Los Prisioneros
Guy de Maupassant
Cuento
En el bosque sólo se oía el ligero murmullo de la nieve cayendo sobre los árboles. Caía desde el mediodía, una nievecita menuda que empolvaba las ramas con una espuma helada, que arrojaba sobre las hojas secas de la espesura un leve techo de plata, tendía sobre los caminos una inmensa alfombra muelle y blanca, y espesaba el silencio ilimitado de aquel océano de árboles.
Ante la puerta de la casa forestal, una joven, con los brazos desnudos, cortaba leña a hachazos sobre una piedra. Era alta, esbelta y fuerte, una hija de los bosques, hija y esposa de guardas forestales.
Una voz gritó desde el interior de la casa:
—Estamos solas esta noche, Berthine, habría que entrar. Llega la noche y quizás hay prusianos y lobos merodeando.
La leñadora respondió hendiendo un tronco a grandes golpes que erguían su pecho a cada movimiento para alzar los brazos.
—Ya acabé, madre. Ya voy, ya voy, no hay miedo; es aún de día.
Después recogió haces y leños y los apiló junto a la chimenea, volvió a salir para cerrar los postigos, enormes postigos de roble macizo, y al regresar, por fin, corrió los pesados cerrojos de la puerta.
Su madre, una vieja arrugada a la que la edad había vuelto temerosa, hilaba junto al fuego.
—No me gusta —dijo— cuando padre está fuera. Dos mujeres no es gran cosa.
La joven respondió:
—¡Oh! Yo podría matar a un lobo, y hasta a un prusiano.
E indicaba con la mirada un gran revólver colgado sobre el lar.
Su hombre había sido incorporado al ejército al comienzo de la invasión prusiana, y las dos mujeres se habían quedado solas con el padre, el viejo guarda Nicolas Pichon, apodado Zancos, que se había negado obstinadamente a abandonar su casa para recogerse en la ciudad.
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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.