Maese Lecacheur salió a la puerta de su
casa a la hora de costumbre, entre cinco y cinco y cuarto de
la mañana, con objeto de vigilar a sus criados, que se
disponían a emprender las diarias tareas.
Encarnado, semidormido, con el ojo
derecho abierto y el izquierdo casi cerrado, se abrochaba con
mil trabajos los tirantes sobre su grueso vientre, examinando,
con una mirada experta, todos los rincones conocidos de su
granja. Los oblicuos rayos del sol, atravesando las copas de
las hayas y de los redondos manzanos del patio, hacían cantar
a los gallos en el estercolero y arrullarse en el tejado a las
palomas. El olor del establo salía por la puerta abierta,
mezclándose el aire fresco de la mañana con el acre olor de la
cuadra, donde los caballos relinchaban con la cabeza vuelta
hacia la luz.
Cuando su pantalón hubo quedado
sólidamente sujeto, el señor Lecacheur se puso en marcha,
yendo en primer lugar al gallinero, para contar los huevos de
la mañana, pues, desde hacía algún tiempo, tenía la sospecha
de que le robaban.
De pronto, la criada de la granja
corrió a él levantando los brazos y gritando:
—¡Maese Cacheur, maese Cacheur, esta
noche se han llevado un conejo!
—¿Un conejo?
—Sí, maese Cacheur; el grande gris,
el de la jaula de la derecha.
El campesino abrió del todo el ojo
izquierdo y dijo sencillamente:
—Veamos eso.
Y fue a verlo.
La jaula había sido despedazada y el
conejo no estaba en ella.
El hombre, en quien la inquietud hizo
al punto presa, volvió a cerrar el ojo derecho y se rascó la
nariz. Al cabo de unos instantes de reflexión dijo a la
criada, que permanecía en estúpida actitud delante de su amo:
—Ve en busca de los gendarmes. Diles
que los espero inmediatamente.
Maese Lecacheur era alcalde del
lugar, Pavigny—le Gras, y daba en él como amo absoluto,
gracias a su dinero y posición.
Información texto 'El Conejo'