Desde hace un mes, un sol abrasador
lanza sobre los campos su lumbre. Una vida radiante estalla
bajo ese diluvio de fuego; la tierra está verde hasta perderse
de vista. Hasta los límites del horizonte, el cielo es azul.
Las granjas normandas diseminadas por la llanuras parecen,
desde lejos, bosquecillos, encerradas en su cinturón de
esbeltas hayas. De cerca, cuando se abre la carcomida barrera,
se cree ver un gigantesco jardín, pues todos los antiguos
manzanos, tan huesudos como los campesinos, están en flor. Los
viejos troncos negros, nudosos, retorcidos, alineados junto al
corral, despliegan bajo el cielo sus copas deslumbrantes,
blancas y rosas. El dulce perfume de su floración se mezcla
con el intenso olor de los establos abiertos y con los vapores
del estiércol que fermenta, cubierto de gallinas.
Es mediodía. La familia come a la
sombra del peral plantado ante la puerta: el padre, la madre,
los cuatro hijos, las dos sirvientas y los tres criados.
Apenas hablan. Toman la sopa, después destapan la fuente de
estofado llena de papas con tocino.
De vez en cuando una sirvienta se
levanta y va a la bodega a llenar la jarra de sidra.
El hombre, un tipo alto de cuarenta
años, contempla, pegada a la casa, una parra que ha quedado
desnuda, y que corre, retorcida como una serpiente, bajo los
postigos, a lo largo del muro.
Dice por fin:
—La parra del viejo brota pronto este
año. Pues que dé fruto.
La mujer también se vuelve y mira,
sin decir una palabra.
Esa parra está plantada justamente en
el lugar donde el viejo fue fusilado.
Era durante la guerra de 1870. Los
prusianos ocupaban toda la comarca. El general Faidherbe, con
el ejército del Norte, les hacía frente.
Ahora bien, el Estado Mayor prusiano
se había emplazado en aquella granja. El campesino que la
poseía, el viejo Pierre Milon, los recibió e instaló como
mejor pudo.
Información texto 'El Viejo Milon'