Textos más vistos de Guy de Maupassant publicados por Edu Robsy | pág. 15

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autor: Guy de Maupassant editor: Edu Robsy


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Los Zuecos

Guy de Maupassant


Cuento


El anciano cura lanzaba atropelladamente los últimos párrafos de su sermón por encima de los gorros blancos de las campesinas y de los cabellos de los campesinos, enmarañados unos, acicalados otros. Las granjeras, que habían acudido de muy lejos para oír misa, tenían junto a ellas, en el suelo, sus grandes canastos; el calor pegajoso de un día de julio desprendía de todos aquellos cuerpos olor a establo, husmillo de ganado. Llegaban por la gran puerta entreabierta el quiquiriquí de los gallos y los mugidos de las vacas tumbadas en un campo cercano.

De cuando en cuando se metía violentamente por el pórtico una oleada de aire impregnado de aromas silvestres, jugueteaba al paso con los cintajos de las cabezas y llegaba así hasta los cirios del altar, haciendo estremecer sus llamitas amarillentas.

—Como Dios manda... ¡Y que así sea! —dijo el sacerdote, y se calló.

Abrió después un libro y empezó el capítulo de los pequeños asuntos íntimos de la comunidad, sobre los cuales solía aconsejar a sus ovejas. Era un anciano de cabellos blancos, que llevaba cuarenta años administrando la parroquia y que se servía de la plática dominical para comunicarse con llaneza con todos sus feligreses.

Dijo, entre otras cosas:

—Recomiendo a sus oraciones a Desiderio Vallin, que está muy enfermo, y también a la Paumelle, que siempre tarda mucho en reponerse de sus partos.

Quería acordarse de más cosas; repasaba trozos de papel que tenía entre las hojas de su breviario. Halló al fin los dos que buscaba, y prosiguió:

—Hay que impedir que los mozos y las mozas se cuelen de noche en el cementerio. De lo contrario, daré aviso al guardia rural. El señor César Omont desea una chica formal para criada.

Se quedó todavía pensativo unos momentos y agregó:


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Mademoiselle Fifí

Guy de Maupassant


Cuento


El teniente coronel, comandante prusiano, conde de Farlsberg, acababa de leer su correo, arrellanado en un amplio sillón de tapiz y sus botas sobre el refinado mármol de la chimenea, donde sus espuelas, después de tres meses que tomaron el castillo de Uville, habían trazado dos surcos profundos, horadando un poco más cada día.

Una taza de café humeante sobre una mesita de marquetería manchado por los licores, quemado por los cigarros, rayado por el cortaplumas del oficial conquistador que, algunas veces, después de afilar un lápiz, trazaba sobre el mueble delicado unos signos o unos dibujos, según la fantasía de sus sueños irreflexivos.

Cuando terminó sus cartas y hojeó los periódicos alemanes que su cartero le había traído, se levantó, y, luego de tirar al fuego tres o cuatro enormes leños verdes, ya que estos señores arrasaban poco a poco el parque para calefaccionarse, se acercó a la ventana.

La lluvia caía en oleadas, una lluvia normanda que se diría que era lanzada por una mano furiosa, una lluvia al sesgo, espesa como una cortina, formando una suerte de muro de rayas oblicuas, una lluvia punzante, mojadora, ahogándolo todo, una verdadera lluvia de los alrededores de Rouen, esa bacinica de Francia.

El oficial miró largo tiempo el césped inundado, y, al fondo, el Andelle crecido que desbordaba; y tamborileaba contra el vidrio un vals del Rhin, cuando un ruido le hizo volverse; era su segundo, el barón de Kelweingstein, que tenía el grado equivalente de capitán.

El comandante era un gigante, de anchas espaldas, guarnecido de una larga barba en abanico formando un mantel sobre su pecho; y todo su continente solemne evocaba la idea de un pavo militar, un pavo que tuviera su cola desplegada en su mentón. Tenía ojos azules, fríos y gentiles, una mejilla cortada por un golpe de sable en la guerra de Austria; se decía que era un buen hombre y un valiente oficial.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Magnetismo

Guy de Maupassant


Cuento


Era al final de una cena de hombres, a la hora de los interminables cigarros y de las incesantes copitas, en medio del humo y el cálido torpor de las digestiones, en el ligero trastorno de las cabezas tras tanta comida y licores absorbidos y mezclados.

Se habló de magnetismo, de los espectáculos de Donato y de las experiencias del doctor Charcot. De pronto, aquellos hombres escépticos, amables, indiferentes a toda religión, se pusieron a contar hechos extraños, historias increíbles pero reales, afirmaban, cayendo bruscamente en creencias supersticiosas, aferrándose a ese último resto de lo maravilloso, convertidos en devotos de ese misterio del magnetismo, defendiéndolo en nombre de la ciencia.

Sólo uno sonreía, un muchacho vigoroso, gran perseguidor de muchachas y cazador de Mujeres, cuya incredulidad hacia todo estaba tan fuertemente anclada en él que no admitía ni la más mínima discusión.

No dejaba de repetir, riendo burlonamente:

—¡Tonterías! ¡Tonterías! ¡Tonterías! No discutiremos de Donato, que es simplemente un hábil prestidigitador lleno de trucos. En cuanto al señor Charcot, del que se dice que es un notable sabio, me da la impresión de estos cuentistas tipo Edgar Poe, que terminan volviéndose locos a fuerza de reflexionar sobre extraños casos de locura. Ha constatado fenómenos nerviosos inexplicados y aún inexplicables, avanza por ese mundo desconocido que explora cada día, e incapaz de comprender lo que ve, recuerda quizá demasiado las explicaciones eclesiásticas de los misterios. Querría oír hablar de otras cosas completamente distintas de lo que todos ustedes repiten.

Hubo alrededor del incrédulo una especie de movimiento de piedad, como si hubiera blasfemado en medio de una reunión de monjes.

Uno de los reunidos exclamó:

— Sin embargo, hubo un tiempo en que se produjeron milagros.

Pero el otro respondió:


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Minué

Guy de Maupassant


Cuento


—Las grandes desgracias no me impresionan. He visto muy de cerca la guerra y he pasado sin emocionarme por encima de montones de cadáveres —decía Juan Bridelle, un solterón con cara de escéptico—. Las tremendas atrocidades de la naturaleza y de la humanidad pueden arrancarnos gritos de indignación o de espanto, pero no alcanzan a darnos esa punzada en el corazón, ese escalofrío que nos corre por la espina dorsal cuando vemos ciertas escenas pequeñas y tristes.

Para una madre, perder un hijo es la cosa más penosa que le puede ocurrir, como es, para cualquier hombre, la pérdida de su madre. Son desgracias crueles, terribles, que trastornan y desgarran; pero de la misma manera que se cicatrizan las heridas profundas y sangrientas, se cura también el alma que ha sufrido tales catástrofes. Sin embargo, ciertos hechos pequeños, ciertas realidades apenas advertidas, apenas adivinadas, ciertos pesares secretos, ciertas perfidias del destino que remueven en nuestro interior todo un mundo de dolorosos pensamientos, que nos entreabren la puerta misteriosa de los sufrimientos morales, complicados e incurables, tanto más profundos cuanto menos benignos, tanto más vivos cuanto más fugaces, tanto más persistentes cuanto menos espontáneos, nos dejan en el alma un reguero de tristeza, un regusto de amargura, un sensación de desencanto de la cual nos cuesta mucho desprendernos.

En este momento recuerdo dos o tres hechos en los que quizás otros no habrían reparado, pero que se metieron en mí como punzadas hondas e incurables.

Les parecerá a ustedes incomprensibles la emoción que me han dejado esas fugaces impresiones. Voy a relatarles solamente una, que data de antiguo, pero que sigue tan palpitante como si fuese de ayer. Es posible que el enternecimiento que me produce sea obra por completo de mi imaginación.

Hoy tengo cincuenta años. Entonces era un muchacho estudiante de derecho.


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Miseria Humana

Guy de Maupassant


Cuento


Jean d´Espars se animaba:

—Déjenme en paz con vuestra felicidad de zotes, vuestra dicha de imbéciles que satisface una simpleza cada vez más vulgar, un vaso de viejo vino o el roce de una hembra. Yo os digo, yo, que la miseria humana me destroza, que la veo por todas partes, con ojos agudos, que la encuentro donde ustedes no perciben nada, ustedes, que van por la calle con el pensamiento en la fiesta de esta tarde o en la fiesta de mañana. Miren, el otro día, avenida de la Ópera, en el medio de un público bullicioso y jovial que el sol de mayo embriagaba, vi pasar de repente a un ser, un ser innombrable, una vieja curvada en dos, vestida de andrajos que fueron vestidos, cubierta con un sombrero de paja negro, completamente despojada de sus viejos ornamentos, cintas y flores desaparecidas desde tiempos indefinidos. Y ella iba arrastrando sus pies tan penosamente, que yo sentía en el corazón, tanto como ella misma, más que ella misma, el dolor de todos sus pasos. Dos bastones la sostenían. ¡Ella pasaba sin ver a nadie, indiferente a todo, al ruido, a la gente, a los coches, al sol! ¿ A dónde iba?¿Hacia qué cuchitril? ¿Llevaba algo envuelto en un papel, que colgaba del extremo de una cuerda? ¿Qué?¿ Pan? Si, sin duda. Nadie, ningún vecino habiendo o querido hacer por ella este recorrido, ella había emprendido, ella, este viaje horrible, de su buhardilla al panadero. Dos horas de camino, al menos, para ir y venir. ¡Y que camino doloroso!¡un calvario más terrible que el de Cristo!

Levanté los ojos hacia los techos de las casas inmensas. ¡Ella iba allá arriba! ¿Cuándo llegaría allí?¿Cuántos descansos jadeantes sobre los peldaños, a lo largo de la pequeña escalera negra y tortuosa?


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Mohamed el Golfo

Guy de Maupassant


Cuento


—Tomamos café en el techo? —preguntó el capitán.

Yo respondí:

—Sí, claro.

Se levantó. La sala, iluminada solamente por el patio interior, a la moda de las casas moras, estaba ya oscura. Ante las altas ventanas ojivales caían unos bejucos desde la gran terraza donde se pasaban las veladas calurosas del estío. Sobre la mesa sólo quedaban ya frutas, enormes frutas africanas, uvas grandes como ciruelas, blandos higos de pulpa violeta, peras amarillas, plátanos alargados y gruesos, y dátiles de Tugurt en una cesta de esparto.

El morazo que nos servía abrió la puerta y yo subí por la escalera de paredes de azur que recibía de arriba la suave luz del sol poniente.

Pronto lancé un profundo suspiro de felicidad al llegar a la terraza. Dominaba Argel, el puerto, la rada y las costas lejanas.

La casa comprada por el capitán era una antigua mansión árabe, situada en el centro de la ciudad vieja, en medio de esas callejas laberínticas donde hormiguea la extraña población de las costas de África.

Por encima de nosotros, los techos planos y cuadrados descendían como escaleras gigantes hasta los tejados oblicuos de la ciudad europea. Detrás de éstos se divisaban los mástiles de los barcos anclados, y luego el mar, el ancho mar, azul y plácido bajo el cielo plácido y azul.

Nos tumbamos en unas esterillas, con la cabeza apoyada en cojines, y mientras bebía lentamente el sabroso café de allá, yo miraba aparecer las primeras estrellas en el oscuro azur. No se veían muy bien, tan lejos, tan pálidas, apenas encendidas aún.

Un calor ligero, un calor alado nos acariciaba la piel. Y a veces soplos más cálidos, pesados, que traían un vago aroma, el aroma de África, parecían el aliento próximo del desierto, llegado por encima de las cumbres del Atlas. El capitán, recostado, pronunció:


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Mongilet

Guy de Maupassant


Cuento


En la oficina, Mongilet pasaba por ser un tipo especial. Era un empleado antiguo, buena persona, que no había salido de París nada más que una vez en su vida. Estábamos entonces en los últimos días del mes de julio, y cada uno de nosotros, los domingos, iba a solazarse en la hierba o a mojarse en el agua, en la campiña de los alrededores. Asnières, Argenteuil, Chatou, Bougival, Maisons, Poissy, tenían todos sus habituales y sus fanáticos. Se discutían con pasión los méritos y ventajas de todos aquellos lugares célebres y deliciosos para los empleados de París. Mongilet declaraba: «¡Atajo de borregos de Panurge! ¡Sí que es bonito el campo de ustedes!». Y nosotros le preguntábamos: «Y usted, Mongilet, ¿usted no sale a pasear jamás?

—Perdón. Yo, yo me paseo en ómnibus. Cuando termino de desayunar a gusto, sin apresurarme, en la cafetería que hay por debajo de casa, preparo mi itinerario con un plano de París y la guía de líneas y combinaciones. Luego, me encaramo a mi imperial, abro mi sombrilla, y ¡adelante, cochero! ¡Oh! veo cosas, ¡y muchas más que ustedes! Cambio de barrio. Es como si hiciera un viaje a través del mundo, hasta tal punto es diferente la gente de una calle a otra. Y conozco París mejor que nadie. No hay nada más divertido que los entresuelos. Lo que se ve en ellos, sólo en una ojeada, es inimaginable. Se adivinan las escenas de pareja sólo con ver la cara de un hombre que grita; uno se divierte al pasar por delante de un barbero que abandona la nariz de un señor completamente embadurnado de jabón para ir a mirar a la calle. Se le echan miraditas a las modistas, de ojo a ojo, sólo de broma, pues no da tiempo a bajarse. ¡Ah! ¡cuántas cosas pueden verse! Es teatro, y del bueno, del verdadero, el teatro de la naturaleza, visto al trote de dos caballos. ¡Caramba!, no cambiaría mis paseos en ómnibus por sus insulsos paseos por los bosques.


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Mont Oriol

Guy de Maupassant


Novela


Primera parte

I

Los primeros bañistas, los madrugadores que ya habían salido del agua, se paseaban despacio, de dos en dos o solos, bajo los altos árboles, a lo largo del arroyo que baja de la hoz de Enval.

Otros llegaban desde el pueblo y entraban en el balneario como si llevaran prisa. Era éste un edificio grande cuya planta baja se reservaba para el tratamiento termal, mientras que el primer piso se usaba como casino, café y sala de billar.

Desde que el doctor Bonnefille había descubierto en los confines de Enval el copioso manantial al que había dado el nombre de manantial Bonnefille, algunos terratenientes de la zona y su entorno, tímidos especuladores, se habían decidido a edificar en el corazón de aquel espléndido valle de Auvernia, agreste pero alegre, poblado de nogales y gigantescos castaños, una espaciosa construcción con varios usos, que lo mismo valía para curar que para divertir, donde se vendían, abajo, agua mineral, duchas y baños, arriba, cerveza, licores y música.

Habían cercado en parte el barranco siguiendo el curso del arroyo para crear el parque indispensable en toda ciudad termal, y, en él, habían trazado tres paseos, uno casi recto y dos festoneados. Al final del primero habían hecho brotar un manantial artificial, desviado del manantial principal, que manaba entre espumas en una amplia cubeta de cemento cubierta por un tejado de paja, bajo la custodia de una mujer impasible a la que todo el mundo llamaba campechanamente Marie. Aquella sosegada auvernesa, tocada con un gorrito siempre blanquísimo y envuelta casi por completo en un gran delantal muy limpio que le ocultaba el uniforme, se ponía calmosamente de pie en cuanto divisaba por el sendero a un bañista que se le acercaba. Tras ver de quién se trataba, escogía el correspondiente vaso en un armario portátil y acristalado, luego lo llenaba despacio con un cacillo de zinc con mango de madera.


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Publicado el 13 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

¡Mozo, un Bock!

Guy de Maupassant


Cuento


¿Por qué se me ocurrió entrar aquella noche en la cervecería? Lo ignoro. Hacía frío. Una llovizna, remolinos de polvillo de agua envolvían los faroles de gas como una neblina transparente y brillaban en las aceras, cruzadas por las luces de los escaparates que iluminaban el barro líquido del suelo y los pies sucios de los transeúntes.

No llevaba ningún rumbo. Estiraba las piernas, después de cenar. Atravesé por delante del Crédit Lyonnais, crucé la calle Vivienne y otras más. Vi de pronto una gran cervecería que estaba medio llena de gente y, sin motivo especial, entré en ella. No tenía sed.

Eché una ojeada, buscando sitio en que no estuviese excesivamente apretado, y me fui a sentar al lado de un hombre que me pareció de edad y que fumaba en una pipa de barro de las de perra gorda, negra como el carbón. Seis u ocho platillos de cristal, apilados delante de él en la mesa, indicaban el número de bocks que llevaba consumidos. No me fijé en su persona. Comprendí, al primer golpe de vista, que se trataba de un bebedor de cerveza, de uno de esos parroquianos de cervecería que llegan por la mañana, cuando se abre el establecimiento, y se marchan por la noche, cuando se cierra. Era desaseado, tenía calvo el centro del cráneo, pero una cabellera entrecana, grasienta, le caía por detrás sobre el cuello de la levita. La ropa le venía ancha, como si se la hubiese hecho cuando tenía el vientre abultado. Se adivinaba que el pantalón se le caería al andar y que no podría dar diez pasos sin levantárselo de la cintura, porque le venía muy holgado. ¿Llevaría chaleco? Me asusté sólo con pensar en sus botines y en lo que contendrían. Llevaba los puños deshilachados y tan negros en los bordes como las uñas.

—¿Cómo estás? —me dijo con toda naturalidad aquel individuo, no bien me senté a su lado.

Me volví bruscamente y lo miré con atención a la cara. Y él siguió preguntando:

—Pero ¿no me conoces?


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Nuestro Corazón

Guy de Maupassant


Novela


Primera parte

Capítulo I

Un día, Massival, el músico, el célebre autor de Rébecca, ese mismo autor al que llevaban ya quince años llamando «el joven e ilustre maestro», dijo a su amigo André Mariolle:

—¿Por qué no has intentado nunca que te presentasen a Michèle de Burne? Te aseguro que es una de las mujeres más interesantes del nuevo París.

—Pues porque no me siento yo nada hecho para ese ambiente en que ella se mueve.

—Te equivocas, querido amigo. Tiene una tertulia muy actual, muy animada y muy artista. En su salón se interpreta una música excelente y se charla tan a gusto como en los mejores corrillos del siglo pasado. Te tendrían en mucho, primero porque tocas el violín a la perfección; luego porque se habla muy bien de ti en esa casa; y, finalmente, porque tienes fama de no ser un hombre corriente y de no prodigar tu presencia.

Halagado, pero resistiéndose aún y dando por hecho, además, que a tan apremiante solicitud no era ajena la joven señora de Burne, Mariolle soltó un: «¡Bah! No tengo mayor interés» en el que el desdén deliberado se mezclaba con un asentimiento que ya era un hecho.

Massival siguió diciendo:

—¿Quieres que te presente yo allí un día de éstos? Si es que, además, ya la conoces por lo que te contamos todos nosotros, que somos íntimos suyos y hablamos de ella muchas veces. Es una mujer pero que muy guapa, de veintiocho años, de lo más inteligente, y que no se quiere volver a casar porque en su primer matrimonio fue muy desgraciada. Ha convertido su casa en un lugar de encuentro para hombres de trato agradable. No hay demasiados caballeros de cenáculos o de buena sociedad. Sólo los imprescindibles para crear ambiente… Estará encantada de que te lleve por allí y de conocerte.

Mariolle, vencido, contestó:

—¡Está bien! Un día de éstos.


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Publicado el 13 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

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