Textos más populares este mes de Guy de Maupassant publicados por Edu Robsy | pág. 4

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autor: Guy de Maupassant editor: Edu Robsy


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En el Agua

Guy de Maupassant


Cuento


El verano pasado alquilé una casita de campo situada á orillas del Sena, á varias leguas de París, y allí iba á dormir todas las noches. Poco tardé en entablar relaciones con uno de mis vecinos, hombre de treinta á cuarenta años, que, indudablemente, era el tipo más curioso que nunca me he echado á la cara. Era un canoero viejo, pero un canoero furibundo que estaba siempre cerca del agua, en el agua, dentro del agua; que sin duda había nacido en una canoa, y que seguramente en una canoa morirá también.

Y una noche, que paseábamos juntos por las orillas del Sena, le supliqué que me refiriese algunas anécdotas de su vida náutica. Mi hombre se animó inmediatamente, se transfiguró, y juzgándole por la elocuencia de que hizo gala, le creí poeta. En su corazón anidaba una pasión muy grande, una pasión devoradora é irresistible: el río.

—¡Ah!—me dijo.—¡Cuántos recuerdos míos se relacionan con este río qué mansamente se desliza á nuestro lado! Ustedes, los que viven en calles, no saben lo que es un río; pero oiga á un pescador pronunciar estas palabras. Para él, es el abismo misterioso, profundo, desconocido; es el país de los espejismos y de las fantasmagorías donde se ven, de noche, cosas que no existen, y donde se oyen ruidos que no se han oído nunca. En él se tiembla sin saber por qué, lo mismo que al cruzar un cementerio, y efectivamente, el cementerio más siniestro es aquél en que no hay tumbas.

La tierra es cosa limitada para el pescador, y en la sombra, cuando no hay luna, el río no tiene fin. Los marinos no sienten la misma cosa por la mar. La mar es dura á veces, terrible otras, mala muchas, pero brama, ruge y es leal: el río es silencioso y pérfido. Nunca ruge, siempre se desliza sin ruido, y tengo para mí que ese eterno movimiento del agua murmuradora es cien veces más terrible que las altas olas del Océano.


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Publicado el 2 de marzo de 2025 por Edu Robsy.

Una Vendetta

Guy de Maupassant


Cuento


La viuda de Pablo Savarini habitaba sola con su hijo en una pobre casita de los alrededores de Bonifacio. La población, construida en un saliente de la montaña, suspendida sobre el mar, mira por encima el estrecho erizado de escollos de la costa más baja de la Cerdeña. A sus pies, del otro lado, la rodea casi enteramente una cortadura de la costa que parece un gigantesco corredor, el cual sirve de puerto a las lanchas pescadoras italianas o sardas, y cada quince días al viejo vapor que hace el servicio de Ajaccio.

Sobre la blanca montaña, el montón de casas forma una mancha más blanca aun, como nidos de pájaros salvajes acurrucados sobre su roca, dominando aquel paso terrible en que no se aventuran los barcos grandes.

El viento sin reposo fustiga el mar, que golpea sobre la costa desnuda y se mete por el estrecho, cuyos dos bordes destruye.

La casa de la viuda Savarini, abierta al borde mismo de la costa, abre sus tres ventanas sobre aquel horizonte salvaje y desolado.

Allí vivía sola con su hijo Antonio y su perra "Vigilante", una perraza flaca con pelos largos y bastos, de la raza de los perros de ganado, y que servía al joven para cazar.

Una tarde, después de una reyerta, Antonio Savarini fue muerto a traición de una puñalada por Nicolás Rovalati, que aquella misma noche huyó a Cerdeña.

Cuando la anciana madre recibió el cuerpo de su hijo, que dos amigos le llevaron, no lloró, pero se quedó inmóvil mirándolo; después tendió su arrugada mano sobre el cadáver y juró vengarlo.

No quiso que nadie se quedara allí; se quedó sola con el cuerpo y se encerró acompañada de la perra, que aullaba de un modo lastimero y no se separaba del lado de su amo. La madre, inclinándose sobre el cuerpo de su hijo, con la mirada fija, lloraba lágrimas silenciosas contemplándolo.


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Publicado el 6 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Carta que se encontró a un ahogado

Guy de Maupassant


Cuento




¿Me pregunta usted, señora, si me burlo? ¿No puede usted creer que un hombre no haya sentido jamás amor? Pues bien: no, no he amado nunca, nunca.

¿De qué depende eso? No lo sé... Pero no he sentido jamás ese estado de embriaguez del corazón que llaman amor. Jamás he vivido en ese ensueño, en esa locura, en esa exaltación a que nos lanza la imagen de una mujer, ni me vi nunca perseguido, obsesionado, calenturiento, embebecido por la esperanza o la posesión de un ser convertido de pronto para mí en el más deseable de todos los encantos, en la más hermosa de todas las criaturas, más interesante que todo el universo. En mi vida he llorado ni he sufrido por ninguna de ustedes. Tampoco he pasado las noches en vela pensando en una mujer. No conozco ese despertar que su pensamiento y su recuerdo iluminan. No conozco tampoco la excitación enloquecedora del deseo, cuando se le espera, y la divina melancolía sentimental, cuando ella ha huido, dejando en el cuarto un perfume sutil de violeta y de carne.

Jamás he amado.

Muy a menudo me he preguntado a qué es esto debido y, verdaderamente, no lo sé muy bien. Aunque llegué a encontrar varias razones, se refieren a la metafísica, y no sé si las apreciará usted.

Analizo demasiado a las mujeres para dejarme dominar por sus encantos. Pido a usted mil perdones por esta confesión que explicaré. Hay en toda criatura dos naturalezas diferentes: una moral y otra física.

Para amar tendría que descubrir, entre esas dos naturalezas, una armonía que no hallé jamás. Siempre una de las dos hállase a mayor altura que la otra; unas veces la naturaleza física, y otras la moral.


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Publicado el 18 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Claro de Luna

Guy de Maupassant


Cuento




El padre Marignan llevaba con gallardía su nombre de guerra. Era un hombre alto, seco, fanático, de alma exaltada, pero recta. Decididamente creyente, jamás tenía una duda. Imaginaba con sinceridad conocer perfectamente a Dios, penetrar en sus designios, voluntades e intenciones.

A veces, cuando a grandes pasos recorría el jardín del presbiterio, se le planteaba a su espíritu una interrogación: "¿Con qué fin creó Dios aquello?" Y ahincadamente buscaba una respuesta, poniéndose su pensamiento en el lugar de Dios, y casi siempre la encontraba. No era persona capaz de murmurar en un transporte de piadosa humildad: "¡Señor, tus designios son impenetrables!" El padre Marignan se decía a sí mismo: "Soy siervo de Dios; debo, por tanto, conocer sus razones de obrar y adivinar las que no conozco."

Todo le parecía creado en la naturaleza con una lógica absoluta y admirable. Los principios y fines se equilibraban perfectamente. Las auroras se habían hecho para hacer alegre el despertar, los días para madurar el trigo, las lluvias para regarlo, las tardes oscuras para predisponer al sueño, y las noches para dormir. Las cuatro estaciones correspondían totalmente a las necesidades de la agricultura; y jamás el sacerdote sospecharía que no hay intenciones en la naturaleza, y que todo lo que existe, al contrario de lo que él pensaba, se sometió a las duras necesidades de las épocas, de los climas y de la materia.


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Publicado el 18 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Afeminado

Guy de Maupassant


Cuento


Cuántas veces oímos decir: "Es encantador este hombre, pero es una mujer, una mujer auténtica".

Vamos a hablar del afeminado, la peste de nuestro país.

Ya que nosotros, en Francia, somos todos afeminados, es decir, cambiantes, antojadizos, inocentemente pérfidos, sin orden en las convicciones o la voluntad, violentos y débiles como las mujeres.

Pero el más irritante de los afeminados es seguramente el parisino y de los bulevares, en el que las apariencias de inteligencia son más acusadas y que reúne en sí mismo, exageradas por su temperamento de hombre, todas las seducciones y todos los defectos de las encantadoras mujerzuelas.

Nuestra Cámara de Diputados está poblada de afeminados. Ellos forman el gran partido de los oportunistas amables que podríamos llamar los "hipnotizadores". Estos son los que gobiernan con palabras suaves y promesas engañosas, que saben dar la mano de forma que se creen afectos, decir "querido amigo" de una manera delicada a las personas que menos conocen, cambiar de opinión sin ni siquiera sospecharlo, exaltarse ante cualquier idea nueva, ser sincero en sus creencias cambiantes como veletas, dejarse engañar de la misma forma que ellos engañan, no recordar al día siguiente lo que dijeron la víspera.

Los periódicos están llenos de afeminados. Tal vez sea aquí donde más los encontramos, pero es también aquí donde son más necesarios. Hay que exceptuar algunas voces como "Los Debates" o "La Gaceta de Francia".

Evidentemente, todo buen periodista debe ser un poco mujer, es decir, estar a las órdenes del público, servil aceptando inconscientemente los regueros de la corriente de opinión pública, voluble y versátil, escéptico y crédulo, malvado y servicial, bromista y necio, entusiasta e irónico y siempre convencido pero sin creer en nada.


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Publicado el 18 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

La Muerta

Guy de Maupassant


Cuento


¡Yo la había amado locamente! ¿Por qué amamos? Es raro no ver en el mundo sino a un ser, no tener en la mente sino una idea, en el corazón sino un deseo, y en la boca más que un nombre: un nombre que sube sin cesar, que sube, como el agua de un manantial, de las honduras del alma, que sube a los labios, y que decimos, que repetimos, que murmuramos sin cesar en todas partes, al igual que una plegaria.

No contaré nuestra historia. El amor no tiene más que una, siempre la misma. La encontré y la amé. Nada más. Y viví durante un año en su ternura, en sus brazos, en su caricia, en su mirada, en sus trajes, en sus palabras, enredado, ligado, aprisionado en todo lo que venía de ella, de una forma tan completa que ya no sabía si era de día o de noche, si estaba vivo o muerto, en la vieja tierra o en otro lugar.

Y he aquí que se murió. ¿Cómo? No sé, ya no lo sé.

Volvió a casa empapada, una noche de lluvia, y al día siguiente tosía. Tosió durante una semana aproximadamente y guardó cama.

¿Qué ocurrió? Ya no lo sé.

Los médicos venían, escribían, se iban. Se traían remedios; una mujer se los hacía tomar. Sus manos estaban calientes, su frente ardiente y húmeda, su mirada brillante y triste. Yo le hablaba, ella me respondía. Qué nos dijimos? Ya no lo sé: ¡Lo he olvidado todo, todo! Se murió, recuerdo muy bien su breve suspiro, su breve suspiro tan débil, el último. La enfermera dijo: «¡Ay!» ¡Comprendí, comprendí!

No supe nada más. Nada. Vi a un sacerdote que pronunció estas palabras. «Su querida.» Me pareció que la insultaba. Puesto que ella había muerto, nadie tenía derecho a saber eso. Lo despedí. Vino otro que fue muy bondadoso, muy dulce. Yo lloraba cuando él me habló de ella.

Me consultaron mil cosas sobre el entierro. Ya no lo sé. Recuerdo muy bien, sin embargo, el ataúd, el ruido de los martillazos cuando la clavaron dentro. ¡Ay, Dios mío!


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Los Restos del Naufragio

Guy de Maupassant


Cuento


Era ayer, 31 de Diciembre.

Acababa de almorzar con mi viejo amigo Georges Garin. El sirviente le entregó una carta cubierta de sellos y estampillas extranjeras.

Georges me dijo:

— ¿Me permites?

— Por supuesto.

Y se puso a leer ocho páginas de un manuscrito inglés grande, cruzado en todas las direcciones. Las leía lentamente, con una atención grave, con aquel interés que ponemos a las cosas que nos tocan el corazón.

Luego puso la carta en la repisa de la chimenea y dijo:

— ¡Ahí tienes una historia curiosa que nunca te conté, sin embargo, una aventura sentimental que me sucedió!. ¡Ah! ¡Ése fue un Día de Año Nuevo extraordinario. ¡Han pasado veinte años, porque tenía entonces treinta años y ahora tengo cincuenta!.

Era entonces inspector de seguros marítimos de la compañía que dirijo actualmente. Me había propuesto pasar en París la fiesta del primero de Enero, de acuerdo a la costumbre de hacer de ese día un día festivo, cuando recibí una carta del gerente, ordenándome partir inmediatamente para la Isla de Ré dónde se había varado un velero de tres palos de Saint—Nazaire, asegurado por nosotros. Eran las ocho de la mañana. Llegué a la oficina a las diez para recibir las instrucciones y esa misma tarde tomé el expreso que me dejó en La Rochelle al día siguiente el 31 de Diciembre.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Soledad

Guy de Maupassant


Cuento


Habíamos comido juntos varios amigos de buen humor, alegres y contentos. Uno de ellos, el más viejo de todos nosotros, me dijo:

—¿Quieres que subamos a pie la avenida de los Campos Eliseos?

Y salimos juntos siguiendo a paso lento el largo y ancho paseo bajo los árboles casi desprovistos de hojas. No se oía otro ruido sino ese rumor confuso y continuo que se escucha en. Paris a todas horas. Un vientecillo fresco nos azotaba el rostro, y allá arriba el cielo oscuro, negro, cubierto de estrellas parecía sembrado de un polvo de oro. Mi compañero me dijo:

—No sé por qué respiro aquí de noche mejor que en ninguna otra parte. Me parece que mi pensamiento se ensancha. Hay momentos en que siento esa especie de luz en el entendimiento que hace creer, durante un segundo, que se va a descubrir el divino secreto de las cosas. Pero pasado ese instante la luz se extingue... la ventana se cierra y se acabó!

De cuando en cuando veíamos deslizarse dos sombras a lo largo de los árboles, o pasábamos por delante de un banco donde estaban dos seres sentados uno junto a otro, y cuyas negras siluetas se confundían en una sola.

Mi amigo murmuró:

—¡Pobre gente! No es repugnancia el sentimiento que me inspiran, sino el de una inmensa piedad. Entre todos los misterios de la vida humana hay uno que yo he penetrado: el grande, el cruel tormento de nuestra existencia, proviene de que estamos eternamente solos, y todos nuestros esfuerzos, todos nuestros actos no tienden sino a huir esa soledad en que vivimos. Esos enamorados al aire libre que acabamos de ver sentados en esos bancos tratan, como, nosotros, como todas las criaturas, de hacer cesar ese aislamiento, aunque solo sea durante un minuto: pero permanecen y permanecerán siempre solos, y nosotros también. Unos se aperciben más que otros de esa verdad; pero todos la comprenden.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Alexandre

Guy de Maupassant


Cuento


Aquel día, como todos, a las cuatro, condujo Alexandre hasta la puerta de la casita del matrimonio Maramballe la silla de minusválido de tres ruedas en la que paseaba hasta las seis, por prescripción facultativa, a su anciana e inválida patrona. Cuando hubo situado el ligero vehículo junto al escalón, justo en el lugar en que podía hacer subir fácilmente a la gruesa señora, entró en la vivienda y pronto se escuchó en el interior una voz furiosa, una voz ronca de antiguo soldado que lanzaba improperios; era la voz del señor, un ex capitán de infantería jubilado, Joseph Maramballe. Luego se escuchó un ruido de puertas cerradas con violencia, un ruido de sillas derribadas, un ruido de pasos agitados, luego nada, y después de algunos instantes Alexandre reapareció en el umbral de la puerta, sosteniendo con todas sus fuerzas a la señora Maramballe extenuada por el descenso de la escalera. Una vez que, no sin esfuerzo, ella estuvo instalada en la silla de ruedas, Alexandre pasó por detrás, agarró la barra doblada que servía para empujar el vehículo, y lo dirigió hacia la orilla del río.

Cruzaban así todos los días el pueblo en medio de los saludos respetuosos que los vecinos dirigían probablemente tanto al criado como a la señora, pues si ella era querida y respetada por todos, él, aquel viejo soldado de barba blanca, barba de patriarca, era considerado como un modelo de sirvientes.

El sol de julio caía intensamente sobre la calle, ahogando las bajas casas con su luz triste a fuerza de ser ardiente y cruda. Los perros dormían sobre las aceras en la línea de sombra junto a los muros, y Alexandre, resoplando un poco, apresuraba el paso con el fin de llegar lo antes posible a la avenida que conducía al río. La señora Maramballe dormitaba ya bajo su blanca sombrilla cuya punta abandonada iba, a veces, a apoyarse sobre el rostro impasible del hombre.


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Publicado el 4 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Campanilla

Guy de Maupassant


Cuento


¡Son extraños, esos antiguos recuerdos que nos obsesionan sin que podamos desprendernos de ellos!

Este es tan viejo, tan viejo, que no puedo comprender cómo ha permanecido tan vivo y tenaz en mi mente. He visto después tantas cosas siniestras, emocionantes o terribles, que me asombra que no pase un día, ni un sólo día, sin que la figura de la tía Campanilla aparezca ante mis ojos, tal como la conocí, en tiempos, hace mucho, cuando yo tenía diez o doce años.

Era una vieja costurera que venía una vez a la semana, todos los martes, a repasar la ropa en casa de mis padres. Mis padres vivían en una de esas casas de campo llamadas castillos y que son simplemente antiguas mansiones de tejado puntiagudo, de las cuales dependen cuatro o cinco granjas agrupadas a su alrededor.

El pueblo, un pueblo grande, una villa, aparecía a unos cientos de metros, agolpado en torno a la iglesia, una iglesia de ladrillos rojos ennegrecidos por el tiempo.

Así, pues, todos los martes la tía Campanilla llegaba entre seis y media y siete de la mañana y subía enseguida al cuarto de costura para ponerse al trabajo.

Era una mujer alta y flaca, barbuda, o mejor dicho peluda, pues tenía barba en toda la cara, una barba sorprendente, inesperada, que crecía en penachos inverosímiles, en mechones rizados que parecían diseminados por un loco en aquel gran rostro de gendarme con faldas. Los tenía sobre la nariz, bajo la nariz, alrededor de la nariz, en el mentón, en las mejillas; y sus cejas, de un espesor y de una largura extravagantes, completamente grises, tupidas, erizadas, parecían enteramente un par de bigotes colocados allí por error.


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Publicado el 4 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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