Textos por orden alfabético de Guy de Maupassant | pág. 11

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autor: Guy de Maupassant


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La Noche

Guy de Maupassant


Cuento


Amo la noche con pasión. La amo, como uno ama a su país o a su amante, con un amor instintivo, profundo, invencible. La amo con todos mis sentidos, con mis ojos que la ven, con mi olfato que la respira, con mis oídos, que escuchan su silencio, con toda mi carne que las tinieblas acarician. Las alondras cantan al sol, en el aire azul, en el aire caliente, en el aire ligero de la mañana clara. El búho huye en la noche, sombra negra que atraviesa el espacio negro, y alegre, embriagado por la negra inmensidad, lanza su grito vibrante y siniestro.

El día me cansa y me aburre. Es brutal y ruidoso. Me levanto con esfuerzo, me visto con desidia y salgo con pesar, y cada paso, cada movimiento, cada gesto, cada palabra, cada pensamiento me fatiga como si levantara una enorme carga.

Pero cuando el sol desciende, una confusa alegría invade todo mi cuerpo. Me despierto, me animo. A medida que crece la sombra me siento distinto, más joven, más fuerte, más activo, más feliz. La veo espesarse, dulce sombra caída del cielo: ahoga la ciudad como una ola inaprensible e impenetrable, oculta, borra, destruye los colores, las formas; oprime las casas, los seres, los monumentos, con su tacto imperceptible.

Entonces tengo ganas de gritar de placer como las lechuzas, de correr por los tejados como los gatos, y un impetuoso deseo de amar se enciende en mis venas.

Salgo, unas veces camino por los barrios ensombrecidos, y otras por los bosques cercanos a París donde oigo rondar a mis hermanas las fieras y a mis hermanos, los cazadores furtivos.

Aquello que se ama con violencia acaba siempre por matarle a uno.

Pero ¿cómo explicar lo que me ocurre? ¿Cómo hacer comprender el hecho de que pueda contarlo? No sé, ya no lo sé. Sólo sé que es. Helo aquí.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

La Pequeña Roque

Guy de Maupassant


Cuento


I

El cartero Mederic Rompel, al que todo el mundo en el pueblo llamaba familiarmente Mederi, salió a la hora de siempre de la casa de Correos de Rouy—le—Tors. Después de cruzar la pequeña población al paso largo de soldado veterano, tiró a campo traviesa por las praderas de Villaumes para alcanzar la orilla del río Brindille y llegar, siguiendo el curso de sus aguas, a la aldea de Corvelin, en la que daba comienzo su reparto de correspondencia.

Caminaba de prisa a lo largo del cauce angosto del río que, entre espumas, hervores y rezongos, corría por su lecho tapizado de hierbas, bajo una bóveda de sauces. Las peñas que entorpecían su carrera quedaban circundadas como de una collera de agua, de una especie de corbata rematada por un nudo de espuma. En algunos sitios se formaban cascadas de un pie de altura, invisibles a veces, que levantaban un ruido sordo y suave por debajo del follaje, de las plantas trepadoras, del techo de verdura; conforme avanzaba el río, se ensanchaban sus orillas, formándose un pequeño lago apacible en el que nadaban las truchas por entre la verde cabellera que ondula en el fondo de los arroyos de corriente sosegada.

Mederic seguía su camino sin ojos para nada, sin otro pensamiento que éste: "Mi primera carta es para la casa Poivrón, y ya que llevo otra para el señor Renardet, tengo, pues, que atravesar el oquedal!"

Su blusa azul, ceñida a la cintura con una correa, cruzaba con marcha regular y rápida sobre el fondo de la verde hilera de sauces, y la gruesa vara de acebo que le servía de bastón avanzaba a su lado al mismo ritmo que sus piernas.

Pasó el Brindille por un puente, que consistía en un único tronco de árbol que llegaba de una orilla a otra sin más barandilla que una cuerda amarrada a dos pilotes clavados en ambas márgenes.


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Publicado el 14 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Puerta

Guy de Maupassant


Cuento


Ah!, exclamó Karl Massouligny, he aquí una cuestión difícil, ¡la de los maridos complacientes! Desde luego, yo he visto de todos los tipos y no sabría dar una opinión sobre uno únicamente. A menudo he intentado determinar si son en realidad ciegos, clarividentes o débiles. Yo creo que hay de estas tres categorías.

Hagamos un pase rápido sobre los ciegos. Estos en absoluto son serviciales puesto que no saben, de lo infelices que son, que no ven nunca más lejos de sus narices. Por otra parte, una cosa curiosa e interesante a apuntar, es la facilidad de los hombres e incluso de las mujeres, de todas las mujeres, para dejarse engañar.

Nos sorprenden con las más pequeñas astucias todos los que nos rodean, nuestros niños, nuestros amigos, nuestros criados, nuestros proveedores. La humanidad es crédula y nosotros no gastamos en sospechar, adivinar y desbaratar las destrezas de los otros, ni la décima parte de la sutileza que utilizamos cuando queremos, cuando nos toca engañar a alguien.

Los maridos clarividentes pertenecen a tres razas. Los que tienen interés, un interés económico, ambición, o bien los que su mujer tiene un amante o amantes. Los que quieren, poco más o menos, únicamente salvaguardar las apariencias, y están satisfechos de ello. Los que rabian. Se haría una hermosa novela sobre ellos. En fin, ¡los débiles! los que tienen miedo del escándalo.

Hay también los impotentes, o más bien los fatigados, que huyen del lecho conyugal por temor a un síncope o a una apoplejía y que se resignan con ver a un amigo correr riesgos.

En cuanto a mi, he conocido un marido de una especie bastante rara y que se ha defendido de todo esto de una forma espiritual y rara.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

La Señora Baptiste

Guy de Maupassant


Cuento


Cuando entré en la sala de espera de la estación de Loubain, mi primera mirada fue para el reloj. Tenía que esperar el expreso para París dos horas y diez minutos. Me sentía cansado como si hubiera recorrido diez leguas a pie; miré a mi alrededor como para descubrir en las paredes alguna forma de matar el tiempo; luego volví a salir y me senté delante de la puerta de la estación con el espíritu preocupado por el deseo de inventar algo que hacer. La calle, una especie de bulevar plantado de flacas acacias, entre dos filas de casas desiguales y diferentes, casas de ciudad pequeña, subía hacia una especie de colina; y al final se veían árboles como si terminara en un parque. De vez en cuando un gato cruzaba, saltando los arroyos de manera delicada. Un perro pequeño apresurado olfateaba el pie de todos los árboles, buscando restos de comida. No veía a ninguna persona.

Un melancólico desaliento me invadió. ¿Qué hacer? ¿Qué hacer? Ya estaba pensando en la interminable e inevitable sesión en el pequeño café del ferrocarril, ante una caña imbebible, y el ilegible periódico del lugar, cuando divisé un cortejo fúnebre que salía de una calle lateral para tomar aquélla en la que yo me encontraba. Pero pronto mi atención aumentó. El muerto solamente iba acompañado de ocho hombres, uno de los cuales lloraba. Los otros charlaban amigablemente. No lo acompañaba ningún sacerdote. Pensé: «Es un entierro civil»; luego consideré que una ciudad como Loubain debía contener al menos un centenar de librepensadores que habrían considerado como un deber manifestarse y asistir. Entonces ¿qué? La marcha rápida del cortejo decía bien a las claras, no obstante, que se enterraba a ese difunto sin ceremonia, y por consiguiente, sin religión.


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6 págs. / 11 minutos / 64 visitas.

Publicado el 14 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Señora Hermet

Guy de Maupassant


Cuento


Los locos me atraen. Esas personas viven en un país misterioso de sueños extraños, en la nube impenetrable de la demencia en la que todo lo que han visto sobre la tierra, todo lo que han amado, todo lo que han hecho vuelve a empezar para ellos en una existencia imaginada fuera de todas las leyes que gobiernan y rigen el pensamiento humano.

Para ellos ya no existe lo imposible, lo inverosímil desaparece, lo fantástico se hace constante y lo sobrenatural habitual. Esa vieja barrera, la lógica; esa vieja muralla, la razón; esa vieja rampa de las ideas, el sentido común; se rompen, se derrumban, se vienen abajo ante su imaginación dejada en libertad, escapada en el país ilimitado de la fantasía, que va dando saltos fabulosos sin que nada la detenga. Para ellos todo ocurre y todo puede ocurrir. No hacen esfuerzos por vencer los acontecimientos, para domar las resistencias o derribar los obstáculos. ¡Basta un capricho de su voluntad ilusoria para que sean príncipes, emperadores o dioses, para que posean todas las riquezas del mundo, todas las cosas sabrosas de la vida, para que gocen de todos los placeres, para que sean siempre fuertes, siempre bellos, siempre jóvenes, siempre amados! Ellos son los únicos que pueden ser felices sobre la tierra, pues para ellos la Realidad ya no existe. Me gusta inclinarme sobre su espíritu vagabundo como se inclina uno sobre un abismo en cuyo fondo borbotea un torrente desconocido, que viene no de sabe de dónde y va no se sabe adónde.


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Publicado el 14 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Señorita Perla

Guy de Maupassant


Cuento


I

Que extraordinaria idea había tenido, realmente, esa noche, de elegir por reina a la Señorita Perla. Voy todos los años a celebrar Noche de Reyes a la casa de mi viejo amigo Chantal. Mi padre que era su camarada más íntimo me llevaba allá cuando yo era un niño. He continuado y continuaré sin duda mientras yo viva y en tanto exista un Chantal en este mundo.

Los Chantal, por lo demás, llevan una existencia peculiar; viven en París como si vivieran en Grasse, Evetot, o Pont-un-Mousson.

Son dueños de una casa con jardín junto al observatorio. Viven allí como si estuvieran en provincia. De París, del verdadero París, no saben nada, no sospechan nada; ¡ellos están lejos, muy lejos!. De vez en cuando, sin embargo, hacen un viaje, un largo viaje. La señora Chantal va a las grandes provisiones, como se dice en familia. He aquí como se hace el gran aprovisionamiento.

La señorita Perla que tiene las llaves del armario de la cocina (porque los armarios de la ropa blanca son administrados por la propia Señora dueña de casa), verifica si el azúcar está a punto de terminarse, si las conservas se han agotado y que no queda gran cosa en el fondo de la bolsa de café.

Así en guardia contra la hambruna, la Señora Chantal pasa la inspección a lo que queda, tomando notas en una libreta. Luego que ha anotado muchos números, se entrega, en primer lugar a largos cálculos y a continuación mantiene largas discusiones con la Señorita Perla. Finalmente, sin embargo, se ponen de acuerdo y fijan la cantidad de cada cosa que se aprovisionarán para tres meses: azúcar, arroz, ciruelas, café, mermeladas, latas de arvejitas, de porotos, de mariscos, de pescado ahumado o salado, etc.

Después de lo cuál se fija el día de compras, van en un coche, un coche de dos pisos, a una gran tienda de comestibles al otro lado del río en los barrios nuevos.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

La Tía Sauvage

Guy de Maupassant


Cuento


I

Quince años habían pasado desde mi última visita a Virelogne. Esta vez fui durante el otoño, para cazar, y me hospedé en el palacio de mi amigo Serval, que los prusianos echaron abajo y que él acababa de reconstruir.

Me gustaba extraordinariamente aquel lugar. Existen en el mundo rincones encantadores que proporcionan una delicia sensual a nuestros ojos. Los queremos con amor carnal. Cuantos sentimos la seducción del campo conservamos un recuerdo emocionado de tal o cual fuente, de este o el otro bosque, de algunas lagunas, de colinas determinadas, que hemos tenido ocasión de ver muchas veces y que siempre nos han enternecido, como un acontecimiento feliz. En ocasiones vuela nuestro pensamiento hacia un trozo de bosque, un ribazo o un vergel salpicado de flores, que hemos visto una sola vez en un día gozoso y que se grabaron en nuestro corazón como ciertas figuras de mujeres ataviadas de vestidos claros y trasparentes, con las que nos cruzamos en la calle una mañana de primavera y que nos dejan en el alma y en la carne un anhelo insatisfecho e inolvidable, la sensación de que la dicha se ha rozado con nosotros.

Me gustaba todo el campo de Virelogne, sembrado de bosquecillos y surcado por arroyuelos que parecen venas que corren por el suelo llevando la sangre a la tierra. ¡Qué cangrejos, truchas y anguilas se pescaban en ellos! Era una suprema felicidad. Había sitios con profundidad para poder bañarme, y en las orillas de las minúsculas corrientes crecían altas hierbas de las que solían levantarse algunas becadas.

Iba yo caminando con la soltura de una cabra, observando a mis dos perros que avanzaban en descubierta delante de mí. Serval iba por mi derecha, a cien metros de distancia, ojeando un alfalfar. Al dar vuelta a los arbustos que sirven de límite al bosque de Saudres, distinguí una casucha campesina en ruinas.


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Publicado el 14 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Tos

Guy de Maupassant


Cuento


Para Armand Silvestre
Mi querido colega y amigo


Tengo una pequeña historia para usted, un cuentecillo anodino. Espero que le guste si es que llego a contarlo bien, tan bien como la persona que me lo contó.

La tarea no es fácil en absoluto, ya que mi amiga es una mujer de espíritu imperecedero y de expresión libre. Yo nunca he tenido los mismos recursos. No puedo, como ella, dar este loco júbilo a las cosas que cuento; y, reducido a la necesidad de no utilizar palabras demasiado especiales, me declaro incapaz de encontrar, como usted, los delicados sinónimos.

Mi amiga, que es además una mujer de teatro de gran talento, no me ha autorizado a hacer pública su historia.

Así que me veo obligado a reservar sus derechos de autor por si ella quisiera, un día u otro, escribir esta aventura ella misma. Lo haría mejor que yo, no lo dudo. Siendo mejor conocedora del tema, encontraría además mil detalles divertidos que yo no puedo inventar.

Pero vea usted en qué aprieto me encuentro. Necesitaría, desde la primera palabra, encontrar un vocablo similar, y querría que fuese genial. La tos no es mi problema. Para entendernos, necesito un comentario o una perífrasis del estilo del abad Delille:

—La tos de que se trata jamás procede de la garganta.

Dormía mi amiga al lado de un hombre amado. Era de noche, claro.

A este hombre ella lo conocía poco, o más bien desde hacía poco. Estas cosas ocurren a veces, principalmente en el mundo del teatro. Dejemos que se asombren los burgueses. En cuanto a dormir al lado de un hombre poco importa que se le conozca poco o mucho, esto casi no modifica la manera de actuar en la intimidad del lecho. Si yo fuera mujer creo que preferiría los amigos nuevos. Deben de ser, en todos los aspectos, más amables que los asiduos.


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Publicado el 14 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Las Caricias

Guy de Maupassant


Cuento


No, amigo mío, no piense usted más en ello. Lo que me pide es una cosa que me subleva y me repugna. Diríase que Dios..., porque yo creo en Dios..., se propuso estropear cuanto había hecho de bueno, agregándole algo que fuese horrible. Nos hizo el don del amor, que es la cosa más agradable que existe en el mundo; pero, pareciéndole demasiado hermoso y demasiado puro para nosotros, inventó los sentidos, esa cosa innoble, sucia, indignante, brutal: los sentidos; disponiéndolos de tal manera que pareciesen una burla, entremezclándolos con las inmundicias del cuerpo, para que no podamos pensar en ellos sin sonrojamos, ni hablar de ellos sino en voz baja. La horrible función de los sentidos está toda ella envuelta en vergüenza. Se esconde, subleva el alma, lastima los ojos y, desterrada por la moral, perseguida por la ley, no se realiza sino en la oscuridad, como si fuese un crimen.

¡No me hable usted jamás de cosa semejante, jamás!...

Ignoro si lo amo a usted, pero sí sé que me agrada estar a su lado, que su mirada es para mí una dulzura y que el timbre de la voz de usted me acaricia el corazón. Desde el instante mismo en que consiguiese usted de mi debilidad lo que desea, me resultaría usted odioso. Se quebraría el lazo delicado que hoy nos une a los dos. Se abriría entre nosotros un abismo de infamias.

Sigamos siendo lo que somos. Y... ámeme usted, si ése es su gusto; yo se lo permito.

Su amiga,

Genoveva.

¿Me permite usted, señora, que yo, a mi vez, le hable brutalmente, sin miramientos galantes, lo mismo que hablaría a un amigo que me declarase su propósito de pronunciar los votos perpetuos?

Yo no sé tampoco si estoy enamorado de usted. Únicamente lo sabría después de esa cosa que de tal modo la subleva. ¿Ha olvidado usted los versos de Musset?


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Las Joyas

Guy de Maupassant


Cuento


El señor Lantín la conoció en una reunión que hubo en casa del subjefe de su oficina, y el amor lo envolvió como una red.

Era hija de un recaudador de contribuciones de provincia muerto años atrás, y había ido a París con su madre, la cual frecuentaba a algunas familias burguesas de su barrio, con la esperanza de casarla.

Dos mujeres pobres y honradas, amables y tranquilas. La muchacha parecía ser el modelo de la mujer honesta, como la soñaría un joven prudente para confiarle su porvenir. Su hermosura plácida ofrecía un encanto angelical de pudor, y la imperceptible sonrisa, que no se borraba de sus labios, parecía un reflejo de su alma.

Todo el mundo cantaba sus alabanzas; cuantos la conocieron repetían sin cesar: "Dichoso el que se la lleve; no podría encontrar cosa mejor".

Lantín, entonces oficial primero de negociado en el Ministerio del Interior, con tres mil quinientos francos anuales de sueldo, la pidió por esposa y se casó con ella.

Fue verdaderamente feliz. Su mujer administraba la casa con tan prudente economía, que aparentaba vivir hasta con lujo. Le prodigó a su marido todo género de atenciones, delicadezas y mimos: era tan grande su encanto, que a los seis años de haberla conocido, él la quería más aún que al principio.

Solamente le desagradaba que se aficionase con exceso al teatro y a las joyas falsas.

Sus amigas, algunas mujeres de modestos empleados, le regalaban con frecuencia localidades para ver obras aplaudidas y hasta para algún estreno; y ella compartía esas diversiones con su marido, al cual fatigaban horriblemente, después de un día de trabajo. Por fin, para librarse de trasnochar, le rogó que fuera con alguna señora conocida, que pudiese acompañarla cuando acabase la función. Ella tardó mucho en ceder, juzgando inconveniente la proposición de su marido; pero, al fin, se decidió a complacerlo, y él se alegró muchísimo.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

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