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El Pozo

Guy de Maupassant


Cuento


Muerte ocasionada por golpes y heridas. Así rezaba el cargo de acusación por el cual comparecía ante el juzgado del crimen un tal Leopoldo Renard, tapicero.

Rodeando al acusado se hallaban sus principales testigos: la señora Flameche, viuda de la víctima; Luis Ladureau, ebanista, y Juan Durdent, gasfitero.

Junto al acusado se encontraba su esposa, vestida de negro, pequeña y fea, con aspecto de mona vestida de dama.

Leopoldo Renard refirió con estas palabras el drama:

—Dios mío, fue una desgracia de la cual fui yo, en todo momento, la mayor víctima y en la que mi voluntad no intervino para nada. Los hechos hablan por sí mismos, señor juez. Soy un hombre honesto, un hombre trabajador. Hace dieciséis años que trabajo como tapicero en la misma calle. Todos los vecinos me conocen, me quieren, me respetan, me consideran, como lo han declarado. Hasta la portera, que no está casi nunca de buen humor. Me gusta el trabajo, me gusta el ahorro. Me gustan la gente decente y los placeres honestos. Eso me perdió. ¡Qué le vamos a hacer! Lo hice sin querer, y por eso sigo creyéndome un hombre de honor.

"Hace ya cinco años que mi señora y yo vamos todos los domingos a pasar el día a Poissy Tomamos el aire, y además nos gusta pescar con caña. Eso sí: a los dos nos gusta con locura. Melie es quien me aficionó a la pesca, ¡la haragana! Ella se apasiona mucho más que yo, ¡la muy tiñosa! y ella tiene la culpa de todo este asunto, como verán si me prestan atención.

"Soy vigoroso, pero bonachón No tengo un pelo de maldad. Ella, en cambio, bueno..., ella. ¡Oh, si parece que no mataría una mosca, tan chica, flacucha! ¡Pero más mala que una garduña! No niego sus buenas cualidades, algunas muy importantes para un comerciante. ¡Pero su carácter! Pregunten a los vecinos. La misma portera que declaró en mi favor hace un momento podrá decir algo.


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Padre de Simón

Guy de Maupassant


Cuento


Las doce acababan de sonar. La puerta de la escuela se abrió y los chicos se lanzaron fuera, atropellándose por salir más pronto. Pero no se dispersaron rápidamente, como todos los días, para ir a comer a sus casas; se detuvieron a los pocos pasos, formaron grupos y se pusieron a cuchichear.

Todo porque aquella mañana había asistido por vez primera a clase Simón, el hijo de la Blancota.

Habían oído hablar en sus casas de la Blancota; aunque en público le ponían buena cara, a espaldas de ella hablaban las madres con una especie de compasión desdeñosa, de la que se habían contagiado los hijos sin saber por qué.

A Simón no lo conocían, porque no salía de su casa, y no los acompañaba en sus travesuras por las calles del pueblo o a orillas del río. No le tenían, pues, simpatía; por eso acogieron con cierto regocijo y una mezcla considerable de asombro, y se la fueron repitiendo, unos a otros, la frase que había dicho cierto muchachote, de catorce a quince años, que debía estar muy enterado, a juzgar por la malicia con que guiñaba el ojo:

—¿No lo saben?... Simón... no tiene papá.

Apareció a su vez en el umbral de la puerta de la escuela el hijo de la Blancota. Tendría siete u ocho años. Era paliducho, iba muy limpio, y tenía los modales tímidos, casi torpes.

Regresaba a casa de su madre, pero los grupos de sus camaradas lo fueron rodeando y acabaron por encerrarlo en un círculo, sin dejar de cuchichear, mirándolo con ojos maliciosos y crueles de chicos que preparan una barrabasada. Se detuvo, dándoles la cara, sorprendido y embarazado, sin acertar a comprender qué pretendían. Pero el muchacho que había llevado la noticia, orgulloso del éxito conseguido ya, le preguntó:

—Tú, dinos cómo te llamas.

Contestó el interpelado:

—Simón.

—¿Simón qué?

El niño repitió desconcertado:

—Simón.


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Padre

Guy de Maupassant


Cuento


Jean de Valnoix es un amigo al que voy a ver de vez en cuando. Vive en una pequeña casa de campo, a orillas de un río, en el bosque. Se había retirado ahí tras haber vivido en París, una vida de loco, durante quince años. De repente se hartó de los placeres, las cenas, los hombres, las mujeres, las cartas, de todo, y se vino a esta finca en la que había nacido.

Somos dos o tres los que vamos a pasar, alguna que otra vez, quince días o tres semanas con él. Desde luego está encantado de volver a vernos cuando llegamos y de volver a encontrarse solo cuando nos vamos.

Fui, pues, a su casa la semana pasada y me recibió con los brazos abiertos. Pasábamos las horas unas veces juntos, otras en solitario. Generalmente, él lee y yo trabajo durante el día; y cada noche hablamos hasta la medianoche.

El martes pasado, tras un día sofocante, estábamos ambos sentados, sobre las nueve de la noche, mirando cómo corría el agua del río a nuestros pies e intercambiando ideas muy vagas sobre las estrellas que se bañaban en la corriente y que parecían nadar delante de nosotros. Intercambiábamos ideas muy vagas, muy confusas, muy breves, ya que nuestras mentes son muy limitadas, muy simples, muy impotentes. Yo me enternecía con el sol que muere en la Osa Mayor. Palidece tanto que sólo se puede ver cuando la noche está clara. Cuando el cielo está un poco nubloso éste, agonizante, desaparece. Pensábamos en los seres que pueblan estos mundos, en sus modales inimaginables, en sus insospechadas facultades, en sus órganos desconocidos, en los animales, en las plantas, en todas las especies, en todos los reinos, en todas las esencias, en todas las materias que el sueño del hombre ni siquiera puede atisbar.

De repente una voz gritó a lo lejos:

—¡Señor, señor!

Jean contestó:

—Estamos aquí, Baptiste.

Y cuando el criado nos encontró, anunció.


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Niño

Guy de Maupassant


Cuento


Después de haber jurado durante mucho tiempo que no se casaría nunca, de repente Jacques Bourdillère había cambiado de idea. Esto había ocurrido bruscamente, un verano, en un balneario. Una mañana, estando tumbado en la arena, entretenido observando a las mujeres que salían del agua, un pequeño pie le había llamado la atención por su gracia y delicadeza.

Levantando la vista hacia arriba, toda su figura le sedujo.

De esta persona solamente veía los tobillos y la cabeza surgiendo de un albornoz de franela blanco, cuidadosamente cerrado.

Se decía de él que era sensual y un vividor.

Fue entonces, únicamente por la gracia de la silueta por lo que quedó cautivado al principio, luego fue atraído por el encanto de un dulce carácter de muchacha inocente y bondadoso, tierno como las mejillas y los labios.

Presentado a la familia, gustó y pronto se enamoró locamente. Cuando veía de lejos a Berthe Sannis, en la gran playa de fina arena , se estremecía hasta la médula. A su lado se volvía mudo, incapaz de decir algo e incluso de pensar, con una especie de agitación en el corazón, de zumbido en el oído, de turbación en el alma. Así pues, ¿era esto amor?. No lo sabía, no entendía nada, pero permanecía en todo caso decidido a convertir a esa niña en su esposa.

Los padres de ella dudaron durante mucho tiempo por culpa de su mala reputación. Se decía que tenía una amante, una ex amante, una antigua y fuerte relación, una de esas cadenas que se creen rotas y que todavía se mantienen. Aparte de esto, amaba, durante periodos más o menos largos, a todas las mujeres que estaban a su alcance.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Miedo

Guy de Maupassant


Cuento


A J.K. Huysmans

Volvimos a subir a cubierta después de la cena. Ante nosotros, el Mediterráneo no tenía el más mínimo temblor sobre toda su superficie, a la que una gran luna tranquila daba reflejos. El ancho barco se deslizaba, echando al cielo, que parecía estar sembrado de estrellas, una gran serpiente de humo negro; detrás de nosotros, el agua blanquísima, agitada por el paso rápido del pesado buque, golpeada por la hélice, espumaba, removía tantas claridades que parecía luz de luna burbujeando.

Ahí estábamos, unos seis u ocho, silenciosos, llenos de admiración, la vista vuelta hacia la lejana África, a donde nos dirigíamos. De pronto el comandante, que fumaba un puro en medio de nosotros, retomó la conversación de la cena.

—Sí, aquel día tuve miedo. Mi navío se quedó seis horas con esa roca en el vientre, golpeado por el mar. Afortunadamente, por la tarde nos recogió un barco carbonero inglés que nos había visto.

Entonces un hombre alto con el rostro quemado, de aspecto serio, uno de esos hombres que uno imagina que han cruzado largos países desconocidos, en medio de peligros incesantes, y cuyos ojos tranquilos parecen conservar, en su profundidad, algo de los países extraños que han visto; uno de esos hombres que uno adivina empapado en el valor, habló por primera vez: —Usted dice, comandante, que tuvo miedo; no le creo en absoluto. Usted se equivoca en la palabra y en la sensación que experimentó. Un hombre enérgico nunca tiene miedo ante un peligro apremiante. Está emocionado, agitado, ansioso; pero el miedo es otra cosa.

El comandante prosiguió, riéndose: —¡Caray ! Le vuelvo a decir que yo tuve miedo.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Mendigo

Guy de Maupassant


Cuento


Había conocido días mejores, pese a su miseria y sus achaques. A la edad de quince años, había visto sus dos piernas aplastadas por un coche en la carretera de Varville. Y desde entonces mendigaba arrastrándose a lo largo de los caminos, a través de los patios de las haciendas, balanceándose sobre las muletas que le habían hecho subir los hombros a la altura de las orejas. Su cabeza parecía hundida entre dos montañas. Fue un niño abandonado, el párroco de Billetes lo encontró en una cuneta la víspera del día de difuntos por lo que fue bautizado por esta razón como Nicolás Toussaint; criado por caridad, había permanecido ajeno a cualquier tipo de instrucción, lisiado después de haber bebido algunos vasos de aguardiente ofrecidos por el panadero del pueblo, por broma, y, desde entonces vagabundo; no sabía hacer otra cosa que tender la mano. Desde tiempo atrás, la baronesa de Avary le cedía para dormir una especie de nicho lleno de paja, junto al gallinero, en la hacienda colindante con el castillo: allí estaba seguro de encontrar siempre un trozo de pan y un vaso de sidra en la cocina, en los días de hambre. También recibía a veces algunas monedas arrojadas por la anciana dama desde lo alto de la escalinata o desde las ventanas de su habitación. Pero ahora ella estaba muerta. En los pueblos no le daban nada, pues lo conocían demasiado; estaban hartos de él después de verlo durante cuarenta años pasear de casa en casa su cuerpo harapiento y deforme sobre sus dos patas de madera. Sin embargo, él no quería marcharse porque no conocía sobre la tierra otra cosa que no fuera este rincón, esas tres o cuatro aldeas por donde siempre había arrastrado su miserable vida. Había puesto fronteras a su mendicidad y no había traspasado jamás los límites que no estaba acostumbrado a franquear.


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Loco

Guy de Maupassant


Cuento


Cuando murió presidía uno de los más altos tribunales de Justicia de Francia y era conocido en el resto por su trayectoria ejemplar. Se había ganado el profundo respeto de abogados, fiscales y jueces, que se inclinaban ante su elevada figura de rostro grave, pálido y enjuto y mirada penetrante.

Su única preocupación había consistido en perseguir a los criminales y defender a los más débiles. Los asesinos y los estafadores le tenían por su peor enemigo, ya que parecía ser capaz de leer sus pensamientos y adivinar las intenciones que ocultaban en los rincones más oscuros de sus almas.

Su muerte, a la edad de 82 años, había provocado una sucesión de homenajes y el pesar de todo un pueblo. Había sido escoltado hasta su tumba por soldados vestidos con pantalones rojos, e ilustres magistrados habían derramado sobre su ataúd lágrimas que parecían sinceras.

Sin embargo, poco después de su entierro, el notario descubrió un estremecedor documento en el escritorio donde solía guardar los sumarios de sus grandes casos. Su primera hoja estaba encabezada por el título: «¿POR QUÉ?».

20 de junio de 1851.

Acabo de dictar sentencia. ¡He condenado a muerte a Blondel! Me pregunto por qué mató este hombre a sus cinco hijos. ¿Por qué? Uno se encuentra a menudo con personas para quienes el hecho de quitar la vida a otra parece suponer un placer. Sí, debe de ser un placer, quizá el mayor de todos. ¿Acaso matar no es lo que más se asemeja a crear? ¡Hacer y destruir! La historia del mundo, la historia del universo, todo lo que existe... absolutamente todo se resume en estas dos palabras. ¿Por qué es tan embriagador matar?

25 de junio.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Lobo

Guy de Maupassant


Cuento


Vean ahí lo que nos refirió el viejo marqués de Arville, a los postres de la comida con que inaugurábamos aquel año la época venatoria en la residencia del barón de Ravels.

Habíamos perseguido a un ciervo todo el día. El marqués era el único invitado que no tomó parte alguna en aquella batida, porque no cazaba jamás.

Durante la fastuosa comida casi no se habló más que de matanzas de animales. Hasta las señoras oían con interés las narraciones sangrientas y con frecuencia inverosímiles; los oradores acompañaban con el gesto la relación de los ataques y luchas de hombres y bestias; levantaban los brazos, ahuecaban la voz.

Agradaba oír al señor de Arville, cuya poética fraseología resultaba un poco ampulosa, pero de buen efecto. Es indudable que habría referido muchas veces, en otras ocasiones, la misma historia, porque ninguna frase lo hizo dudar, teniéndolas todas ya estudiadas, muy seguro de producir la imagen que le convenía.

—Señores: yo no he cazado nunca; mi padre, tampoco; ni mi abuelo ni mi bisabuelo. Este último era hijo de un hombre que había cazado él solo más que todos ustedes juntos. Murió en mil setecientos sesenta y cuatro, y voy a decir de qué manera.

"Se llamaba Juan, estaba casado y era padre de una criatura, que fue mi bisabuelo; habitaba con su hermano menor, Francisco de Arville, nuestro castillo de Lorena, entre bosques.

"Francisco de Arville había quedado soltero; su amor a la caza no le permitía otros amores.

"Cazaban los dos todo el año sin tregua, sin descanso y sin rendirse a las fatigas. Era su mayor goce; no sabían divertirse de otro modo; no hablaban de otro asunto: sólo vivían para cazar.

"Dominábalos aquella pasión terrible, inexorable, abrasándolos. poseyéndolos, no dejando espacio en su corazón para nada más.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Lisiado

Guy de Maupassant


Cuento


El hecho ocurrió en 1882. Acababa de instalarme en un rincón de un compartimiento vacío, y había cerrado la portezuela con la esperanza de viajar solo, cuando volvió a abrirse de súbito y oí una voz que decía.

—¡Cuidado, señor! Nos hallamos precisamente en un cruce de líneas; el estribo está muy alto.

Otra voz respondió:

—No te preocupes; me sujeto bien.

Luego apareció una cabeza cubierta con un sombrero hongo, y dos manos, que se aferraban con firmeza a los montantes, izaron lentamente un corpachón cuyos pies al tocar el estribo hicieron el ruido que produce una estaca al golpear el suelo.

Cuando el viajero introdujo el torso en el compartimiento, vi aparecer al extremo del pantalón la contera de una pierna de palo pintada de negro, y después otra pierna de iguales características. Surgió detrás del viajero una cabeza que inquirió:

—¿Está bien instalado el señor?

—Sí, muchacho.

—Pues ahí van los paquetes y las muletas.

Y un criado, que parecía un antiguo asistente, subió a su vez con una porción de bultos envueltos en papeles negros y amarillos, cuidadosamente atados, y los dejó en la red por encima de la cabeza de su amo. Luego dijo:

—Bueno; ya está todo. Hay cinco. Los dulces, la muñeca, el fusil, el tambor y el pastel de foie—gras.

—Bien, muchacho.

—Feliz viaje, señor.

—¡Gracias, Lorenzo! ¡Sigue bien!

El criado se marchó, cerrando la portezuela, y miré a mi vecino.

Debía de tener unos treinta y cinco años, aunque su pelo era ya casi blanco. Llevaba condecoraciones; era bigotudo, robusto, muy gordo, con esa gordura que aqueja a los hombres activos y fuertes cuando una enfermedad o un accidente los obliga a permanecer casi inmóviles.

Se enjugó la frente, resopló con fuerza y preguntó, mirándome a los ojos:


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Legado

Guy de Maupassant


Cuento


El señor y la señora Serbois estaban acabando de almorzar, con aspecto taciturno, uno enfrente del otro.

La señora Serbois, una rubia bajita de piel rosada, ojos azules, gestos tiernos, comía lentamente sin levantar la cabeza, como si un pensamiento triste y persistente la hubiera alcanzado.

Serbois, alto, fuerte, con patillas, aspecto de ministro o de hombre de negocios, parecía nervioso y preocupado.

Al fin, profirió como hablando consigo mismo:

—¡Verdaderamente es muy asombroso!

Su mujer preguntó:

—¿Qué, querido?

—Que Vaudrec no nos haya dejado nada.

La señora Serbois enrojeció; enrojeció bruscamente como si un velo rosa se hubiera extendido de repente sobre su piel subiendo desde la garganta al rostro, y dijo:

—Tal vez haya un testamento en la notaría. Aún no sabemos nada.

Y ella parecía en verdad saber.

Serbois reflexionó:

—Sí, es posible, ya que en definitiva ese muchacho era nuestro mejor amigo. No abandonaba la casa, cenaba aquí cada dos días; sé perfectamente que te hacía muchos regalos y que esta era una manera como otra de pagar nuestra hospitalidad, pero es verdad que, cuando se tienen amigos como nosotros, se piensa en ellos a la hora del testamento. Es bien cierto que si yo me hubiera sentido enfermo hubiera hecho algo por él, aunque tú seas mi heredera natural.

La señora Serbois bajó los ojos. Y mientras su marido estaba trinchando un pollo, ella se sonó, como uno hace cuando llora.

Él continuó:

—En fin, es posible que haya un testamento en el notario y un pequeño legado para nosotros. No esperaría gran cosa; un recuerdo, nada más que un recuerdo, un pensamiento, para probarme únicamente que nos tenía aprecio.

Entonces su mujer pronunció con voz temblorosa:


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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