Textos favoritos de Guy de Maupassant publicados por Edu Robsy no disponibles | pág. 17

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Mont Oriol

Guy de Maupassant


Novela


Primera parte

I

Los primeros bañistas, los madrugadores que ya habían salido del agua, se paseaban despacio, de dos en dos o solos, bajo los altos árboles, a lo largo del arroyo que baja de la hoz de Enval.

Otros llegaban desde el pueblo y entraban en el balneario como si llevaran prisa. Era éste un edificio grande cuya planta baja se reservaba para el tratamiento termal, mientras que el primer piso se usaba como casino, café y sala de billar.

Desde que el doctor Bonnefille había descubierto en los confines de Enval el copioso manantial al que había dado el nombre de manantial Bonnefille, algunos terratenientes de la zona y su entorno, tímidos especuladores, se habían decidido a edificar en el corazón de aquel espléndido valle de Auvernia, agreste pero alegre, poblado de nogales y gigantescos castaños, una espaciosa construcción con varios usos, que lo mismo valía para curar que para divertir, donde se vendían, abajo, agua mineral, duchas y baños, arriba, cerveza, licores y música.

Habían cercado en parte el barranco siguiendo el curso del arroyo para crear el parque indispensable en toda ciudad termal, y, en él, habían trazado tres paseos, uno casi recto y dos festoneados. Al final del primero habían hecho brotar un manantial artificial, desviado del manantial principal, que manaba entre espumas en una amplia cubeta de cemento cubierta por un tejado de paja, bajo la custodia de una mujer impasible a la que todo el mundo llamaba campechanamente Marie. Aquella sosegada auvernesa, tocada con un gorrito siempre blanquísimo y envuelta casi por completo en un gran delantal muy limpio que le ocultaba el uniforme, se ponía calmosamente de pie en cuanto divisaba por el sendero a un bañista que se le acercaba. Tras ver de quién se trataba, escogía el correspondiente vaso en un armario portátil y acristalado, luego lo llenaba despacio con un cacillo de zinc con mango de madera.


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268 págs. / 7 horas, 49 minutos / 56 visitas.

Publicado el 13 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

Nuestro Corazón

Guy de Maupassant


Novela


Primera parte

Capítulo I

Un día, Massival, el músico, el célebre autor de Rébecca, ese mismo autor al que llevaban ya quince años llamando «el joven e ilustre maestro», dijo a su amigo André Mariolle:

—¿Por qué no has intentado nunca que te presentasen a Michèle de Burne? Te aseguro que es una de las mujeres más interesantes del nuevo París.

—Pues porque no me siento yo nada hecho para ese ambiente en que ella se mueve.

—Te equivocas, querido amigo. Tiene una tertulia muy actual, muy animada y muy artista. En su salón se interpreta una música excelente y se charla tan a gusto como en los mejores corrillos del siglo pasado. Te tendrían en mucho, primero porque tocas el violín a la perfección; luego porque se habla muy bien de ti en esa casa; y, finalmente, porque tienes fama de no ser un hombre corriente y de no prodigar tu presencia.

Halagado, pero resistiéndose aún y dando por hecho, además, que a tan apremiante solicitud no era ajena la joven señora de Burne, Mariolle soltó un: «¡Bah! No tengo mayor interés» en el que el desdén deliberado se mezclaba con un asentimiento que ya era un hecho.

Massival siguió diciendo:

—¿Quieres que te presente yo allí un día de éstos? Si es que, además, ya la conoces por lo que te contamos todos nosotros, que somos íntimos suyos y hablamos de ella muchas veces. Es una mujer pero que muy guapa, de veintiocho años, de lo más inteligente, y que no se quiere volver a casar porque en su primer matrimonio fue muy desgraciada. Ha convertido su casa en un lugar de encuentro para hombres de trato agradable. No hay demasiados caballeros de cenáculos o de buena sociedad. Sólo los imprescindibles para crear ambiente… Estará encantada de que te lleve por allí y de conocerte.

Mariolle, vencido, contestó:

—¡Está bien! Un día de éstos.


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191 págs. / 5 horas, 35 minutos / 161 visitas.

Publicado el 13 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

El Bicho de Belhomme

Guy de Maupassant


Cuento


La diligencia de El Havre se disponía a salir de Criquetot, y en el patio del hotel del Comercio, cuyo propietario era Malandain hijo, todos los viajeros esperaban a que los llamasen por su nombre.

Era un carruaje amarillo, montado sobre ruedas amarillas también en otros tiempos, pero que el barro acumulado había teñido de gris; y si las de delante eran pequeñas, las de detrás eran altas y frágiles y sostenían, grotesco y abultado, algo que parecía el vientre de una bestia deforme. Tres pencos blancos, que a primera vista llamaban la atención por sus enormes cabezas y sus redondas rodillas, arrastraban la diligencia que, por su estructura, semejaba un monstruo. Y los caballos, enganchados al extraño vehículo, parecía que dormían.

Cesáreo Horlaville, el cochero, era un hombrecillo ventrudo y sin embargo flexible y ágil, a causa de la constante obligación de encaramarse al pescante y escalar el imperial; tenía la piel curtida por el aire de los campos, las lluvias y las borrascas; rojizo el rostro por el uso y tal vez el abuso del alcohol, brillantes los ojos que parpadeaban al viento y al granizo. Cuando apareció en el patio de la posada se secaba los labios con el reverso de la mano.

Grandes cestos redondos llenos de aves asustadas esperaban ante las inmóviles campesinas, y Cesáreo Horlaville, cogiéndolos uno a uno, los colocó en la parte alta de su carruaje; en seguida, y con más cuidado, colocó los que contenían huevos, lanzando después, desde abajo, algunos saquitos de grano y una serie de paquetes envueltos con pañuelos, trapos y periódicos. Luego, abriendo la portezuela, sacó del bolsillo una lista que leyó en voz alta:

—¡Señor cura de Georgeville!

El sacerdote, hombre robusto, fuerte y de amable aspecto, avanzó; y recogiéndose la sotana como las mujeres se recogen la falda, montó en la diligencia.

—¿El maestro de Rollebose-les-Grinets?


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7 págs. / 13 minutos / 66 visitas.

Publicado el 13 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

Tonico

Guy de Maupassant


Cuento


I

A diez leguas a la redonda se conocía al tío Tonico, Tonico el gordo, Tonico-mi-triple, a Antonio Macheblé, Brulote de apodo, el tabernero de Tournevent.

Había hecho célebre a la aldea hundida en un pliegue del valle que bajaba hasta la mar, pobre aldea compuesta de diez casas normandas rodeadas de fosos y de árboles.

Y las casitas estaban allí amontonadas, ocultas casi entre hierbas y juncos, detrás de la curva que había sido causa de que a aquel lugar se le llamase Toumevent. No parecía sino que, como los pájaros, habían ido a buscar asilo, en aquel hoyo para resguardarse de las borrascas y del viento fuerte y salado que todo lo destruye y quema cual si fuese fuego.

Pero, la aldea entera parecía pertenecer en propiedad a Antonio Macheblé, por mal nombre el Brulote, al que también llamaban Tonico y Tonico-mi-triple, a consecuencia de una frase que empleaba constantemente.

—Mi triple es el primero de Francia.

Su triple era su aguardiente, claro está.

Veinte años hacía que envenenaba a la comarca con su triple, pues cada vez que le preguntaban:

—¿Y qué vamos a beber tío Tonico?

Contestaba invariablemente:

—Un brulote, sobrino; eso calienta la tripa y aclara la cabeza: para el cuerpo no hay nada mejor.

También tenía costumbre de llamar a todo el mundo sobrino, por más que jamás hubiese tenido hermanos ni hermanas casados.

Y todo el mundo conocía a Tonico el Brulote, el hombre más gordo del cantón y tal vez de todo el distrito. Su casita parecía ridículamente pequeña y estrecha para contenerle, y cuando se le veía de pie ante su puerta, donde pasaba días enteros, la gente se preguntaba cómo se las componía para entrar en ella. Y en ella entraba cada vez que se presentaba un consumidor, pues Tonico-mi-triple estaba invitado por derecho propio a tomar su copita por cuenta de cuantos entraban a beber en su casa.


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9 págs. / 16 minutos / 72 visitas.

Publicado el 13 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

El Refugio

Guy de Maupassant


Cuento


Semejante a todos los mesones de madera plantados en los Altos Alpes, al pie de los ventisqueros, en esos callejones pedregosos y desnudos que cortan los blancos picachos de las montañas, el refugio de Schwarenbach ampara a los viajeros que siguen el paso del Jemmi.

Está abierto durante seis meses y lo habita la familia de Juan Hauser; luego, en cuanto las nieves se amontonan, llenan el valle y hacen impracticable el descenso a Loëche, las mujeres, el padre y los tres hijos, se van dejando la casa al cuidado del viejo guía Gaspar Hari, que allí se queda con el joven Ulrico Kunsi, y Sam, un perrazo montañés.

Los dos hombres y el perro viven en aquella cárcel de nieve hasta que vuelve la primavera, no teniendo ante los ojos más que la inmensa y blanca pendiente de Balmhorn, con los picachos pálidos y brillantes que la rodean, y encerrados, bloqueados, enterrados en la nieve que se alza en torno suyo, y rodea, oprime, aplasta la casuca, se amontona sobre el tejado, llega hasta las ventanas y tapia la puerta.

Es el día en que la familia Hauser regresa a Loëche, pues el invierno se acerca y el descenso empieza a ser peligroso.

Primero salen tres mulas, que los tres hijos llevan de la brida, y la madre, Juana Hauser, y su hija Luisa, montan en otra. Las tres primeras llevan el equipaje.

El padre sigue en compañía de los dos guardianes que han de escoltar a la familia hasta que empiece la bajada.

Contornean primero la ya helada laguna del fondo de la hoya formada por las rocas que están frente al refugio; cruzan luego el valle, blanco como una sábana y completamente dominado por los picos nevados.

Una lluvia de sol cae sobre ese desierto blanco, resplandeciente y helado, iluminándolo con llama cegadora y fría; en ese océano de montañas la vida no aparece por ninguna parte; en la desmesurada soledad no se advierte el menor movimiento, y ningún ruido viene a turbar su profundo silencio.


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14 págs. / 24 minutos / 89 visitas.

Publicado el 13 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

Bajo el Sol

Guy de Maupassant


Viajes, Crónica


A Pol Arnault

La vida tan breve, tan larga, a veces resulta insoportable. Transcurre monótona, con la muerte al final. No es posible detenerla, ni cambiarla, ni comprenderla. Y a menudo nos subleva la indignación ante la impotencia de nuestros esfuerzos. Hagamos lo que hagamos morimos. Creamos lo que creamos, pensemos lo que pensemos, intentemos lo que intentemos, morimos. Y nos parece que vamos a morir mañana sin conocer nada aún, aunque asqueados de todo lo que ya conocemos. Entonces nos sentimos abrumados por el sentimiento de la «eterna miseria de todo», de la impotencia humana y de la monotonía de las acciones.

Nos despertamos, andamos, nos acodamos en nuestras ventanas. Enfrente unos almuerzan, como almorzaron ayer, como almorzarán mañana: el padre, la madre, cuatro niños. Hace tres años la abuela aún vivía con ellos. Ya no está. El padre ha cambiado mucho desde que somos vecinos. No se da cuenta; parece contento; parece feliz. ¡Qué imbécil!

Hablan de un matrimonio, después de un fallecimiento, después de lo tierno que está su pollo, después de que su criada no es honesta. Les inquietan mil cosas inútiles y tontas. ¡Qué imbéciles!

Ver su apartamento, en el que viven desde hace dieciocho años, me asquea y me indigna. ¡Eso es la vida! Cuatro paredes, dos puertas, una ventana, una cama, sillas, una mesa, eso es todo. ¡Una cárcel, una cárcel! Cualquier lugar donde habitamos mucho tiempo se convierte en una cárcel. ¡Oh, huir, partir! Huir de los lugares conocidos, de los hombres, de los mismos movimientos a las mismas horas y, sobre todo, de los mismos pensamientos.


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131 págs. / 3 horas, 50 minutos / 175 visitas.

Publicado el 18 de octubre de 2017 por Edu Robsy.

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