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autor: Guy de Maupassant editor: Edu Robsy textos no disponibles


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El Conejo

Guy de Maupassant


Cuento


Maese Lecacheur salió a la puerta de su casa a la hora de costumbre, entre cinco y cinco y cuarto de la mañana, con objeto de vigilar a sus criados, que se disponían a emprender las diarias tareas.

Encarnado, semidormido, con el ojo derecho abierto y el izquierdo casi cerrado, se abrochaba con mil trabajos los tirantes sobre su grueso vientre, examinando, con una mirada experta, todos los rincones conocidos de su granja. Los oblicuos rayos del sol, atravesando las copas de las hayas y de los redondos manzanos del patio, hacían cantar a los gallos en el estercolero y arrullarse en el tejado a las palomas. El olor del establo salía por la puerta abierta, mezclándose el aire fresco de la mañana con el acre olor de la cuadra, donde los caballos relinchaban con la cabeza vuelta hacia la luz.

Cuando su pantalón hubo quedado sólidamente sujeto, el señor Lecacheur se puso en marcha, yendo en primer lugar al gallinero, para contar los huevos de la mañana, pues, desde hacía algún tiempo, tenía la sospecha de que le robaban.

De pronto, la criada de la granja corrió a él levantando los brazos y gritando:

—¡Maese Cacheur, maese Cacheur, esta noche se han llevado un conejo!

—¿Un conejo?

—Sí, maese Cacheur; el grande gris, el de la jaula de la derecha.

El campesino abrió del todo el ojo izquierdo y dijo sencillamente:

—Veamos eso.

Y fue a verlo.

La jaula había sido despedazada y el conejo no estaba en ella.

El hombre, en quien la inquietud hizo al punto presa, volvió a cerrar el ojo derecho y se rascó la nariz. Al cabo de unos instantes de reflexión dijo a la criada, que permanecía en estúpida actitud delante de su amo:

—Ve en busca de los gendarmes. Diles que los espero inmediatamente.

Maese Lecacheur era alcalde del lugar, Pavigny—le Gras, y daba en él como amo absoluto, gracias a su dinero y posición.


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Niño

Guy de Maupassant


Cuento


Después de haber jurado durante mucho tiempo que no se casaría nunca, de repente Jacques Bourdillère había cambiado de idea. Esto había ocurrido bruscamente, un verano, en un balneario. Una mañana, estando tumbado en la arena, entretenido observando a las mujeres que salían del agua, un pequeño pie le había llamado la atención por su gracia y delicadeza.

Levantando la vista hacia arriba, toda su figura le sedujo.

De esta persona solamente veía los tobillos y la cabeza surgiendo de un albornoz de franela blanco, cuidadosamente cerrado.

Se decía de él que era sensual y un vividor.

Fue entonces, únicamente por la gracia de la silueta por lo que quedó cautivado al principio, luego fue atraído por el encanto de un dulce carácter de muchacha inocente y bondadoso, tierno como las mejillas y los labios.

Presentado a la familia, gustó y pronto se enamoró locamente. Cuando veía de lejos a Berthe Sannis, en la gran playa de fina arena , se estremecía hasta la médula. A su lado se volvía mudo, incapaz de decir algo e incluso de pensar, con una especie de agitación en el corazón, de zumbido en el oído, de turbación en el alma. Así pues, ¿era esto amor?. No lo sabía, no entendía nada, pero permanecía en todo caso decidido a convertir a esa niña en su esposa.

Los padres de ella dudaron durante mucho tiempo por culpa de su mala reputación. Se decía que tenía una amante, una ex amante, una antigua y fuerte relación, una de esas cadenas que se creen rotas y que todavía se mantienen. Aparte de esto, amaba, durante periodos más o menos largos, a todas las mujeres que estaban a su alcance.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Salto del Pastor

Guy de Maupassant


Cuento


Desde Dieppe al Havre, la costa presenta un acantilado ininterrumpido, de unos cien metros de longitud, vertical como una muralla. De vez en cuando, esa gran línea de rocas blancas se rompe bruscamente, y un pequeño valle estrecho, con laderas cubiertas de hierba rasa y juncos marinos, desciende desde la meseta cultivada hacia una playa de guijarros donde desemboca por una rambla, semejante al lecho de un torrente. La naturaleza hizo esos valles, la lluvia de tormenta los terminó con esas ramblas, entallando lo que quedaba de acantilado, ahondando hasta el mar el lecho de las aguas que sirve de paso a las personas. A veces, algún pueblo se halla acurrucado en esos valles hasta donde penetra el viento del mar.

He pasado el verano en una de esas calas de la costa, alojado por un campesino, cuya casa, orientada hacia el mar, me permitía ver desde mi ventana un gran triángulo de agua azul, enmarcada por las laderas verdes del valle y salpicada a veces por las velas blancas que pasaban a lo lejos, bajo el sol.

El camino que se dirigía al mar seguía el fondo de la garganta, y bruscamente, se hundía entre dos muros de marga, se convertía en una especie de surco profundo, antes de desembocar en la bella extensión de cantos rodados, redondeados y pulidos por la secular caricia de las olas. Ese paso encajonado se llama «El Salto del Pastor». Éste es el drama que hizo que así lo llamaran:


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

En el Bosque

Guy de Maupassant


Cuento


El alcalde iba a sentarse a la mesa para almorzar cuando le avisaron que el guarda rural lo esperaba en el Ayuntamiento con dos presos.

Se dirigió allá de inmediato, y divisó en efecto a su guarda rural, el tío Hochedur, de pie y vigilando con aire severo a una pareja de maduros burgueses.

El hombre, un tipo gordo, de nariz roja y pelo blanco, parecía abrumado; mientras que la mujer, una abuelita endomingada, muy rechoncha, muy gorda, de mejillas brillantes, miraba con ojos de desafío al agente de la autoridad que los había cautivado.

El alcalde preguntó:

—Qué pasa, tío Hochedur?

El guarda rural hizo su declaración.

Había salido por la mañana, a la hora de costumbre, para realizar su ronda por los bosques de Champioux hasta el límite de Argenteuil. No había observado nada insólito en la campiña, salvo que hacía buen tiempo y que los trigos iban bien, cuando el hijo de los Bredel, que binaba su viña, le había gritado:

—¡Eh, tío Hochedur!, vaya a ver en la linde del bosque, en el primer bosquecillo, encontrará un par de pichones que muy bien pueden tener ciento treinta años entre los dos.

Había salido en la dirección indicada; había entrado en la espesura y había oído palabras y suspiros que le hicieron suponer un flagrante delito de malas costumbres. Así, pues, avanzando a gatas como para sorprender a un furtivo, había apresado a la presente pareja en el momento en que se abandonaba a sus instintos.

El alcalde examinó estupefacto a los culpables. El hombre contaba unos sesenta años y la mujer por lo menos cincuenta y cinco. Se puso a interrogarlos, empezando por el varón, que respondía con una voz tan débil que apenas se le oía.

—¿Su nombre?

—Nicolás Beaurain.

—¿Profesión?

—Mercero, calle de los Mártires, en París.

—¿Qué hacía usted en ese bosque?


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Enfermos y Médicos

Guy de Maupassant


Cuento


¡Singular misterio es el recuerdo! Uno va despistado por las calles, bajo el primer sol de mayo, y de repente, como si unas puertas durante mucho tiempo cerradas se abrieran en la memoria, cosas ya olvidadas regresan de nuevo a la mente. Pasan, seguidas por otras, nos hacen revivir horas pasadas, horas lejanas.

¿Por qué esas vueltas bruscas hacia antaño? ¿Quién lo sabe? Un olor que flota, una sensación tan ligera que ni la hemos notado, pero que uno de nuestros órganos reconoció, un escalofrío, incluso un destello de sol que daña la retina, un ruido tal vez, un nada que nos rozó en una circunstancia en un tiempo lejano y que volvemos a encontrar, vale para hacernos volver a ver de repente un país, unas gentes, unos acontecimientos desaparecidos de nuestro pensamiento.

¿Por qué un soplo de aire cargado de olores, de hojas bajo los castaños de los Campos Elíseos, evoca de repente un camino, un enorme camino, a lo largo de una montaña, en Auvernia?

A la izquierda, entre dos cimas, apareció el cono majestuoso y fuerte de Puy-de-Dome. Alrededor de este pesado gigante, más lejos o más cerca, un cúmulo de picos se alzan. De entre ellos, muchos que aparecen truncados, antiguamente arrojaban fuego y humo. Volcanes extinguidos cuyos cráteres extintos se han convertido en lagos.

A la derecha, el camino domina una planicie infinita poblada de pueblos y ciudades, rica y arbolada, la Limagne. Cuanto más nos elevamos más cumbres vemos, allá abajo, las montañas de Forez. Todo este horizonte desmesurado está empañado de un vapor lechoso, suave y claro. Los alrededores de Auvernia tienen una gracia infinita dentro de su bruma transparente.

La carretera está bordeada de nogales enormes que la protegen siempre del sol. Las faldas de los montes están cubiertas de castañales en flor cuyos racimos, más pálidos que las hojas, parecen grises entre el verdor sombrío.


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6 págs. / 11 minutos / 44 visitas.

Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Ese Cerdo de Morin

Guy de Maupassant


Cuento


A M. Oudinot

I

—Eso, amigo mío —dije a Labarde—; ¡esas cuatro palabras que acabas de pronunciar, «ese cerdo de Morin»! ¿Por qué diablos nunca he oído hablar de Morin sin que se le tratase de cerdo?

Labarde, hoy diputado, me miró con ojos de gato asustado.

—Pero ¡cómo! ¿No sabes la historia de Morin? ¿Y tú eres de La Rochelle?

Confesé que no sabía la historia de Morin. Entonces Labarde se frotó las manos de satisfacción, y comenzó su relato.

—Tú has conocido a Morin y recuerdas su gran almacén de mercería en el muelle de La Rochelle, ¿no?

—Sí, perfectamente.

—Pues bien, en mil ochocientos sesenta y dos, o sesenta y tres, Morin fue a pasar quince días a París, un viaje de placer, o de placeres, pero con el pretexto de renovar las existencias de su comercio. Tú sabes lo que es, para un comerciante de provincias, quince días en París. Eso les enciende la sangre. Todas las noches espectáculos, roces de mujeres, una continua excitación anímica. Se vuelven locos. No ven más que bailarinas con vestidos de malla, actrices descotadas, piernas redondas, hombros soberbios, y todo esto casi al alcance de la mano, sin que se atrevan o puedan tocarlo; pues apenas si disfrutan, una o dos veces, de algunos manjares inferiores. Y se van con el corazón conmovido y el alma toda alegre, con unas ansias de besos que aún les cosquillean en los labios. Morin se hallaba en este estado cuando tomó su billete para La Rochelle en el expreso de las ocho cuarenta de la noche, y se paseaba lleno de confusos sentimientos por la gran sala de la estación de Orléans cuando se paró en seco ante una joven mujer que besaba a una anciana señora. Se había levantado el velo y Morin, maravillado, murmuró:

—¡Oh, qué mujer más guapa!


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12 págs. / 22 minutos / 86 visitas.

Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Belleza Inútil

Guy de Maupassant


Cuento


I

Delante de la escalinata del palacio esperaba una victoria muy elegante, tirada por dos magníficos caballos negros. Era a fines del mes de junio, a eso de las cinco y media de la tarde, y por entre el recuadro de tejados del patio principal se distinguía un cielo rebosante de claridad, luz y alegría.

La condesa de Mascaret apareció en la escalinata, en el momento mismo en que su marido, de regreso, entraba por la puerta de coches. Se detuvo unos segundos para contemplar a su mujer, y palideció ligeramente. Era muy hermosa, esbelta, y el óvalo alargado de su cara, su cutis de brillante marfil, sus rasgados ojos grises y negros cabellos le daban un aire de distinción. Subió ella al carruaje sin dirigirle una mirada, como si no lo hubiese visto, con actitud tan altanera que el marido sintió en el corazón una nueva mordedura de los celos que lo devoraban desde hacía mucho tiempo. Se acercó y la saludó, diciendo:

—¿Sale usted de paseo?

Ella dejó escapar cuatro palabras por entre sus labios desdeñosos:

—Ya lo ve usted.

—¿Al Bosque?

—Es probable.

—¿Me permitirá acompañarla?

—Usted es el dueño del carruaje.

Sin manifestar extrañeza por el tono en que ella le contestaba, subió al coche, tomó asiento junto a su mujer y ordenó:

—Al Bosque.

El lacayo saltó al pescante, junto al cochero, y los caballos, siguiendo su costumbre, piafaron y saludaron con la cabeza, hasta que pisaron la calzada de la calle.

Los dos esposos permanecían uno al lado del otro, sin despegar los labios. El marido buscaba la manera de trabar conversación, pero era tal la dureza del semblante de su mujer, que no se arriesgaba a ello.


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Felicidad

Guy de Maupassant


Cuento


Era la hora del té, antes que trajeran las luces. La ciudad dominaba el mar; el sol, que acababa de ponerse, había dejado el cielo rosa a su paso, salpicado de polvo de oro; y el Mediterráneo, sin una arruga, sin un estremecimiento, todavía resplandeciente bajo el día agonizante, parecía una interminable plancha de metal pulimentado.

Lejos, a la derecha, las montañas escarpadas dibujaban su perfil negro sobre el púrpura pálido del poniente.

Se hablaba del amor, se discutía sobre este viejo tema, volviéndose a decir las cosas ya dichas tantas veces. La suave melancolía del crepúsculo hacía pesadas las palabras, produciendo un sentimiento de ternura en las almas, y aquella palabra, «amor», constantemente pronunciada, tan pronto por la voz fuerte de un hombre como por una voz femenina de timbre ligero, parecía llenar el saloncito, en el que revoloteaba como un pájaro, pesando en su atmósfera como una aparición.

¿Se puede amar durante muchos años seguidos?

—Sí —decían algunos.

—No —aseguraban otros.

Distinguían los diversos casos, establecían diferencias, se citaban ejemplos; y todos, hombres y mujeres, estaban llenos de recuerdos que les volvían y turbaban, pero que no podían citar aunque los tenían a flor de labios, y parecían emocionados, hablaban de aquel tema vulgar y soberano, del acuerdo tierno y misterioso de dos seres, con una emoción honda y un interés ardiente.

De pronto, alguien, con la mirada fija en un punto lejano, exclamó:

—¡Miren allí! ¿Qué es aquello?

Sobre el mar, en el horizonte, surgía una masa gris, enorme y confusa.

Las mujeres se levantaron y contemplaron sin comprender aquel fenómeno sorprendente que jamás habían visto.

Alguien dijo:


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Pequeña Roque

Guy de Maupassant


Cuento


I

El cartero Mederic Rompel, al que todo el mundo en el pueblo llamaba familiarmente Mederi, salió a la hora de siempre de la casa de Correos de Rouy—le—Tors. Después de cruzar la pequeña población al paso largo de soldado veterano, tiró a campo traviesa por las praderas de Villaumes para alcanzar la orilla del río Brindille y llegar, siguiendo el curso de sus aguas, a la aldea de Corvelin, en la que daba comienzo su reparto de correspondencia.

Caminaba de prisa a lo largo del cauce angosto del río que, entre espumas, hervores y rezongos, corría por su lecho tapizado de hierbas, bajo una bóveda de sauces. Las peñas que entorpecían su carrera quedaban circundadas como de una collera de agua, de una especie de corbata rematada por un nudo de espuma. En algunos sitios se formaban cascadas de un pie de altura, invisibles a veces, que levantaban un ruido sordo y suave por debajo del follaje, de las plantas trepadoras, del techo de verdura; conforme avanzaba el río, se ensanchaban sus orillas, formándose un pequeño lago apacible en el que nadaban las truchas por entre la verde cabellera que ondula en el fondo de los arroyos de corriente sosegada.

Mederic seguía su camino sin ojos para nada, sin otro pensamiento que éste: "Mi primera carta es para la casa Poivrón, y ya que llevo otra para el señor Renardet, tengo, pues, que atravesar el oquedal!"

Su blusa azul, ceñida a la cintura con una correa, cruzaba con marcha regular y rápida sobre el fondo de la verde hilera de sauces, y la gruesa vara de acebo que le servía de bastón avanzaba a su lado al mismo ritmo que sus piernas.

Pasó el Brindille por un puente, que consistía en un único tronco de árbol que llegaba de una orilla a otra sin más barandilla que una cuerda amarrada a dos pilotes clavados en ambas márgenes.


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41 págs. / 1 hora, 13 minutos / 228 visitas.

Publicado el 14 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Señorita Perla

Guy de Maupassant


Cuento


I

Que extraordinaria idea había tenido, realmente, esa noche, de elegir por reina a la Señorita Perla. Voy todos los años a celebrar Noche de Reyes a la casa de mi viejo amigo Chantal. Mi padre que era su camarada más íntimo me llevaba allá cuando yo era un niño. He continuado y continuaré sin duda mientras yo viva y en tanto exista un Chantal en este mundo.

Los Chantal, por lo demás, llevan una existencia peculiar; viven en París como si vivieran en Grasse, Evetot, o Pont-un-Mousson.

Son dueños de una casa con jardín junto al observatorio. Viven allí como si estuvieran en provincia. De París, del verdadero París, no saben nada, no sospechan nada; ¡ellos están lejos, muy lejos!. De vez en cuando, sin embargo, hacen un viaje, un largo viaje. La señora Chantal va a las grandes provisiones, como se dice en familia. He aquí como se hace el gran aprovisionamiento.

La señorita Perla que tiene las llaves del armario de la cocina (porque los armarios de la ropa blanca son administrados por la propia Señora dueña de casa), verifica si el azúcar está a punto de terminarse, si las conservas se han agotado y que no queda gran cosa en el fondo de la bolsa de café.

Así en guardia contra la hambruna, la Señora Chantal pasa la inspección a lo que queda, tomando notas en una libreta. Luego que ha anotado muchos números, se entrega, en primer lugar a largos cálculos y a continuación mantiene largas discusiones con la Señorita Perla. Finalmente, sin embargo, se ponen de acuerdo y fijan la cantidad de cada cosa que se aprovisionarán para tres meses: azúcar, arroz, ciruelas, café, mermeladas, latas de arvejitas, de porotos, de mariscos, de pescado ahumado o salado, etc.

Después de lo cuál se fija el día de compras, van en un coche, un coche de dos pisos, a una gran tienda de comestibles al otro lado del río en los barrios nuevos.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

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