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autor: Guy de Maupassant editor: Edu Robsy textos no disponibles


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Blanco y Azul

Guy de Maupassant


Cuento


Mi pequeña barca, mi querida barquita, toda blanca con una red a lo largo de la borda, iba suavemente, suavemente sobre la mar en calma, en calma, adormilada, densa, y también azul, azul de un azul transparente, líquido, donde la luz se hundía , la luz azul, hasta las rocas del fondo.

Los chalets, los hermosos chalets blancos, todos blancos, observaban a través de sus ventanas abiertas el Mediterráneo que venía a acariciar los muros de sus jardines, de sus hermosos jardines llenos de palmeras, de áloes, de árboles siempre verdes y de plantas siempre en flor.

Le dije a mi marinero, que remaba despacio, que se detuviera delante de la puerta de mi amigo Pol. Y grité con todos mis pulmones:

—¡Pol, Pol, Pol!

Apareció en su balcón, asustado como un hombre que uno acaba de despertar. El enorme sol de la una, deslumbrándolo, le hacía cubrirse los ojos con la mano.

Le grité:

—¿Quieres dar una vuelta ?

—Voy, respondió

Y cinco minutos más tarde subía en mi barquita.

Le dije a mi marinero que se dirigiera hacia alta mar.

Pol había traído su periódico, que no había podido leer por la mañana, y, tumbado al fondo del barco, se puso a ojearlo.

Yo miraba la tierra. A medida que me alejaba de la orilla, toda la ciudad aparecía, la hermosa ciudad blanca, tendida totalmente al borde de las olas azules. Después, por encima, la primera montaña, la primera grada, un gran bosque de abetos, lleno también de chalets, de chalets blancos, aquí y allá, parecidos a orondos huevos de pájaros gigantes. Se esparcían a medida que nos aproximábamos a la cima, y sobre la cumbre se veía uno muy grande, cuadrado, un hotel, tal vez, y tan blanco que parecía que se había vuelto a pintar la misma mañana.


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Publicado el 4 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Cariños de Familia

Guy de Maupassant


Cuento


El tranvía de Neuilly había dejado atrás la puerta Maillot y corría en línea recta a todo lo largo de la gran avenida que va a parar al Sena. La maquinilla, enganchada a su vagón, pitaba para que se apartasen de su camino, escupía su vapor, jadeaba como corredor al que falta el aliento, y sus émbolos se movían con ruidos precipitados de piernas de hierro. Caía sobre la calle el pesado calor de una tarde de verano, y, aunque no soplaba brisa alguna, ascendía del suelo un polvillo blanco, calizo, opaco, asfixiante y cálido que se pegaba a la húmeda piel, cegaba la vista, penetraba en los pulmones.

La gente salía a la puerta de sus casas, en busca de aire.

El vagón de pasajeros tenía bajadas las ventanillas, y todas sus cortinas ondeaban, sacudidas por la rápida carrera. Eran pocas las personas que iban dentro, porque en días tan calurosos la gente prefería viajar en la imperial o en las plataformas. Iban obesas señoras de vestidos presuntuosos, burguesas de barriada que suplen la distinción de la que carecen con una tiesura inoportuna, oficinistas cansados del despacho, de caras amarillentas, cintura doblada y un hombro algo más alto que otro, del mucho trabajar encorvados sobre la mesa. La expresión intranquila y triste de sus rostros revelaba también preocupaciones domésticas, constantes apuros monetarios y viejas esperanzas definitivamente fracasadas; porque todos ellos formaban parte de ese ejército de pobres hombres raídos, que vegetan económicamente en mezquinas casas de yeso, que tienen por jardín un arriate y se alzan en medio de esos campos de los alrededores de París, en los que se aprovechan los residuos de todos los pozos negros.


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Publicado el 4 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Diablo

Guy de Maupassant


Cuento


El campesino permanecía de pie frente al médico, ante el lecho de la moribunda. La anciana, tranquila, resignada, miraba a los dos hombres y los escuchaba hablar. Iba a morir, pero no se sublevaba, su tiempo había concluido ya, tenía noventa y dos años. Por la ventana y la puerta abiertas, el sol de julio entraba a raudales, arrojaba su llama cálida sobre el suelo de tierra oscura, giboso y pisoteado por los zuecos de cuatro generaciones de rústicos. Los olores del campo entraban también, empujados por la brisa ardiente, olores de hierbas, de trigos, de hojas quemadas por el calor de mediodía. Los saltamontes se desgañitaban, llenaban el campo con el chasquido claro, similar al ruido de los grillos del bosque que se les venden a los niños en las ferias

El médico, levantando la voz, decía: «Honoré, usted no puede dejar a su madre sola en este estado. ¡Va a morir de un momento a otro!» Y el campesino, desolado, repetía: «Es que necesito recoger el trigo; ya lleva demasiado tiempo en tierra. El tiempo es bueno, justamente. ¿Qué dices tú, madre?» Y la vieja moribunda, torturada aún por la avaricia normanda, decía «sí» con los ojos y la frente, animando a su hijo a que recogiera el trigo y la dejara morir completamente sola. Pero el médico se enfadó y, dando un zapatazo en el suelo, dijo: «Usted no es más que un bruto ¿entiende? Y no le permitiré que haga eso ¿entiende? Y, si usted necesita recoger su trigo hoy mismo, vaya a buscar a la Rapet, ¡pardiez! y encárguele que cuide a su madre. Es mi deseo, ¿entiende? Y si no me obedece, lo dejaré morirse como un perro cuando usted, a su vez, esté enfermo ¿entiende?»

El campesino, un hombre alto y delgado, de gestos lentos, torturado por la indecisión, por el miedo al médico y por el amor feroz al ahorro, dudaba, calculaba, murmuraba: «¿Cuánto cobra la Rapet por una guardia?»


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Lisiado

Guy de Maupassant


Cuento


El hecho ocurrió en 1882. Acababa de instalarme en un rincón de un compartimiento vacío, y había cerrado la portezuela con la esperanza de viajar solo, cuando volvió a abrirse de súbito y oí una voz que decía.

—¡Cuidado, señor! Nos hallamos precisamente en un cruce de líneas; el estribo está muy alto.

Otra voz respondió:

—No te preocupes; me sujeto bien.

Luego apareció una cabeza cubierta con un sombrero hongo, y dos manos, que se aferraban con firmeza a los montantes, izaron lentamente un corpachón cuyos pies al tocar el estribo hicieron el ruido que produce una estaca al golpear el suelo.

Cuando el viajero introdujo el torso en el compartimiento, vi aparecer al extremo del pantalón la contera de una pierna de palo pintada de negro, y después otra pierna de iguales características. Surgió detrás del viajero una cabeza que inquirió:

—¿Está bien instalado el señor?

—Sí, muchacho.

—Pues ahí van los paquetes y las muletas.

Y un criado, que parecía un antiguo asistente, subió a su vez con una porción de bultos envueltos en papeles negros y amarillos, cuidadosamente atados, y los dejó en la red por encima de la cabeza de su amo. Luego dijo:

—Bueno; ya está todo. Hay cinco. Los dulces, la muñeca, el fusil, el tambor y el pastel de foie—gras.

—Bien, muchacho.

—Feliz viaje, señor.

—¡Gracias, Lorenzo! ¡Sigue bien!

El criado se marchó, cerrando la portezuela, y miré a mi vecino.

Debía de tener unos treinta y cinco años, aunque su pelo era ya casi blanco. Llevaba condecoraciones; era bigotudo, robusto, muy gordo, con esa gordura que aqueja a los hombres activos y fuertes cuando una enfermedad o un accidente los obliga a permanecer casi inmóviles.

Se enjugó la frente, resopló con fuerza y preguntó, mirándome a los ojos:


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Belleza Inútil

Guy de Maupassant


Cuento


I

Delante de la escalinata del palacio esperaba una victoria muy elegante, tirada por dos magníficos caballos negros. Era a fines del mes de junio, a eso de las cinco y media de la tarde, y por entre el recuadro de tejados del patio principal se distinguía un cielo rebosante de claridad, luz y alegría.

La condesa de Mascaret apareció en la escalinata, en el momento mismo en que su marido, de regreso, entraba por la puerta de coches. Se detuvo unos segundos para contemplar a su mujer, y palideció ligeramente. Era muy hermosa, esbelta, y el óvalo alargado de su cara, su cutis de brillante marfil, sus rasgados ojos grises y negros cabellos le daban un aire de distinción. Subió ella al carruaje sin dirigirle una mirada, como si no lo hubiese visto, con actitud tan altanera que el marido sintió en el corazón una nueva mordedura de los celos que lo devoraban desde hacía mucho tiempo. Se acercó y la saludó, diciendo:

—¿Sale usted de paseo?

Ella dejó escapar cuatro palabras por entre sus labios desdeñosos:

—Ya lo ve usted.

—¿Al Bosque?

—Es probable.

—¿Me permitirá acompañarla?

—Usted es el dueño del carruaje.

Sin manifestar extrañeza por el tono en que ella le contestaba, subió al coche, tomó asiento junto a su mujer y ordenó:

—Al Bosque.

El lacayo saltó al pescante, junto al cochero, y los caballos, siguiendo su costumbre, piafaron y saludaron con la cabeza, hasta que pisaron la calzada de la calle.

Los dos esposos permanecían uno al lado del otro, sin despegar los labios. El marido buscaba la manera de trabar conversación, pero era tal la dureza del semblante de su mujer, que no se arriesgaba a ello.


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Historia Corsa

Guy de Maupassant


Cuento


Dos gendarmes habían sido asesinados aquellos últimos días mientras conducían un prisionero corso de Corte a Ajaccio. Ahora bien, cada año, en esta clásica tierra de bandolerismo, tenemos gendarmes destripados por los salvajes lugareños de esta isla, refugiados en las montañas después de alguna vendetta. El legendario matorral esconde en estos momentos, según la apreciación de los propios señores magistrados, de ciento cincuenta a doscientos vagabundos de este tipo que viven en las cumbres, entre las rocas y la maleza, alimentados por la población, gracias al terror que infunden.

No hablaré de los hermanos Bellacoscia cuya situación de bandoleros es casi oficial y que ocupan el Monte de Oro, a las puertas de Ajaccio, bajo la mirada de la autoridad. Córcega es un departamento francés, esto ocurre pues en plena patria; y nadie se inquieta por esta provocación lanzada a la justicia. ¡Sin embargo cómo hemos tenido continuamente en mente las incursiones de algunos bandoleros kroumirs, tribu errante y bárbara, en la frontera casi indeterminada de nuestras posesiones africanas!

Y hete aquí que a propósito de este crimen me viene el recuerdo de un viaje a esta magnífica isla y de una sencilla, muy sencilla, pero muy típica aventura, donde capté el espíritu propio de esta raza consagrada intensamente a la venganza.

Yo tenía que ir de Ajaccio a Bastia, primero por la costa y después por el interior, atravesando el salvaje y árido valle del Niolo, que allí denominan la ciudadela de la libertad, porque, en cada invasión de la isla por los genoveses, los moros o los franceses, fue en este lugar inabordable donde los partisanos corsos se refugiaron siempre sin que jamás se les pudiera dar caza o dominar.

Yo tenía cartas de recomendación para el camino, ya que los propios albergues son todavía desconocidos en esta tierra, y hace falta demandar hospitalidad como en los viejos tiempos.


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Un Ardid

Guy de Maupassant


Cuento


El médico y la enferma charlaban al lado del fuego que ardía en la chimenea.

La enfermedad de Julia no era grave; era una de esas ligeras molestias que aquejan frecuentemente a las mujeres bonitas: un poco de anemia, nervios y algo de esa fatiga que sienten los recién casados al fin de su primer mes de unión, cuando ambos son jóvenes, enamorados y ardientes.

Estaba media acostada en su chaise—longue y decía:

—No, doctor; yo no comprendo ni comprenderé jamás que una mujer engañe a su marido. ¡Admito que no le quiera, que no tenga en cuenta sus promesas, sus juramentos!... Pero, ¿cómo osar entregarse a otro hombre? ¿Cómo ocultar eso a los ojos del mundo? ¿Cómo es posible amar en la mentira y en la traición?

El médico contestó sonriendo:

—En cuanto a eso, es bien fácil. Crea usted que no se piensa en nada de eso; que esas reflexiones no le ocurren a la mujer que se propone engañar a su marido. Es más: estoy seguro de que una mujer no está preparada para sentir el verdadero amor sino después de haber pasado por todas las promiscuidades y todas las molestias del matrimonio que, según un ilustre pensador, no es sino un cambio de mal humor durante el día y de malos olores durante la noche. Nada más cierto. Una mujer no puede amar apasionadamente, sino después de haber estado casada. Si se pudiera comparar con una casa, diría que no es habitable hasta que un marido ha secado los muros. En cuanto a disimular, todas las mujeres lo saben hacer de sobra cuando llega la ocasión. Las menos experimentadas son maravillosas y salen del paso ingeniosamente en los momentos más difíciles.

La joven enferma hizo un gesto de incredulidad y contestó:

—No, doctor; no se le ocurre a una sino después, lo que debió haber hecho en las circunstancias difíciles y peligrosas; y las mujeres están siempre mucho más expuestas que los hombres a aturdirse, a perder la cabeza.


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Horla

Guy de Maupassant


Cuento


8 de mayo

¡Qué hermoso día! He pasado toda la mañana tendido sobre la hierba, delante de mi casa, bajo el enorme plátano que la cubre, la resguarda y le da sombra. Adoro esta región, y me gusta vivir aquí porque he echado raíces aquí, esas raíces profundas y delicadas que unen al hombre con la tierra donde nacieron y murieron sus abuelos, esas raíces que lo unen a lo que se piensa y a lo que se come, a las costumbres como a los alimentos, a los modismos regionales, a la forma de hablar de sus habitantes, a los perfumes de la tierra, de las aldeas y del aire mismo.

Adoro la casa donde he crecido. Desde mis ventanas veo el Sena que corre detrás del camino, a lo largo de mi jardín, casi dentro de mi casa, el grande y ancho Sena, cubierto de barcos, en el tramo entre Ruán y El Havre.

A lo lejos y a la izquierda, está Ruán, la vasta ciudad de techos azules, con sus numerosas y agudas torres góticas, delicadas o macizas, dominadas por la flecha de hierro de su catedral, y pobladas de campanas que tañen en el aire azul de las mañanas hermosas enviándome su suave y lejano murmullo de hierro, su canto de bronce que me llega con mayor o menor intensidad según que la brisa aumente o disminuya.

¡Qué hermosa mañana!

A eso de las once pasó frente a mi ventana un largo convoy de navíos arrastrados por un remolcador grande como una mosca, que jadeaba de fatiga lanzando por su chimenea un humo espeso.

Después, pasaron dos goletas inglesas, cuyas rojas banderas flameaban sobre el fondo del cielo, y un soberbio bergantín brasileño, blanco y admirablemente limpio y reluciente. Saludé su paso sin saber por qué, pues sentí placer al contemplarlo.

11 de mayo

Tengo algo de fiebre desde hace algunos días. Me siento dolorido o más bien triste.


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Publicado el 18 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Amor

Guy de Maupassant


Cuento




Páginas del "Diario de un cazador"

En la crónica de sucesos de un periódico acabo de leer un drama pasional. Uno que la ha matado y se ha matado después; es decir, uno que amaba. ¿Qué importan él y ella? Sólo su amor me importa; y no porque me enternezca, ni porque me asombre, ni porque me conmueva, ni me haga soñar, sino porque evoca en mí un recuerdo de la mocedad, recuerdo extraño de una cacería en que se me apareció el Amor, como se aparecían a los primeros cristianos cruces misteriosas en la serenidad de los cielos.

Nací con todos los instintos y emociones del hombre primitivo, muy poco atenuados por las sensaciones y los razonamientos de la civilización. Amo la caza con pasión, y la bestia ensangrentada, con sangre en su plumaje, ensangrentándome las manos, me hace desfallecer de gusto.

Aquel año, al final del otoño, se presentó impetuosamente el frío, y mi primo Karl de Ranyule me invitó a cazar con él, a la alborada patos magníficos en los pantanos de su posesión.

Mi primo, un buen mozo de cuarenta años, encarnado, con mucha vida en el cuerpo y muchos poles, en la cara, semibruto y semicivilizado, de alegre carácter, dotado de ese esprit gaulois que tan agradablemente vela las deficiencias. del ingenio, vivía en una especie de cortijo con aires de castillo señorial, escondido en un amplio valle.

Coronaban las colinas de la derecha y de la izquierda hermosos bosques señoriales, con árboles antiquísimos y poblados de caza excelente. Algunas veces se abatían allí águilas soberbias, y esos pájaros errantes, que raramente se aventuran en países demasiados poblados para su azorada independencia, encontraban en aquella selva secular asilo seguro, como si reconocieran en ella alguna rama que en otros tiempos les acogiera durante sus excursiones sin rumbo.


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Publicado el 18 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Aparición

Guy de Maupassant


Cuento




Se hablaba de secuestros a raíz de un reciente proceso. Era al final de una velada íntima en la rue de Grenelle, en una casa antigua, y cada cual tenía su historia, una historia que afirmaba que era verdadera.

Entonces el viejo marqués de la Tour-Samuel, de ochenta y dos años, se levantó y se apoyó en la chimenea. Dijo, con voz un tanto temblorosa:

Yo también sé algo extraño, tan extraño que ha sido la obsesión de toda mi vida. Hace ahora cincuenta y seis años que me ocurrió esta aventura, y no pasa ni un mes sin que la reviva en sueños. De aquel día me ha quedado una marca, una huella de miedo, ¿entienden? Sí, sufrí un horrible temor durante diez minutos, de una forma tal que desde entonces una especie de terror constante ha quedado para siempre en mi alma. Los ruidos inesperados me hacen sobresaltar hasta lo más profundo; los objetos que distingo mal en las sombras de la noche me producen un deseo loco de huir. Por las noches tengo miedo.

¡Oh!, nunca hubiera confesado esto antes de llegar a la edad que tengo ahora. En estos momentos puedo contarlo todo. Cuando se tienen ochenta y dos años está permitido no ser valiente ante los peligros imaginarios. Ante los peligros verdaderos jamás he retrocedido, señoras.

Esta historia alteró de tal modo mi espíritu, me trastornó de una forma tan profunda, tan misteriosa, tan horrible, que jamás hasta ahora la he contado. La he guardado en el fondo más íntimo de mí, en ese fondo donde uno guarda los secretos penosos, los secretos vergonzosos, todas las debilidades inconfesables que tenemos en nuestra existencia.

Les contaré la aventura tal como ocurrió, sin intentar explicarla. Por supuesto es explicable, a menos que yo haya sufrido una hora de locura. Pero no, no estuve loco, y les daré la prueba. Imaginen lo que quieran. He aquí los hechos desnudos.

Fue en 1827, en el mes de julio. Yo estaba de guarnición en Ruán.


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Publicado el 18 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

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