Crónica
Guy de Maupassant
Cuento
¡En fin! ¡En fin!... Demos la bienvenida a la justicia en nuestro país, que resulta ser casi asombrosa. En quince días ha hecho dos arrestos sorprendentes.
Ha condenado a un año de prisión a una joven bárbara que había destrozado con ácido sulfúrico el rostro de su rival.
Después, ocho días más tarde, castigó con la misma pena a un marido, complaciente primero, celoso a continuación, que había alojado una bala de revólver en el vientre de su feliz rival.
Esta nueva manera de apreciar este género de delitos es seguramente preferible a la antigua. Sin embargo, deja mucho que desear.
En el primer caso, un médico, pasando de una morena a una rubia, es la causa de esta horrible venganza que es peor que la muerte. Una pobre chica, desfigurada, llegando a ser horrorosa, llevará hasta sus últimos días las horribles marcas de la infidelidad, muy excusable, de un hombre.
¿Cual es, pues, el culpable, si es que hay uno? ¡Indudablemente el hombre!
Sin embargo éste viene simplemente como testigo a declarar sobre los hechos.
Ahora bien, la única, la auténtica condenada, la gran castigada, es la inocente.
Un año de prisión; muy bien. Eso no es nada. Así que, por un año de prisión, podemos arrancar la nariz y las orejas y quemar los ojos de una rival cuya belleza nos molesta. La única manera de castigar esta confusión en la elección de la víctima y este error sobre el culpable, ¿no sería condenar a reparaciones pecuniarias, las únicas que realmente afectan profundamente a la humanidad? ¿No deberíamos ordenar que, durante seis años, veinte años, hasta la muerte, puesto que las atroces heridas quedarán hasta la descomposición final, que la que ha mutilado así a su rival, en lugar de castigar a la amante, le pague una pensión, le pase una renta, le de, si es obrera, la mitad de lo que gane y, si es rica, una suma considerable?
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Publicado el 5 de junio de 2016 por Edu Robsy.