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autor: Guy de Maupassant etiqueta: Cuento


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Un Ardid

Guy de Maupassant


Cuento


El médico y la enferma charlaban al lado del fuego que ardía en la chimenea.

La enfermedad de Julia no era grave; era una de esas ligeras molestias que aquejan frecuentemente a las mujeres bonitas: un poco de anemia, nervios y algo de esa fatiga que sienten los recién casados al fin de su primer mes de unión, cuando ambos son jóvenes, enamorados y ardientes.

Estaba media acostada en su chaise—longue y decía:

—No, doctor; yo no comprendo ni comprenderé jamás que una mujer engañe a su marido. ¡Admito que no le quiera, que no tenga en cuenta sus promesas, sus juramentos!... Pero, ¿cómo osar entregarse a otro hombre? ¿Cómo ocultar eso a los ojos del mundo? ¿Cómo es posible amar en la mentira y en la traición?

El médico contestó sonriendo:

—En cuanto a eso, es bien fácil. Crea usted que no se piensa en nada de eso; que esas reflexiones no le ocurren a la mujer que se propone engañar a su marido. Es más: estoy seguro de que una mujer no está preparada para sentir el verdadero amor sino después de haber pasado por todas las promiscuidades y todas las molestias del matrimonio que, según un ilustre pensador, no es sino un cambio de mal humor durante el día y de malos olores durante la noche. Nada más cierto. Una mujer no puede amar apasionadamente, sino después de haber estado casada. Si se pudiera comparar con una casa, diría que no es habitable hasta que un marido ha secado los muros. En cuanto a disimular, todas las mujeres lo saben hacer de sobra cuando llega la ocasión. Las menos experimentadas son maravillosas y salen del paso ingeniosamente en los momentos más difíciles.

La joven enferma hizo un gesto de incredulidad y contestó:

—No, doctor; no se le ocurre a una sino después, lo que debió haber hecho en las circunstancias difíciles y peligrosas; y las mujeres están siempre mucho más expuestas que los hombres a aturdirse, a perder la cabeza.


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Tonico

Guy de Maupassant


Cuento


I

A diez leguas a la redonda se conocía al tío Tonico, Tonico el gordo, Tonico-mi-triple, a Antonio Macheblé, Brulote de apodo, el tabernero de Tournevent.

Había hecho célebre a la aldea hundida en un pliegue del valle que bajaba hasta la mar, pobre aldea compuesta de diez casas normandas rodeadas de fosos y de árboles.

Y las casitas estaban allí amontonadas, ocultas casi entre hierbas y juncos, detrás de la curva que había sido causa de que a aquel lugar se le llamase Toumevent. No parecía sino que, como los pájaros, habían ido a buscar asilo, en aquel hoyo para resguardarse de las borrascas y del viento fuerte y salado que todo lo destruye y quema cual si fuese fuego.

Pero, la aldea entera parecía pertenecer en propiedad a Antonio Macheblé, por mal nombre el Brulote, al que también llamaban Tonico y Tonico-mi-triple, a consecuencia de una frase que empleaba constantemente.

—Mi triple es el primero de Francia.

Su triple era su aguardiente, claro está.

Veinte años hacía que envenenaba a la comarca con su triple, pues cada vez que le preguntaban:

—¿Y qué vamos a beber tío Tonico?

Contestaba invariablemente:

—Un brulote, sobrino; eso calienta la tripa y aclara la cabeza: para el cuerpo no hay nada mejor.

También tenía costumbre de llamar a todo el mundo sobrino, por más que jamás hubiese tenido hermanos ni hermanas casados.

Y todo el mundo conocía a Tonico el Brulote, el hombre más gordo del cantón y tal vez de todo el distrito. Su casita parecía ridículamente pequeña y estrecha para contenerle, y cuando se le veía de pie ante su puerta, donde pasaba días enteros, la gente se preguntaba cómo se las componía para entrar en ella. Y en ella entraba cada vez que se presentaba un consumidor, pues Tonico-mi-triple estaba invitado por derecho propio a tomar su copita por cuenta de cuantos entraban a beber en su casa.


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Publicado el 13 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

Tombuctú

Guy de Maupassant


Cuento


El bulevar, ese río de vida, bullía en el polvo de oro del sol poniente. Todo el cielo estaba rojo, cegador; y, por detrás de la Madeleine, una inmensa nube arrebolada arrojaba sobre toda la larga avenida un oblicuo diluvio de fuego, vibrante como el vapor de una fogata.

La muchedumbre, alegre, palpitante, caminaba bajo aquella bruma encendida y parecía en una apoteosis. Los rostros estaban dorados; los sombreros negros y los trajes tenían reflejos de púrpura; el charol de los zapatos lanzaba llamas sobre el asfalto de las aceras.

Ante los cafés, multitud de hombres tomaban bebidas brillantes y coloreadas que parecían piedras preciosas fundidas en el cristal.

Entre los parroquianos vestidos con trajes ligeros y oscuros, dos oficiales con uniforme de gala hacían bajar todos los ojos con el deslumbramiento de sus entorchados. Charlaban, alegres sin motivo, entre aquella gloria de vida, entre la radiante irradiación de la tarde; miraban a la muchedumbre, los hombres lentos y las mujeres apresuradas que dejaban tras sí un perfume intenso y turbador.

De repente un enorme negro, vestido de negro, ventrudo, con un chaleco de dril recargado de dijes, con la cara tan reluciente como si le hubieran sacado brillo, pasó ante ellos con aire triunfal. Sonreía a los transeúntes, sonreía a los vendedores de periódicos, sonreía hacia el cielo resplandeciente, sonreía a París entero. Era tan alto que sobrepasaba todas las cabezas; y, a su paso, todos los bobalicones se volvían para contemplarlo de espaldas.

Pero de pronto divisó a los oficiales y, atropellando a los bebedores, se lanzó hacia ellos. En cuanto estuvo ante su mesa, clavó en ellos sus ojos brillantes y encantados, y las comisuras de la boca le subieron hasta las orejas, descubriendo unos dientes blancos, claros como una luna creciente en un cielo negro. Los dos hombres, estupefactos, contemplaban a aquel gigante de ébano, sin entender su alegría.


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Suicidas

Guy de Maupassant


Cuento


No pasa un día sin que aparezca en los periódicos la relación de algún suceso como éste:

"Anoche, los vecinos de la casa número tal de la calle tal oyeron dos o tres detonaciones y, saliendo a la escalera para saber lo que ocurría, entre todos pudieron comprobar que se habían producido en el cuarto del señor X. Al abrir la puerta de dicho cuarto —después de llamar inútilmente— vieron al inquilino tendido en el suelo, sobre un charco de sangre y empuñando aún el revólver con el cual se había ocasionado la muerte.

"Se ignora la causa de tan funesta determinación, porque el señor X. vivía en posición desahogada y, teniendo ya cincuenta y siete años, disfrutaba de bastante salud."

¿Qué angustiosos tormentos, qué ocultas desdichas, qué horribles desencantos convierten a esas personas, al parecer felices, en suicidas?

Indagamos, presumimos al punto, dramas pasionales, misterios de amor, desastres de intereses, y como no se descubre jamás una causa precisa, cubrimos con una palabra esas muertes inexplicables: "Misterio, misterio".

Una carta escrita poco antes de morir, por uno de los muchos que "se suicidan sin motivo", cayó en mi poder. La juzgo interesante. No descubre ningún derrumbamiento, ninguna miseria espantosa, nada de lo extraordinario que se busca siempre para justificar una catástrofe; pero pone de relieve la sucesión de pequeños desencantos que desorganizan fatalmente la existencia solitaria de un hombre que ha perdido todas las ilusiones y acaso explique —a los nerviosos y a los sensitivos, al menos— la tragedia inexplicable de "suicidios inmotivados".

Leámosla:

"Son ya las doce de la noche. Cuando haya escrito esta carta, voy a matarme. ¿Por qué? Trato de razonar mi determinación, para darme cuenta yo mismo de que se impone fatalmente, de que no debo aplazarla.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Sueños

Guy de Maupassant


Cuento


Fue después de una cena de amigos, de viejos amigos. Eran cinco: un escritor, un médico, y tres solteros ricos sin profesión.

Se había hablado de todo, y se había llegado a una lasitud, esa lasitud que precede y decide la partida después de una fiesta. Uno de los comensales, que miraba desde hacía cinco minutos, sin hablar, el agitado bulevar, constelado por las boquillas del gas y lleno de zumbidos, dijo de pronto:

—Cuando no se hace nada de la mañana a la noche, los días son largos.

—Y las noches también —añadió su vecino.

Yo apenas duermo, los placeres me cansan, las conversaciones no varían; jamás encuentro una idea nueva, y experimento, antes de hablar con no importa quién, un furioso deseo de no decir nada y no oír nada. No sé qué hacer con mis veladas.

Y el tercer desocupado proclamó:

—Estaría dispuesto a pagar bien una forma de pasar, cada día, sólo dos horas agradables.

Entonces el escritor, que acababa de echarse el abrigo al brazo, se acercó.

—El hombre —dijo— que descubriera un vicio nuevo, y lo ofreciera a sus semejantes, aunque eso redujera su vida a la mitad, haría un servicio más grande a la humanidad que aquél que encontrara el medio de asegurar la salud y la juventud eternas.

El médico se echó a reír, y mientras mordisqueaba un cigarro dijo:

—Sí, pero las cosas no se descubren de este modo. Aunque se ha buscado encarecidamente y trabajado el asunto desde que el mundo existe. Los primeros hombres llegaron de golpe a la perfección en esto. Nosotros apenas los igualamos...

Uno de los tres desocupados suspiró.

—¡Es una lástima!

Luego, al cabo de un minuto, añadió:

—Si tan sólo pudiéramos dormir, dormir bien sin tener ni frío ni calor, dormir con ese anonadamiento de las noches de gran cansancio, dormir sin sueños.


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

¡Solo!

Guy de Maupassant


Cuento


Habíamos comido juntos varios amigos de buen humor, alegres y contentos. Uno de ellos, el más viejo de todos nosotros, me dijo:

—¿Quieres que subamos a pie la avenida de los Campos Eliseos?

Y salimos juntos siguiendo a paso lento el largo y ancho paseo bajo los árboles casi desprovistos de hojas. No se oía otro ruido sino ese rumor confuso y continuo que se escucha en. París a todas horas. Un vientecillo fresco nos azotaba el rostro, y allá arriba el cielo oscuro, negro, cubierto de estrellas, parecía sembrado de un polvo de oro. Mi compañero me dijo:

—No sé por qué respiro aquí de noche mejor que en ninguna otra parte. Me parece que mi pensamiento se ensancha. Hay momentos en que siento esa especie de luz en el entendimiento que hace creer, durante un segundo, que se va a descubrir el divino secreto de las cosas. Pero pasado ese instante la luz se extingue... la ventana se cierra y ¡se acabó!

De cuando en cuando veíamos deslizarse dos sombras a lo largo de los árboles, o pasábamos por delante de un banco donde estaban dos seres sentados uno junto a otro, y cuyas negras siluetas se confundían en una sola. Mi amigo murmuró:


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Soledad

Guy de Maupassant


Cuento


Habíamos comido juntos varios amigos de buen humor, alegres y contentos. Uno de ellos, el más viejo de todos nosotros, me dijo:

—¿Quieres que subamos a pie la avenida de los Campos Eliseos?

Y salimos juntos siguiendo a paso lento el largo y ancho paseo bajo los árboles casi desprovistos de hojas. No se oía otro ruido sino ese rumor confuso y continuo que se escucha en. Paris a todas horas. Un vientecillo fresco nos azotaba el rostro, y allá arriba el cielo oscuro, negro, cubierto de estrellas parecía sembrado de un polvo de oro. Mi compañero me dijo:

—No sé por qué respiro aquí de noche mejor que en ninguna otra parte. Me parece que mi pensamiento se ensancha. Hay momentos en que siento esa especie de luz en el entendimiento que hace creer, durante un segundo, que se va a descubrir el divino secreto de las cosas. Pero pasado ese instante la luz se extingue... la ventana se cierra y se acabó!

De cuando en cuando veíamos deslizarse dos sombras a lo largo de los árboles, o pasábamos por delante de un banco donde estaban dos seres sentados uno junto a otro, y cuyas negras siluetas se confundían en una sola.

Mi amigo murmuró:

—¡Pobre gente! No es repugnancia el sentimiento que me inspiran, sino el de una inmensa piedad. Entre todos los misterios de la vida humana hay uno que yo he penetrado: el grande, el cruel tormento de nuestra existencia, proviene de que estamos eternamente solos, y todos nuestros esfuerzos, todos nuestros actos no tienden sino a huir esa soledad en que vivimos. Esos enamorados al aire libre que acabamos de ver sentados en esos bancos tratan, como, nosotros, como todas las criaturas, de hacer cesar ese aislamiento, aunque solo sea durante un minuto: pero permanecen y permanecerán siempre solos, y nosotros también. Unos se aperciben más que otros de esa verdad; pero todos la comprenden.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Sobre el Agua

Guy de Maupassant


Cuento


El verano pasado había alquilado una casita de campo a orillas del Sena, a varias leguas de París, e iba a dormir allí todas las noches. Al cabo de unos días conocí a uno de mis vecinos, un hombre de unos treinta a cuarenta años, que desde luego era el tipo más raro que había visto nunca. Era un viejo barquero, pero un barquero fanático, siempre cerca del agua, siempre sobre el agua, siempre en el agua. Debía de haber nacido en un bote, y seguramente muera en la botadura final.

Una noche, mientras paseábamos a orillas del Sena, le pedí que me contara algunas anécdotas de su vida náutica. Entonces el buen hombre se animó, se transfiguró, se volvió locuaz, casi poeta. Tenía en el corazón una gran pasión, una pasión devoradora, irresistible: el río.

—¡Ay! —me dijo—, ¡cuántos recuerdos tengo en este río que ve fluir ahí cerca de nosotros! Vosotros, los habitantes de las calles, no sabéis lo que es un río. Pero escuche cómo un pescador pronuncia esa palabra. Para él es la cosa misteriosa, profunda, desconocida, el país de los espejismos y de las fantasmagorías, donde de noche se ven cosas que no son, donde se oyen ruidos que no se conocen, donde se tiembla sin saber por qué, como al cruzar un cementerio: y en efecto es el cementerio más siniestro, aquél donde no se tiene tumba.

«Para el pescador la tierra tiene límites, pero en la oscuridad, cuando no hay luna, el río es ilimitado. Un marinero no experimenta lo mismo por el mar. Éste es a menudo duro y malo, es verdad, pero grita, aúlla: el mar abierto es leal; mientras que el río es silencioso y pérfido. No ruge, corre siempre sin ruido, y el eterno movimiento del agua que fluye es más espantoso para mí que las altas olas del Océano.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

San Antonio

Guy de Maupassant


Cuento


Lo llamaban "San Antonio" porque, además de llamarse Antonio, era bondadoso, alegre, bromista, buen bebedor y vigoroso perseguidor de mozas, a pesar de sus sesenta años.

Labriego en la comarca de Caux, de color arrebatado, ancho pecho y voluminoso vientre, parecía encaramado sobre sus largas piernas, excesivamente delgadas para las anchuras de su cuerpo.

Viudo, vivía sólo con su criada y dos criados en la casa de labranza cuyos trabajos dirigía, echando una mano en toda ocasión, atento siempre a sus conveniencias, muy entendido en sus asuntos, en la cría de ganados y en el cultivo de las tierras. Sus dos hijos y sus tres hijas, casados todos ventajosamente, vivían también en los contornos de Caux, y una vez al mes iban a comer con su padre. Su vigor era celebrado por cuantos lo conocían, repitiéndose allí, como un proverbio, esta frase: "Tal o cual es fuerte como 'San Antonio'". Cuando llegó la invasión prusiana, "San Antonio", en la taberna, prometió comerse un ejército, porque era charlatán como un verdadero normando, bastante mandria y fanfarrón. Daba puñetazos en las mesas, que retemblaban haciendo saltar las tazas y los vasos, y gritaba, con el rostro enrojecido y la mirada socarrona, con la exaltación mentirosa de un hombre satisfecho:

—¡Voy a tragármelos! ¡ Por vida de...!

Imaginaba que los prusianos jamás llegarían a Tanneville; pero en cuanto supo que se habían apoderado ya de Rautot, se encerró en su casa y desde la ventana de la cocina miraba constantemente hacia la carretera, esperando el momento en que brillarían a distancia los fusiles.


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

¡Salvada!

Guy de Maupassant


Cuento


La marquesa de Reunedón entró como una exhalación y empezó a reír a carcajadas, con toda la fuerza de sus pulmones, con tantas ganas como se reía un mes antes, al anunciar a su amiga que acababa de engañar a su marido para vengarse, nada más que para vengarse y por una sola vez, porque verdaderamente el marqués, su esposo, era tan estúpido como celoso.

La baronesa de la Grangerie dejó sobre el diván el libro que leía y miró a Julia con curiosidad y contagiada ya por la alegría de su amiga.

—¿Qué has hecho, vamos a ver, qué has hecho? —la preguntó.

—¡Oh!... querida mía... querida mía... es curioso, curiosísimo... Figúrate que me he salvado!... ¡ me he salvado!... ¡me he salvado!...

—¡Si; salvado!

—¿Pero de qué?

—¿Cómo salvado?

—¡De mi marido, hija mía, de mi marido! ¡Ya estoy libre¡ ...

—¿Libre?... ¿En qué?...

—¿En qué?... ¡Oh, el divorcio!... ¡Si, ya tengo en mi mano el divorcio!

—¿Te has divorciado?

—No, mujer, no; ¡que cosas tienes! ¡No se divorcia una en tres horas! ¡Pero tengo pruebas... pruebas de que me era infiel... un fragante delito...un fragante delito... ya lo he conseguido!...

—¡Ay, cuéntame, cuéntame! ¿De modo que te engañaba?

—Si... es decir, no... sí y no... no lo sé. En fin. tengo pruebas que es lo esencial.

—¿Pero qué ha sucedido?

—¿Que ha sucedido? Pues ahora verás...


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

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