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autor: Guy de Maupassant editor: Edu Robsy textos no disponibles


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Coco

Guy de Maupassant


Cuento


En toda la zona circundante llamaban a la finca de los Lucas, «La hacienda». No se sabría decir por qué. Sin duda, los campesinos asociaban a la palabra «hacienda» una idea de riqueza y de grandeza, puesto que esta propiedad era sin lugar a dudas la más extensa, la más opulenta, la más ordenada de la comarca. El patio, inmenso, rodeado de cinco filas de magníficos árboles para proteger del intenso viento de la planicie a los manzanos compactos y delicados, contenía largos edificios cubiertos de tejas para conservar el forraje y los cereales, hermosos establos construidos en sílex, cuadras para treinta caballos, y una vivienda de ladrillo rojo que parecía un pequeño palacio. El estiércol estaba bien cuidado; los perros de guarda tenían casetas y todo un mundo de aves pululaba entre la hierba crecida. Cada mediodía, quince personas, dueños, criados y sirvientas, se sentaban en torno a la larga mesa de la cocina sobre la que humeaba la sopa en una gran fuente de loza con flores azules.

Los animales, caballos, vacas, cerdos y corderos estaban gordos, cuidados y limpios; el patrón Lucas, un hombre alto que empezaba a echar estómago, hacía su ronda tres veces al día, vigilándolo todo, pensando en todo.


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4 págs. / 7 minutos / 197 visitas.

Publicado el 4 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Ermitaño

Guy de Maupassant


Cuento


Algunos amigos habíamos ido a visitar al viejo ermitaño que vivía en el túmulo de un antiguo sepulcro cubierto de árboles, en el centro de la inmensa llanura que se extiende desde Cannes a la Napoule.

Regresamos hablando de estos extraños solitarios laicos, que fueron muy numerosos en otros tiempos, pero cuya raza va hoy desapareciendo. Nos esforzábamos por hallar las causas morales, y por determinar la índole de los desengaños que lanzaban en aquellas épocas a los hombres hacia las soledades.

Uno del grupo exclamó de pronto:

—Dos ermitaños he conocido: un hombre y una mujer. Esta última debe vivir todavía. Habitaba, hace cinco años, en unas ruinas situadas en la cumbre de una montaña completamente desierta de las costas de Córcega, a quince o veinte kilómetros de distancia de la casa más próxima. Vivía allí en compañía de una criada; fui a verla. No había la menor duda de que se trataba de una mujer distinguida, que había pertenecido a la buena sociedad. Me acogió con mucha cortesía, y hasta con cordialidad, pero nada conseguí saber de ella, y nada pude adivinar tampoco.

Por lo que al hombre respecta, les voy a contar su siniestra aventura.

Vuélvanse ustedes a este lado. Vean allá lejos aquel monte puntiagudo y cubierto de bosque que se destaca, aislado, detrás de la Napoule, por delante de las cumbres del Esterel; la gente del país lo conoce con el nombre de monte de las Serpientes. Allí vivía el solitario de mi historia, hará unos doce años, entre los muros de un pequeño templo antiguo.


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Collar

Guy de Maupassant


Cuento


Era una de esas hermosas y encantadoras criaturas nacidas como por un error del destino en una familia de empleados. Carecía de dote, y no tenía esperanzas de cambiar de posición; no disponía de ningún medio para ser conocida, comprendida, querida, para encontrar un esposo rico y distinguido; y aceptó entonces casarse con un modesto empleado del Ministerio de Instrucción Pública.

No pudiendo adornarse, fue sencilla, pero desgraciada, como una mujer obligada por la suerte a vivir en una esfera inferior a la que le corresponde; porque las mujeres no tienen casta ni raza, pues su belleza, su atractivo y su encanto les sirven de ejecutoria y de familia. Su nativa firmeza, su instinto de elegancia y su flexibilidad de espíritu son para ellas la única jerarquía, que iguala a las hijas del pueblo con las más grandes señoras.

Sufría constantemente, sintiéndose nacida para todas las delicadezas y todos los lujos. Sufría contemplando la pobreza de su hogar, la miseria de las paredes, sus estropeadas sillas, su fea indumentaria. Todas estas cosas, en las cuales ni siquiera habría reparado ninguna otra mujer de su casa, la torturaban y la llenaban de indignación.

La vista de la muchacha bretona que les servía de criada despertaba en ella pesares desolados y delirantes ensueños. Pensaba en las antecámaras mudas, guarnecidas de tapices orientales, alumbradas por altas lámparas de bronce y en los dos pulcros lacayos de calzón corto, dormidos en anchos sillones, amodorrados por el intenso calor de la estufa. Pensaba en los grandes salones colgados de sedas antiguas, en los finos muebles repletos de figurillas inestimables y en los saloncillos coquetones, perfumados, dispuestos para hablar cinco horas con los amigos más íntimos, los hombres famosos y agasajados, cuyas atenciones ambicionan todas las mujeres.


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8 págs. / 15 minutos / 145 visitas.

Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

La Mano Disecada

Guy de Maupassant


Cuento


Un amigo mío, Luis R., tenía reunidos en su casa una noche, hará cosa de ocho meses, a varios camaradas de colegio. Bebíamos ponche y fumábamos, hablando de literatura y pintura y contando de cuando en cuando anécdotas jocosas, como es habitual en reuniones de gente joven. Se abre súbitamente la puerta y entra como un vendaval uno de mis buenos amigos de la infancia:

—¿A que no adivinan de dónde vengo? —exclamó en seguida.

—Apuesto a que vienes de Mabille —contesta uno.

—¡Caray! Vienes demasiado alegre; acabas de conseguir dinero prestado, has enterrado a un tío tuyo o has empeñado el reloj —dice otro.

—Estabas ya borracho, y como te ha dado en la nariz el ponche de Luis, has subido a su casa para emborracharte de nuevo —contesta un tercero.

—No dan en el clavo; vengo de P., en Normandía, donde he pasado ocho días, y traigo de allí a un gran criminal, amigo mío, que les voy a presentar, con su permiso.

Y diciendo y haciendo, sacó del bolsillo una mano disecada. Era una mano horrible, negra, seca, muy larga y como si estuviese crispada; los músculos, extraordinariamente poderosos, estaban sujetos, interior y exteriormente, por una tira de piel apergaminada; las uñas amarillas, estrechas, cubrían aún las extremidades de los dedos; todo aquello olía a criminal desde una legua de distancia.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Encuentro

Guy de Maupassant


Cuento


Los encuentros constituyen el encanto de los viajes. ¿Quién no siente alegría de un encuentro inesperado, en mil lugares del país, con un parisino, un compañero de colegio, un vecino del campo? ¿Quién no ha pasado la noche con los ojos abiertos, en la incómoda diligencia que discurre por unas comarcas donde el vapor es todavía ignorado, al lado de una muchacha desconocida, entrevista solamente a la débil luz de la lámpara, desde que ella sube al coche ante la puerta de una blanca casa de un pueblo?. Y a la mañana siguiente, cuando el espíritu y los oídos están entumecidos del continuo tintineo de los cascabeles y de la estruendosa vibración de los cristales, qué encantadora sensación al ver la belleza de nuestro lado desgreñada, abrir los ojos y examinar a su vecino; poder ofrecerle mil servicios y escuchar su historia que ella siempre narra cuando se encuentra bien. Y cómo uno se extasía también sin ningún sentido, al verla descender ante la barrera de una casa de campo. Parece captarse en sus ojos, cuando esta amiga de dos horas nos dice adiós para siempre, un atisbo de emoción, de nostalgia, ¿quién sabe?... Y aquél buen recuerdo se conserva hasta la vejez en esos frágiles recuerdos de los viajes.

Al sur, al sur, todo el extremo de Francia, es un país desierto, pero desierto como las soledades americanas, ignorado por los viajeros, inexplorado, separado del mundo por unas cadenas montañosas en las que están asiladas unas aldeas a los márgenes de un gran río, El Argens, al que ningún puente atraviesa. Toda esta comarca de montaña, es conocida bajo el nombre de "macizo de los Maures". Su verdadera capital es Saint Tropez, ubicada en el extremo de esta tierra perdida, al borde del golfo de Grimaud, en la más bella de las costas de Francia.


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4 págs. / 7 minutos / 117 visitas.

Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Historia de un Perro

Guy de Maupassant


Cuento


La prensa respondió unánimemente a la llamada de la Sociedad Protectora de Animales para colaborar en la construcción de un establecimiento para animales. Sería una especie de hogar y un refugio, donde los perros perdidos, sin dueño, encontrarían alimento y abrigo en vez del nudo corredizo que la administración les tiene reservado.

Los periódicos recordaron la fidelidad de los animales, su inteligencia, su dedicación. Ensalzaron sucesos de asombrosa sagacidad.

Es mi deseo, aprovechando esta oportunidad, contar la historia de un perro perdido, de un perro vulgar, sin pedigrí. Es una historia sencilla pero auténtica.

En los suburbios de París, a las orillas del Sena, vivía una familia de ricos burgueses. Poseían una elegante mansión con un gran jardín, caballos, carruajes y muchos criados.

El cochero se llamaba François. Era un individuo de origen campesino, un poco corto de inteligencia; grueso, embotado..., pero de buen corazón.

Una noche, en la que regresaba a la casa de sus amos, un perro comenzó a seguirlo. En un principio ignoró al animal, pero la obstinación de éste y el hecho de seguirlo tan de cerca, hizo que el cochero se volviese... Miraba al can intentando reconocerlo, pero no... nunca lo había visto.

Se trataba de una perra de una terrible delgadez, con enormes ubres colgantes. Trotaba detrás del hombre en un estado lamentable; la cola apretada entre las piernas y las orejas pegadas contra la cabeza.

François se detuvo. Lo mismo hizo la perra. François reanudó la marcha y la perra siguió tras él.

Deseó desprenderse de aquel esqueleto de animal y gritó:

—¡Vete... Aléjate de mí!

La perra se movió dos o tres pasos hacia atrás y se detuvo apoyándose sobre las patas traseras, pero tan pronto el cochero se volvió, ésta volvió a seguirlo.


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Las Caricias

Guy de Maupassant


Cuento


No, amigo mío, no piense usted más en ello. Lo que me pide es una cosa que me subleva y me repugna. Diríase que Dios..., porque yo creo en Dios..., se propuso estropear cuanto había hecho de bueno, agregándole algo que fuese horrible. Nos hizo el don del amor, que es la cosa más agradable que existe en el mundo; pero, pareciéndole demasiado hermoso y demasiado puro para nosotros, inventó los sentidos, esa cosa innoble, sucia, indignante, brutal: los sentidos; disponiéndolos de tal manera que pareciesen una burla, entremezclándolos con las inmundicias del cuerpo, para que no podamos pensar en ellos sin sonrojamos, ni hablar de ellos sino en voz baja. La horrible función de los sentidos está toda ella envuelta en vergüenza. Se esconde, subleva el alma, lastima los ojos y, desterrada por la moral, perseguida por la ley, no se realiza sino en la oscuridad, como si fuese un crimen.

¡No me hable usted jamás de cosa semejante, jamás!...

Ignoro si lo amo a usted, pero sí sé que me agrada estar a su lado, que su mirada es para mí una dulzura y que el timbre de la voz de usted me acaricia el corazón. Desde el instante mismo en que consiguiese usted de mi debilidad lo que desea, me resultaría usted odioso. Se quebraría el lazo delicado que hoy nos une a los dos. Se abriría entre nosotros un abismo de infamias.

Sigamos siendo lo que somos. Y... ámeme usted, si ése es su gusto; yo se lo permito.

Su amiga,

Genoveva.

¿Me permite usted, señora, que yo, a mi vez, le hable brutalmente, sin miramientos galantes, lo mismo que hablaría a un amigo que me declarase su propósito de pronunciar los votos perpetuos?

Yo no sé tampoco si estoy enamorado de usted. Únicamente lo sabría después de esa cosa que de tal modo la subleva. ¿Ha olvidado usted los versos de Musset?


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Refugio

Guy de Maupassant


Cuento


Semejante a todos los mesones de madera plantados en los Altos Alpes, al pie de los ventisqueros, en esos callejones pedregosos y desnudos que cortan los blancos picachos de las montañas, el refugio de Schwarenbach ampara a los viajeros que siguen el paso del Jemmi.

Está abierto durante seis meses y lo habita la familia de Juan Hauser; luego, en cuanto las nieves se amontonan, llenan el valle y hacen impracticable el descenso a Loëche, las mujeres, el padre y los tres hijos, se van dejando la casa al cuidado del viejo guía Gaspar Hari, que allí se queda con el joven Ulrico Kunsi, y Sam, un perrazo montañés.

Los dos hombres y el perro viven en aquella cárcel de nieve hasta que vuelve la primavera, no teniendo ante los ojos más que la inmensa y blanca pendiente de Balmhorn, con los picachos pálidos y brillantes que la rodean, y encerrados, bloqueados, enterrados en la nieve que se alza en torno suyo, y rodea, oprime, aplasta la casuca, se amontona sobre el tejado, llega hasta las ventanas y tapia la puerta.

Es el día en que la familia Hauser regresa a Loëche, pues el invierno se acerca y el descenso empieza a ser peligroso.

Primero salen tres mulas, que los tres hijos llevan de la brida, y la madre, Juana Hauser, y su hija Luisa, montan en otra. Las tres primeras llevan el equipaje.

El padre sigue en compañía de los dos guardianes que han de escoltar a la familia hasta que empiece la bajada.

Contornean primero la ya helada laguna del fondo de la hoya formada por las rocas que están frente al refugio; cruzan luego el valle, blanco como una sábana y completamente dominado por los picos nevados.

Una lluvia de sol cae sobre ese desierto blanco, resplandeciente y helado, iluminándolo con llama cegadora y fría; en ese océano de montañas la vida no aparece por ninguna parte; en la desmesurada soledad no se advierte el menor movimiento, y ningún ruido viene a turbar su profundo silencio.


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Publicado el 13 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

La Casa Tellier

Guy de Maupassant


Cuento


I

Se iba allá, cada noche, alrededor de las once, como se va a un café, simplemente.

Se encontraban seis a ocho, siempre los mismos, no eran juerguistas sino hombres honorables, comerciantes, jóvenes funcionarios de gobierno; tomaban su chartreuse alegremente con alguna de las muchachas, o bien charlaban seriamente con "Madame", a quién todos respetaban.

Luego se recogían a dormir antes de la media noche. Los jóvenes algunas veces se quedaban.

La casa era de familia, pequeñita, pintada de amarillo, en la esquina de una calle detrás de la iglesia de Saint—Etienne; por las ventanas, se veía la bahía llena de barcos que descargaban, el gran pantano salado llamado "La traba", detrás, el costado de la Virgen con su vieja capilla completamente gris.

Madame, provenía de una buena familia de campesinos del departamento del Eure, había aceptado esta profesión igualmente como hubiera sido modista o sirvienta. El prejuicio de deshonra asociado a la prostitución, tan violento y tan vivo en las ciudades, no existe en la campiña Normanda. El campesino dice: — Es una buena profesión — y enviarían a sus hijos a mantener un harem de mujeres como los enviarían a dirigir un internado de señoritas.

Esta casa, por lo demás, provenía de herencia de un viejo tío de la cuál era propietario. Monsieur y Madame, anteriormente proxenetas cerca de Yvetot, lo habían inmediatamente liquidado pensando que el negocio de Fécamp era más ventajoso para ellos; habían llegado una bonita mañana a tomar la dirección de la empresa que colapsaba en ausencia de sus dueños.

Eran buena gente, que se hicieron querer inmediatamente por su personal y sus vecinos.

El señor Tellier murió de un ataque dos años más tarde. Su nueva profesión lo mantenían entre la molicie y el sedentarismo, engordando demasiado, dañó su salud.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Campanilla

Guy de Maupassant


Cuento


¡Son extraños, esos antiguos recuerdos que nos obsesionan sin que podamos desprendernos de ellos!

Este es tan viejo, tan viejo, que no puedo comprender cómo ha permanecido tan vivo y tenaz en mi mente. He visto después tantas cosas siniestras, emocionantes o terribles, que me asombra que no pase un día, ni un sólo día, sin que la figura de la tía Campanilla aparezca ante mis ojos, tal como la conocí, en tiempos, hace mucho, cuando yo tenía diez o doce años.

Era una vieja costurera que venía una vez a la semana, todos los martes, a repasar la ropa en casa de mis padres. Mis padres vivían en una de esas casas de campo llamadas castillos y que son simplemente antiguas mansiones de tejado puntiagudo, de las cuales dependen cuatro o cinco granjas agrupadas a su alrededor.

El pueblo, un pueblo grande, una villa, aparecía a unos cientos de metros, agolpado en torno a la iglesia, una iglesia de ladrillos rojos ennegrecidos por el tiempo.

Así, pues, todos los martes la tía Campanilla llegaba entre seis y media y siete de la mañana y subía enseguida al cuarto de costura para ponerse al trabajo.

Era una mujer alta y flaca, barbuda, o mejor dicho peluda, pues tenía barba en toda la cara, una barba sorprendente, inesperada, que crecía en penachos inverosímiles, en mechones rizados que parecían diseminados por un loco en aquel gran rostro de gendarme con faldas. Los tenía sobre la nariz, bajo la nariz, alrededor de la nariz, en el mentón, en las mejillas; y sus cejas, de un espesor y de una largura extravagantes, completamente grises, tupidas, erizadas, parecían enteramente un par de bigotes colocados allí por error.


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5 págs. / 9 minutos / 85 visitas.

Publicado el 4 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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