 minutos / 842 visitas.

Publicado el 19 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

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