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autor: Guy de Maupassant editor: Edu Robsy textos no disponibles


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El Horla

Guy de Maupassant


Cuento


8 de mayo

¡Qué hermoso día! He pasado toda la mañana tendido sobre la hierba, delante de mi casa, bajo el enorme plátano que la cubre, la resguarda y le da sombra. Adoro esta región, y me gusta vivir aquí porque he echado raíces aquí, esas raíces profundas y delicadas que unen al hombre con la tierra donde nacieron y murieron sus abuelos, esas raíces que lo unen a lo que se piensa y a lo que se come, a las costumbres como a los alimentos, a los modismos regionales, a la forma de hablar de sus habitantes, a los perfumes de la tierra, de las aldeas y del aire mismo.

Adoro la casa donde he crecido. Desde mis ventanas veo el Sena que corre detrás del camino, a lo largo de mi jardín, casi dentro de mi casa, el grande y ancho Sena, cubierto de barcos, en el tramo entre Ruán y El Havre.

A lo lejos y a la izquierda, está Ruán, la vasta ciudad de techos azules, con sus numerosas y agudas torres góticas, delicadas o macizas, dominadas por la flecha de hierro de su catedral, y pobladas de campanas que tañen en el aire azul de las mañanas hermosas enviándome su suave y lejano murmullo de hierro, su canto de bronce que me llega con mayor o menor intensidad según que la brisa aumente o disminuya.

¡Qué hermosa mañana!

A eso de las once pasó frente a mi ventana un largo convoy de navíos arrastrados por un remolcador grande como una mosca, que jadeaba de fatiga lanzando por su chimenea un humo espeso.

Después, pasaron dos goletas inglesas, cuyas rojas banderas flameaban sobre el fondo del cielo, y un soberbio bergantín brasileño, blanco y admirablemente limpio y reluciente. Saludé su paso sin saber por qué, pues sentí placer al contemplarlo.

11 de mayo

Tengo algo de fiebre desde hace algunos días. Me siento dolorido o más bien triste.


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Publicado el 18 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Legado

Guy de Maupassant


Cuento


El señor y la señora Serbois estaban acabando de almorzar, con aspecto taciturno, uno enfrente del otro.

La señora Serbois, una rubia bajita de piel rosada, ojos azules, gestos tiernos, comía lentamente sin levantar la cabeza, como si un pensamiento triste y persistente la hubiera alcanzado.

Serbois, alto, fuerte, con patillas, aspecto de ministro o de hombre de negocios, parecía nervioso y preocupado.

Al fin, profirió como hablando consigo mismo:

—¡Verdaderamente es muy asombroso!

Su mujer preguntó:

—¿Qué, querido?

—Que Vaudrec no nos haya dejado nada.

La señora Serbois enrojeció; enrojeció bruscamente como si un velo rosa se hubiera extendido de repente sobre su piel subiendo desde la garganta al rostro, y dijo:

—Tal vez haya un testamento en la notaría. Aún no sabemos nada.

Y ella parecía en verdad saber.

Serbois reflexionó:

—Sí, es posible, ya que en definitiva ese muchacho era nuestro mejor amigo. No abandonaba la casa, cenaba aquí cada dos días; sé perfectamente que te hacía muchos regalos y que esta era una manera como otra de pagar nuestra hospitalidad, pero es verdad que, cuando se tienen amigos como nosotros, se piensa en ellos a la hora del testamento. Es bien cierto que si yo me hubiera sentido enfermo hubiera hecho algo por él, aunque tú seas mi heredera natural.

La señora Serbois bajó los ojos. Y mientras su marido estaba trinchando un pollo, ella se sonó, como uno hace cuando llora.

Él continuó:

—En fin, es posible que haya un testamento en el notario y un pequeño legado para nosotros. No esperaría gran cosa; un recuerdo, nada más que un recuerdo, un pensamiento, para probarme únicamente que nos tenía aprecio.

Entonces su mujer pronunció con voz temblorosa:


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Lobo

Guy de Maupassant


Cuento


Vean ahí lo que nos refirió el viejo marqués de Arville, a los postres de la comida con que inaugurábamos aquel año la época venatoria en la residencia del barón de Ravels.

Habíamos perseguido a un ciervo todo el día. El marqués era el único invitado que no tomó parte alguna en aquella batida, porque no cazaba jamás.

Durante la fastuosa comida casi no se habló más que de matanzas de animales. Hasta las señoras oían con interés las narraciones sangrientas y con frecuencia inverosímiles; los oradores acompañaban con el gesto la relación de los ataques y luchas de hombres y bestias; levantaban los brazos, ahuecaban la voz.

Agradaba oír al señor de Arville, cuya poética fraseología resultaba un poco ampulosa, pero de buen efecto. Es indudable que habría referido muchas veces, en otras ocasiones, la misma historia, porque ninguna frase lo hizo dudar, teniéndolas todas ya estudiadas, muy seguro de producir la imagen que le convenía.

—Señores: yo no he cazado nunca; mi padre, tampoco; ni mi abuelo ni mi bisabuelo. Este último era hijo de un hombre que había cazado él solo más que todos ustedes juntos. Murió en mil setecientos sesenta y cuatro, y voy a decir de qué manera.

"Se llamaba Juan, estaba casado y era padre de una criatura, que fue mi bisabuelo; habitaba con su hermano menor, Francisco de Arville, nuestro castillo de Lorena, entre bosques.

"Francisco de Arville había quedado soltero; su amor a la caza no le permitía otros amores.

"Cazaban los dos todo el año sin tregua, sin descanso y sin rendirse a las fatigas. Era su mayor goce; no sabían divertirse de otro modo; no hablaban de otro asunto: sólo vivían para cazar.

"Dominábalos aquella pasión terrible, inexorable, abrasándolos. poseyéndolos, no dejando espacio en su corazón para nada más.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Loco

Guy de Maupassant


Cuento


Cuando murió presidía uno de los más altos tribunales de Justicia de Francia y era conocido en el resto por su trayectoria ejemplar. Se había ganado el profundo respeto de abogados, fiscales y jueces, que se inclinaban ante su elevada figura de rostro grave, pálido y enjuto y mirada penetrante.

Su única preocupación había consistido en perseguir a los criminales y defender a los más débiles. Los asesinos y los estafadores le tenían por su peor enemigo, ya que parecía ser capaz de leer sus pensamientos y adivinar las intenciones que ocultaban en los rincones más oscuros de sus almas.

Su muerte, a la edad de 82 años, había provocado una sucesión de homenajes y el pesar de todo un pueblo. Había sido escoltado hasta su tumba por soldados vestidos con pantalones rojos, e ilustres magistrados habían derramado sobre su ataúd lágrimas que parecían sinceras.

Sin embargo, poco después de su entierro, el notario descubrió un estremecedor documento en el escritorio donde solía guardar los sumarios de sus grandes casos. Su primera hoja estaba encabezada por el título: «¿POR QUÉ?».

20 de junio de 1851.

Acabo de dictar sentencia. ¡He condenado a muerte a Blondel! Me pregunto por qué mató este hombre a sus cinco hijos. ¿Por qué? Uno se encuentra a menudo con personas para quienes el hecho de quitar la vida a otra parece suponer un placer. Sí, debe de ser un placer, quizá el mayor de todos. ¿Acaso matar no es lo que más se asemeja a crear? ¡Hacer y destruir! La historia del mundo, la historia del universo, todo lo que existe... absolutamente todo se resume en estas dos palabras. ¿Por qué es tan embriagador matar?

25 de junio.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Tic

Guy de Maupassant


Cuento


Los comensales entraban lentamente en la gran sala del hotel y se sentaban en sus sitios. Los criados empezaron a servir lentamente para dar tiempo a los que llegaban con retraso y no tener que traer de nuevo los platos; y los antiguos bañistas, los habituales, aquellos que llegaban antes de la época, miraban con interés la puerta cada vez que se abría con el deseo de ver aparecer nuevos rostros.

Esta es la gran distracción de las villas termales. Se espera la hora de la cena para inspeccionar las llegadas del día, para adivinar quienes son, lo que hacen, lo que piensan. Un deseo ronda nuestro espíritu, el deseo de los reencuentros agradables, de conocer gente amable, tal vez, de amores. En esta vida de codo con codo, de vecinos, los desconocidos, adquieren una importancia extrema. La curiosidad se pone en guardia, la simpatía en espera y la sociabilidad a trabajar.

Hay antipatías de una semana y amistades de un mes, se mira a la gente con ojos diferentes bajo la óptica especial del conocimiento de la villa termal. Se descubre a los hombres, súbitamente, en una conversación de una hora, por la tarde, después de cenar, bajo los árboles del parque donde borbotea el manantial curativo, una inteligencia superior y con méritos sorprendentes, y, un mes más tarde hemos olvidado completamente estos nuevos amigos, tan encantadores los primeros días.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Viejo Milon

Guy de Maupassant


Cuento


Desde hace un mes, un sol abrasador lanza sobre los campos su lumbre. Una vida radiante estalla bajo ese diluvio de fuego; la tierra está verde hasta perderse de vista. Hasta los límites del horizonte, el cielo es azul. Las granjas normandas diseminadas por la llanuras parecen, desde lejos, bosquecillos, encerradas en su cinturón de esbeltas hayas. De cerca, cuando se abre la carcomida barrera, se cree ver un gigantesco jardín, pues todos los antiguos manzanos, tan huesudos como los campesinos, están en flor. Los viejos troncos negros, nudosos, retorcidos, alineados junto al corral, despliegan bajo el cielo sus copas deslumbrantes, blancas y rosas. El dulce perfume de su floración se mezcla con el intenso olor de los establos abiertos y con los vapores del estiércol que fermenta, cubierto de gallinas.

Es mediodía. La familia come a la sombra del peral plantado ante la puerta: el padre, la madre, los cuatro hijos, las dos sirvientas y los tres criados. Apenas hablan. Toman la sopa, después destapan la fuente de estofado llena de papas con tocino.

De vez en cuando una sirvienta se levanta y va a la bodega a llenar la jarra de sidra.

El hombre, un tipo alto de cuarenta años, contempla, pegada a la casa, una parra que ha quedado desnuda, y que corre, retorcida como una serpiente, bajo los postigos, a lo largo del muro.

Dice por fin:

—La parra del viejo brota pronto este año. Pues que dé fruto.

La mujer también se vuelve y mira, sin decir una palabra.

Esa parra está plantada justamente en el lugar donde el viejo fue fusilado.

Era durante la guerra de 1870. Los prusianos ocupaban toda la comarca. El general Faidherbe, con el ejército del Norte, les hacía frente.

Ahora bien, el Estado Mayor prusiano se había emplazado en aquella granja. El campesino que la poseía, el viejo Pierre Milon, los recibió e instaló como mejor pudo.


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

¿Fue un Sueño?

Guy de Maupassant


Cuento


La había amado locamente.

¿Por qué se ama? ¿Por qué se ama? Cuán extraño es ver un solo ser en el mundo, tener un solo pensamiento en el cerebro, un solo deseo en el corazón y un solo nombre en los labios... un nombre que asciende continuamente, como el agua de un manantial, desde las profundidades del alma hasta los labios, un nombre que se repite una y otra vez, que se susurra incesantemente, en todas partes, como una plegaria.

Voy a contaros nuestra historia, ya que el amor sólo tiene una, que es siempre la misma. La conocía y viví de su ternura, de sus caricias, de sus palabras, en sus brazos, tan absolutamente envuelto, atado y absorbido por todo lo que procedía de ella, que no me importaba ya si era de día o de noche, ni si estaba muerto o vivo, en este nuestro antiguo mundo.

Y luego ella murió. ¿Cómo? No lo sé, hace tiempo que no sé nada. Pero una noche llegó a casa muy mojada, porque estaba lloviendo intensamente, y al día siguiente tosía, y tosió durante una semana, y tuvo que guardar cama. No recuerdo ahora lo que ocurrió, pero los médicos llegaron, escribieron y se marcharon. Se compraron medicinas, y algunas mujeres se las hicieron beber. Sus manos estaban muy calientes, sus sienes ardían y sus ojos estaban brillantes y tristes. Cuando yo le hablaba me contestaba, pero no recuerdo lo que decíamos. ¡Lo he olvidado todo, todo, todo! Ella murió y recuerdo perfectamente su leve, débil suspiro. La enfermera dijo: "¿Ah?" Y yo comprendí. ¡Y yo comprendí!

Me consultaron acerca del entierro, pero no recuerdo nada de lo que dijeron, aunque sí recuerdo el ataúd y el sonido del martillo cuando clavaban la tapa, encerrándola a ella dentro. ¡Oh! ¡Dios mío! ¡Dios mío!.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

La Cama 29

Guy de Maupassant


Cuento


Cuando el capitán Epivent pasaba por la calle, todas las mujeres se volvían. Era el auténtico prototipo del gallardo oficial de húsares. Por ello se exhibía pavoneándose siempre, orgulloso y atento a sus piernas, a su cintura y a su bigote. Y, verdaderamente, eran admirables su bigote, su cintura y sus piernas. El primero era rubio, muy fuerte, y le caía marcialmente sobre los labios, denso, con su bello color de trigo maduro, pero fino, cuidadosamente recortado, descendiendo a ambos lados de la boca en dos poderosas e intrépidas guías. La cintura era delgada, como si llevara corsé, y más arriba surgía un vigoroso pecho masculino, abombado y amplio. Sus piernas eran admirables, unas piernas de gimnasta, de bailarín, cuya carne musculosa dibujaba todos sus movimientos bajo la tela ajustada del pantalón rojo.

Andaba tensando las corvas y separando pies y brazos, con ese pequeño balanceo de los jinetes que tanto favorece a las piernas y al torso, y que parece airoso bajo el uniforme, pero vulgar bajo una levita.

Como muchos oficiales, el capitán Epivent no sabía llevar un traje civil. Vestido de gris o de negro, tenía aspecto de dependiente. Pero en uniforme era un ejemplar. Tenía, además, una hermosa cabeza, la nariz delgada y curva, los ojos azules, la frente estrecha. Es cierto que era calvo, sin que nunca hubiera logrado saber la causa de la caída del pelo. Se consolaba pensando que un cráneo un poco pelado no resulta mal si se tienen unos buenos bigotes.

En general, despreciaba a todo el mundo, aunque establecía muchos grados en su desprecio.


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Herrumbre

Guy de Maupassant


Cuento


I

En toda su vida sólo sintió una pasión invencible: la caza. Cazaba todos los días, desde muy temprano hasta la noche, con ardor furioso. Cazaba en invierno como en verano, en primavera como en otoño, en los pantanos, cuando la veda prohibía la caza en campos y bosques; cazaba a la espera, en batida, con perro de muestra, con galgos, con liga, con espejuelos, con hurón. Sólo hablaba de cacerías y no soñaba con otra cosa, repitiendo sin cesar: "¡Deben de ser muy desgraciados los que desconocen los goces de la caza."

Había cumplido cincuenta años y se conservaba muy bien, robusto y erguido, aunque bastante calvo; grueso, pero vigoroso; llevaba los bigotes recortados para dejar libre el labio superior, con objeto de tocar fácilmente la trompa de caza.

En toda la comarca lo llamaban el señor Gontrán, a secas, a pesar de su título nobiliario, pues era el barón Héctor Gontrán de Coutelier.

Habitaba una casita de campo rodeada de bosques, y aun cuando conocía mucho a todos los aristócratas de la provincia, encontrando a veces en éstas cacerías a varios de su misma afición, sólo trataba asiduamente a los Courvilles, sus amables vecinos; amistad rancia, de familia.

En casa de los Courvilles lo cuidaban, lo querían, lo mimaban; y decía:

—Si yo no fuese cazador, pasaría mi vida entera con ustedes.

El señor de Courville era su amigo y compañero desde la infancia. Consagrado a la agricultura, vivía tranquilo con su mujer, su hija y su yerno, Darnetot, que no trabajaba, con el pretexto de dedicarse a estudios históricos.


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Las Caricias

Guy de Maupassant


Cuento


No, amigo mío, no piense usted más en ello. Lo que me pide es una cosa que me subleva y me repugna. Diríase que Dios..., porque yo creo en Dios..., se propuso estropear cuanto había hecho de bueno, agregándole algo que fuese horrible. Nos hizo el don del amor, que es la cosa más agradable que existe en el mundo; pero, pareciéndole demasiado hermoso y demasiado puro para nosotros, inventó los sentidos, esa cosa innoble, sucia, indignante, brutal: los sentidos; disponiéndolos de tal manera que pareciesen una burla, entremezclándolos con las inmundicias del cuerpo, para que no podamos pensar en ellos sin sonrojamos, ni hablar de ellos sino en voz baja. La horrible función de los sentidos está toda ella envuelta en vergüenza. Se esconde, subleva el alma, lastima los ojos y, desterrada por la moral, perseguida por la ley, no se realiza sino en la oscuridad, como si fuese un crimen.

¡No me hable usted jamás de cosa semejante, jamás!...

Ignoro si lo amo a usted, pero sí sé que me agrada estar a su lado, que su mirada es para mí una dulzura y que el timbre de la voz de usted me acaricia el corazón. Desde el instante mismo en que consiguiese usted de mi debilidad lo que desea, me resultaría usted odioso. Se quebraría el lazo delicado que hoy nos une a los dos. Se abriría entre nosotros un abismo de infamias.

Sigamos siendo lo que somos. Y... ámeme usted, si ése es su gusto; yo se lo permito.

Su amiga,

Genoveva.

¿Me permite usted, señora, que yo, a mi vez, le hable brutalmente, sin miramientos galantes, lo mismo que hablaría a un amigo que me declarase su propósito de pronunciar los votos perpetuos?

Yo no sé tampoco si estoy enamorado de usted. Únicamente lo sabría después de esa cosa que de tal modo la subleva. ¿Ha olvidado usted los versos de Musset?


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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