Textos por orden alfabético inverso de Guy de Maupassant | pág. 9

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autor: Guy de Maupassant


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La Belleza Inútil

Guy de Maupassant


Cuento


I

Delante de la escalinata del palacio esperaba una victoria muy elegante, tirada por dos magníficos caballos negros. Era a fines del mes de junio, a eso de las cinco y media de la tarde, y por entre el recuadro de tejados del patio principal se distinguía un cielo rebosante de claridad, luz y alegría.

La condesa de Mascaret apareció en la escalinata, en el momento mismo en que su marido, de regreso, entraba por la puerta de coches. Se detuvo unos segundos para contemplar a su mujer, y palideció ligeramente. Era muy hermosa, esbelta, y el óvalo alargado de su cara, su cutis de brillante marfil, sus rasgados ojos grises y negros cabellos le daban un aire de distinción. Subió ella al carruaje sin dirigirle una mirada, como si no lo hubiese visto, con actitud tan altanera que el marido sintió en el corazón una nueva mordedura de los celos que lo devoraban desde hacía mucho tiempo. Se acercó y la saludó, diciendo:

—¿Sale usted de paseo?

Ella dejó escapar cuatro palabras por entre sus labios desdeñosos:

—Ya lo ve usted.

—¿Al Bosque?

—Es probable.

—¿Me permitirá acompañarla?

—Usted es el dueño del carruaje.

Sin manifestar extrañeza por el tono en que ella le contestaba, subió al coche, tomó asiento junto a su mujer y ordenó:

—Al Bosque.

El lacayo saltó al pescante, junto al cochero, y los caballos, siguiendo su costumbre, piafaron y saludaron con la cabeza, hasta que pisaron la calzada de la calle.

Los dos esposos permanecían uno al lado del otro, sin despegar los labios. El marido buscaba la manera de trabar conversación, pero era tal la dureza del semblante de su mujer, que no se arriesgaba a ello.


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Becada

Guy de Maupassant


Cuento


El anciano barón de Ravots había sido durante cuarenta años el rey de los cazadores de su provincia. Pero hacia ya cinco o seis que una parálisis de las piernas lo tenía clavado en su sillón, y tenía que contentarse con tirar a las palomas desde una ventana de la sala o desde la gran escalinata de su palacio. El resto del tiempo lo pasaba leyendo.

Era hombre de trato agradable, que había conservado mucho de la afición a las letras que distinguió al siglo pasado. Le encantaban las historietas picarescas, y también le encantaban las anécdotas auténticas de que eran protagonistas personas allegadas suyas. En cuanto llegaba de visita un amigo le preguntaba:

—¿Qué novedades hay?

Tenía la habilidad de un juez de instrucción para interrogar.

En los días de sol se hacía llevar en su amplio sillón de ruedas que parecía una cama, a la puerta del palacio. Detrás de él se situaba un criado con las escopetas, las cargaba y se las iba pasando a su señor. Otro criado, oculto en un bosquecillo, daba suelta a un pichón de cuando en cuando, a intervalos regulares, para que le cogiese de sorpresa, obligándolo a estar en constante alerta.

Se pasaba el día tirando a aquellas aves ligeras, se desesperaba si conseguían burlarle y se reía hasta saltársele las lágrimas cuando el animal caía a plomo o daba alguna voltereta extraña y cómica. Se volvía entonces hacia el mozo que le cargaba las armas y le preguntaba con espasmódica alegría:

—¡A ése le di lo suyo, José! ¿Viste cómo cayó?

Y José respondía indefectiblemente:

—El señor barón no marra uno.


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Baronesa

Guy de Maupassant


Cuento


Podrás ver antigüedades interesantes —me dijo mi amigo Boisrené—, ven conmigo.

Me llevó, pues, al primer piso de una hermosa casa, en una gran calle de París. Nos recibió un hombre de excelente porte, de modales perfectos, que nos paseó de estancia en estancia enseñándonos objetos raros cuyo precio decía con negligencia. Las grandes sumas, diez, veinte, treinta, cincuenta mil francos salían de sus labios con tanta gracia y facilidad que no cabía duda de que la caja fuerte de aquel comerciante, hombre de mundo, encerraba millones.

Yo lo conocía de nombre desde hacía tiempo. Muy hábil, muy flexible, muy inteligente, servía de intermediario para toda clase de transacciones. Relacionado con todos los coleccionistas más ricos de París, e incluso de Europa y América, conocedor de sus gustos, de sus preferencias del momento, los avisaba con un billete o un despacho, si vivían en una ciudad lejana, en cuanto sabía de un objeto en venta que pudiera convenirles.

Hombres de la mejor sociedad habían recurrido a él en trances apurados, bien para conseguir dinero para el juego, bien para pagar una deuda, bien para vender un cuadro, una joya de familia, un tapiz e incluso un caballo o una finca en los días de crisis aguda. Decían que jamás negaba sus servicios cuando preveía una posibilidad de ganancia.


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La aventura de Wálter Schbaffs

Guy de Maupassant


Cuento


Desde su entrada en Francia con el ejército invasor, Wálter Schnaffs se creía el más desdichado de los hombres. Era gordo, andaba con dificultad, se ahogaba y le dolían los pies. Era pacífico y bondadoso, nunca sanguinario; padre de cuatro niños, a los cuales adoraba, y esposo de una joven rubia, cuyos cuidados, ternuras y caricias echaba de menos a todas horas. Le gustaba levantarse tarde y acostarse pronto, comer lentamente manjares bien condimentados y tomar cerveza en las cervecerías. Afirmaba que todas las dulzuras de la existencia desaparecen con la vida, y sentía un odio inextinguible, instintivo y razonado a un tiempo, hacia los cañones, fusiles, revólveres y sables; pero, sobre todo, le inspiraban horror las bayonetas, sintiéndose incapaz de esgrimir ágilmente semejante arma para defender su vientre.

Y cuando, al llegar la noche, se veía obligado a dormir en el suelo, envuelto en su capote, junto a sus camaradas que roncaban, pensaba en la familia que dejó y en los peligros constantes de la guerra. Si muriese, ¿qué sería de sus hijitos? ¿Quién los mantendría? ¿Quién los educaría? Ni aun viviendo él estarían muy sobrados, a pesar del esfuerzo que hizo para dejarles, al partir, algún dinero. Y, a veces, Wálter Schnaffs lloraba.

Al principio de los combates las piernas le flaqueaban de tal modo que se hubiera dejado caer, sin el temor de que toda la tropa lo pisoteara. El silbido de las balas le ponía siempre los pelos de punta.

Vivía siempre atemorizado y angustioso.

El cuerpo de ejército de que formaba parte avanzaba hacia Normandía y en una ocasión lo comisionaron para reconocer un terreno, dándole un corto destacamento que debía explorar la comarca y replegarse inmediatamente. Todo parecía tranquilo en las cercanías y nada indicaba una resistencia.


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Junto a un Muerto

Guy de Maupassant


Cuento


Se moría poco a poco, como se mueren los tísicos. Todos los días lo veía sentarse a eso de las dos, bajo las ventanas del hotel, frente al mar, tranquilo, en un banco del paseo.

Permanecía algún tiempo inmóvil bajo el calor del sol, contemplando con ojos sombríos el Mediterráneo.

A veces dirigía una mirada hacia la alta montaña de cumbres brumosas que cierra el Mentón; luego, con un movimiento muy lento, cruzaba sus largas piernas, tan enflaquecidas que parecían dos huesos alrededor de los cuales flotaba el paño del pantalón, y abría un libro, siempre el mismo.

Entonces, sin variar de postura, leía, leía con los ojos y con el pensamiento: parecía que todo su pobre cuerpo desfalleciente leía, que su alma penetraba, se perdía, desaparecía en aquel libro hasta la hora en que el aire fresco lo hacía toser un poco. Entonces, levantándose, penetraba en el hotel.

Era un alemán alto, de barba rubia, que almorzaba y comía en su cuarto y no hablaba con nadie.

Una vaga curiosidad me atrajo hacia él. Un día me senté a su lado, teniendo yo también en la mano, por el bien parecer, un volumen de poesías de Musset.

Me puse a hojear Rolla.

De pronto mi compañero me preguntó en un francés muy correcto:

—¿Sabe usted alemán, caballero?

—Ni una palabra.

—Lo siento; porque, ya que la casualidad nos ha reunido, le hubiera prestado, le hubiera hecho fijarse en una cosa inestimable: este libro que aquí tengo.

—¿Qué libro es ése?

—Es un ejemplar de mi maestro Schopenhauer, anotado por él. Todas las márgenes, como puede usted ver, están cubiertas con su letra.

Cogí con respeto aquel libro y contemplé aquellos garabatos incomprensibles para mí, pero que revelaban el inmortal pensamiento del mayor destructor de sueños que ha pasado por el mundo.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Idilio

Guy de Maupassant


Cuento


El tren acababa de salir de Génova y se dirigía hacia Marsella, siguiendo las profundas ondulaciones de la larga costa rocosa, deslizándose como serpiente de hierro entre mar y montaña, reptando sobre playas de arena amarilla en las que el leve oleaje bordaba una lista de plata, y entrando bruscamente en las negras fauces de los túneles, lo mismo que entra una fiera en su cubil.

Una voluminosa señora y un hombre joven viajaban frente a frente en el último vagón, mirándose de cuando en cuando, pero sin hablarse. La mujer, que tendría veinticinco años, iba sentada junto a la ventanilla y miraba el paisaje. Era una robusta campesina piamontesa de ojos negros, pechos abultados y mofletuda. Había metido debajo del asiento de madera varios paquetes, y conservaba encima de sus rodillas una cesta.

El joven tendría veinte años; era flaco, curtido; tenía el color negro de las personas que cultivan la tierra a pleno sol. Llevaba a su lado, en un pañuelo, toda su fortuna: un par de zapatos, una camisa, unos pantalones y una chaqueta. También él había ocultado algo debajo del banco: una pala y un azadón, atados con una cuerda. Iba a Francia en busca de trabajo.

El sol, que ascendía en el cielo, derramaba sobre la costa una lluvia de fuego; era en los últimos días de mayo; revoloteaban por los aires aromas deliciosos, que penetraban en los vagones por las ventanillas abiertas. Los naranjos y limoneros en flor derramaban en la atmósfera tranquila sus perfumes dulzones, tan gratos, tan fuertes y tan inquietantes, mezclándolos con el hálito de las rosas que brotaban en todas partes como las hierbas silvestres, a lo largo de la vía, en los jardines lujosos, en las puertas de las chozas y en pleno campo.


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Historia de un Perro

Guy de Maupassant


Cuento


La prensa respondió unánimemente a la llamada de la Sociedad Protectora de Animales para colaborar en la construcción de un establecimiento para animales. Sería una especie de hogar y un refugio, donde los perros perdidos, sin dueño, encontrarían alimento y abrigo en vez del nudo corredizo que la administración les tiene reservado.

Los periódicos recordaron la fidelidad de los animales, su inteligencia, su dedicación. Ensalzaron sucesos de asombrosa sagacidad.

Es mi deseo, aprovechando esta oportunidad, contar la historia de un perro perdido, de un perro vulgar, sin pedigrí. Es una historia sencilla pero auténtica.

En los suburbios de París, a las orillas del Sena, vivía una familia de ricos burgueses. Poseían una elegante mansión con un gran jardín, caballos, carruajes y muchos criados.

El cochero se llamaba François. Era un individuo de origen campesino, un poco corto de inteligencia; grueso, embotado..., pero de buen corazón.

Una noche, en la que regresaba a la casa de sus amos, un perro comenzó a seguirlo. En un principio ignoró al animal, pero la obstinación de éste y el hecho de seguirlo tan de cerca, hizo que el cochero se volviese... Miraba al can intentando reconocerlo, pero no... nunca lo había visto.

Se trataba de una perra de una terrible delgadez, con enormes ubres colgantes. Trotaba detrás del hombre en un estado lamentable; la cola apretada entre las piernas y las orejas pegadas contra la cabeza.

François se detuvo. Lo mismo hizo la perra. François reanudó la marcha y la perra siguió tras él.

Deseó desprenderse de aquel esqueleto de animal y gritó:

—¡Vete... Aléjate de mí!

La perra se movió dos o tres pasos hacia atrás y se detuvo apoyándose sobre las patas traseras, pero tan pronto el cochero se volvió, ésta volvió a seguirlo.


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Historia Corsa

Guy de Maupassant


Cuento


Dos gendarmes habían sido asesinados aquellos últimos días mientras conducían un prisionero corso de Corte a Ajaccio. Ahora bien, cada año, en esta clásica tierra de bandolerismo, tenemos gendarmes destripados por los salvajes lugareños de esta isla, refugiados en las montañas después de alguna vendetta. El legendario matorral esconde en estos momentos, según la apreciación de los propios señores magistrados, de ciento cincuenta a doscientos vagabundos de este tipo que viven en las cumbres, entre las rocas y la maleza, alimentados por la población, gracias al terror que infunden.

No hablaré de los hermanos Bellacoscia cuya situación de bandoleros es casi oficial y que ocupan el Monte de Oro, a las puertas de Ajaccio, bajo la mirada de la autoridad. Córcega es un departamento francés, esto ocurre pues en plena patria; y nadie se inquieta por esta provocación lanzada a la justicia. ¡Sin embargo cómo hemos tenido continuamente en mente las incursiones de algunos bandoleros kroumirs, tribu errante y bárbara, en la frontera casi indeterminada de nuestras posesiones africanas!

Y hete aquí que a propósito de este crimen me viene el recuerdo de un viaje a esta magnífica isla y de una sencilla, muy sencilla, pero muy típica aventura, donde capté el espíritu propio de esta raza consagrada intensamente a la venganza.

Yo tenía que ir de Ajaccio a Bastia, primero por la costa y después por el interior, atravesando el salvaje y árido valle del Niolo, que allí denominan la ciudadela de la libertad, porque, en cada invasión de la isla por los genoveses, los moros o los franceses, fue en este lugar inabordable donde los partisanos corsos se refugiaron siempre sin que jamás se les pudiera dar caza o dominar.

Yo tenía cartas de recomendación para el camino, ya que los propios albergues son todavía desconocidos en esta tierra, y hace falta demandar hospitalidad como en los viejos tiempos.


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

¿Fue un Sueño?

Guy de Maupassant


Cuento


La había amado locamente.

¿Por qué se ama? ¿Por qué se ama? Cuán extraño es ver un solo ser en el mundo, tener un solo pensamiento en el cerebro, un solo deseo en el corazón y un solo nombre en los labios... un nombre que asciende continuamente, como el agua de un manantial, desde las profundidades del alma hasta los labios, un nombre que se repite una y otra vez, que se susurra incesantemente, en todas partes, como una plegaria.

Voy a contaros nuestra historia, ya que el amor sólo tiene una, que es siempre la misma. La conocía y viví de su ternura, de sus caricias, de sus palabras, en sus brazos, tan absolutamente envuelto, atado y absorbido por todo lo que procedía de ella, que no me importaba ya si era de día o de noche, ni si estaba muerto o vivo, en este nuestro antiguo mundo.

Y luego ella murió. ¿Cómo? No lo sé, hace tiempo que no sé nada. Pero una noche llegó a casa muy mojada, porque estaba lloviendo intensamente, y al día siguiente tosía, y tosió durante una semana, y tuvo que guardar cama. No recuerdo ahora lo que ocurrió, pero los médicos llegaron, escribieron y se marcharon. Se compraron medicinas, y algunas mujeres se las hicieron beber. Sus manos estaban muy calientes, sus sienes ardían y sus ojos estaban brillantes y tristes. Cuando yo le hablaba me contestaba, pero no recuerdo lo que decíamos. ¡Lo he olvidado todo, todo, todo! Ella murió y recuerdo perfectamente su leve, débil suspiro. La enfermera dijo: "¿Ah?" Y yo comprendí. ¡Y yo comprendí!

Me consultaron acerca del entierro, pero no recuerdo nada de lo que dijeron, aunque sí recuerdo el ataúd y el sonido del martillo cuando clavaban la tapa, encerrándola a ella dentro. ¡Oh! ¡Dios mío! ¡Dios mío!.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Ese Cerdo de Morin

Guy de Maupassant


Cuento


A M. Oudinot

I

—Eso, amigo mío —dije a Labarde—; ¡esas cuatro palabras que acabas de pronunciar, «ese cerdo de Morin»! ¿Por qué diablos nunca he oído hablar de Morin sin que se le tratase de cerdo?

Labarde, hoy diputado, me miró con ojos de gato asustado.

—Pero ¡cómo! ¿No sabes la historia de Morin? ¿Y tú eres de La Rochelle?

Confesé que no sabía la historia de Morin. Entonces Labarde se frotó las manos de satisfacción, y comenzó su relato.

—Tú has conocido a Morin y recuerdas su gran almacén de mercería en el muelle de La Rochelle, ¿no?

—Sí, perfectamente.

—Pues bien, en mil ochocientos sesenta y dos, o sesenta y tres, Morin fue a pasar quince días a París, un viaje de placer, o de placeres, pero con el pretexto de renovar las existencias de su comercio. Tú sabes lo que es, para un comerciante de provincias, quince días en París. Eso les enciende la sangre. Todas las noches espectáculos, roces de mujeres, una continua excitación anímica. Se vuelven locos. No ven más que bailarinas con vestidos de malla, actrices descotadas, piernas redondas, hombros soberbios, y todo esto casi al alcance de la mano, sin que se atrevan o puedan tocarlo; pues apenas si disfrutan, una o dos veces, de algunos manjares inferiores. Y se van con el corazón conmovido y el alma toda alegre, con unas ansias de besos que aún les cosquillean en los labios. Morin se hallaba en este estado cuando tomó su billete para La Rochelle en el expreso de las ocho cuarenta de la noche, y se paseaba lleno de confusos sentimientos por la gran sala de la estación de Orléans cuando se paró en seco ante una joven mujer que besaba a una anciana señora. Se había levantado el velo y Morin, maravillado, murmuró:

—¡Oh, qué mujer más guapa!


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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