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autor: Guy de Maupassant etiqueta: Cuento textos no disponibles


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El Albergue

Guy de Maupassant


Cuento


Semejante a todas las hospederías de madera construidas en los altos Alpes, al pie de los glaciares, en esos pasadizos rocosos y pelados que cortan las cimas blancas de las montañas, el albergue de Schwarenbach sirve de refugio a los viajeros que siguen el paso de la Gemmi.

Durante seis meses permanece abierto, habitado por la familia de Jean Hauser; después, en cuanto las nieves se amontonan, llenando el valle y haciendo impracticable la bajada a Loéche, las mujeres, el padre y los tres hijos se marchan, y dejan al cuidado de la casa al viejo guía Gaspard Han con el joven guía Ulrich Kunsi, y Sam, un gran perro de montaña.

Los dos hombres y el animal se quedan hasta la primavera en aquella cárcel de nieve, teniendo ante los ojos solamente la inmensa y blanca pendiente del Balmhorn, rodeados de cumbres pálidas y brillantes, encerrados, bloqueados, sepultados bajo la nieve que asciende a su alrededor, envuelve, abraza, aplasta la casita, se acumula en el tejado, llega a las ventanas y tapia la puerta.

Era el día en que la familia Hauser iba a volver a Loéche, pues el invierno se acercaba y la bajada se volvía peligrosa.

Tres mulos partieron delante, cargados de ropas y enseres y guiados por los tres hijos. Después la madre, Jeanne Hauser, y su hija Louise subieron a un cuarto mulo, y se pusieron en camino a su vez.

El padre las seguía acompañado por los dos guardas, que debían escoltar a la familia hasta lo alto de la pendiente.

Rodearon primero el pequeño lago, helado ahora en el fondo del gran hueco de rocas que se extiende ante el albergue, y después siguieron por el valle, blanco como una sábana y dominado por todos los lados por cumbres nevadas.


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Publicado el 5 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Miedo

Guy de Maupassant


Cuento


A J.K. Huysmans

Volvimos a subir a cubierta después de la cena. Ante nosotros, el Mediterráneo no tenía el más mínimo temblor sobre toda su superficie, a la que una gran luna tranquila daba reflejos. El ancho barco se deslizaba, echando al cielo, que parecía estar sembrado de estrellas, una gran serpiente de humo negro; detrás de nosotros, el agua blanquísima, agitada por el paso rápido del pesado buque, golpeada por la hélice, espumaba, removía tantas claridades que parecía luz de luna burbujeando.

Ahí estábamos, unos seis u ocho, silenciosos, llenos de admiración, la vista vuelta hacia la lejana África, a donde nos dirigíamos. De pronto el comandante, que fumaba un puro en medio de nosotros, retomó la conversación de la cena.

—Sí, aquel día tuve miedo. Mi navío se quedó seis horas con esa roca en el vientre, golpeado por el mar. Afortunadamente, por la tarde nos recogió un barco carbonero inglés que nos había visto.

Entonces un hombre alto con el rostro quemado, de aspecto serio, uno de esos hombres que uno imagina que han cruzado largos países desconocidos, en medio de peligros incesantes, y cuyos ojos tranquilos parecen conservar, en su profundidad, algo de los países extraños que han visto; uno de esos hombres que uno adivina empapado en el valor, habló por primera vez: —Usted dice, comandante, que tuvo miedo; no le creo en absoluto. Usted se equivoca en la palabra y en la sensación que experimentó. Un hombre enérgico nunca tiene miedo ante un peligro apremiante. Está emocionado, agitado, ansioso; pero el miedo es otra cosa.

El comandante prosiguió, riéndose: —¡Caray ! Le vuelvo a decir que yo tuve miedo.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Viaje de Salud

Guy de Maupassant


Cuento


El señor Panard era un hombre prudente que a todo temía en la vida. Tenía miedo a los contratiempos, a los fracasos, a los carruajes, a los ferrocarriles, a todos los probables accidentes, pero por encima de todo temía a las enfermedades.

Había llegado a la conclusión, con una extrema convicción, de que nuestra existencia estaba amenazada sin cesar por todo lo que nos rodea. Pensar en una caminata le hacía temer un esguince, en brazos y piernas rotas; la visión de un cristal le sugería las horrorosas heridas provocadas por los cortes del vidrio; la presencia de un gato, en ojos arrancados. Vivía con una prudencia meticulosa, reflexiva, paciente, completa.

Decía a su esposa, una valiente mujer, que consentía sus manías:

—Paciencia, querida, que poco es necesario para destruir a un hombre. Es horroroso pensar en esto. Uno sale a la calle con buena salud, atraviesa el bulevar; un carruaje llega y te atropella; o bien uno se detiene cinco minutos bajo un portal a conversar con un amigo y no se percata de una pequeña corriente de aire que le resbala por la espalda, provocándole una pleuresía. Esto es suficiente. Le puede ocurrir a cualquiera.

Panard se interesaba en especial por la sección “Sanidad Pública” de los periódicos. Conocía la cifra normal de muertes en tiempos de paz, siguiendo las estaciones, la marcha y los caprichos de las epidemias, sus síntomas, su probable duración, el modo de prevenirlas, de pararlas, de curarlas. Poseía una biblioteca medica con todas las obras relativas a los tratamientos puestos a disposición del público por los medicos divulgadores y prácticos.


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5 págs. / 9 minutos / 71 visitas.

Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

La Declaración

Guy de Maupassant


Cuento


El sol del mediodía cae en amplia lluvia sobre las praderas, que se extienden, ondulantes, entre los bosquecillos de las granjas y los diversos sembrados; los centenos maduros y los trigos amarillentos; las avenas, de un verde claro, y los tréboles, de un verde sombrío, cubren, con una gran colcha rayada, inquieta y suave, el desnudo vientre de la tierra.

Lejos, en la cima de una ondulación, alineadas como los soldados, una interminable fila de vacas: las unas tendidas, en pie las otras, guiñando sus ojos bajo la ardiente luz, arrancan y desmenuzan con los dientes el trébol de un montón tan vasto como un lago.

Y dos mujeres, madre e hija, avanzan, balanceándose, la una delante de la otra, por un angosto sendero abierto entre los sembrados, hacia aquel regimiento de animales.

Cada una lleva dos cubos de cinc, que mantienen a distancia de su cuerpo con ayuda de un aro de cuba; y el metal, a cada uno de sus pasos, despide una llama deslumbrante y blanca, bajo el sol que lo hiere.

No hablan. Van a ordeñar las vacas. Llegan, depositan el cubo en el suelo y se acercan a los dos primeros animales, que se levantan al sentir en sus costillas el golpe de los zuecos de las mujeres. La bestia se yergue con lentitud: primero sobre sus patas delanteras y alzando luego, con más trabajo, su ancha grupa, que parece entorpecida por la enorme ubre de carne rubia y colgante.

Y las dos Malivoire, madre e hija, de rodillas bajo el vientre de la vaca, estiran con un vivo movimiento de sus manos la hinchada carne, que hace caer, a cada opresión, un delgado chorro de leche en el cubo. La espuma, algo amarilla, sube a los bordes; y las mujeres pasan de un animal a otro hasta la conclusión de la larga hilera.


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Felicidad

Guy de Maupassant


Cuento


Era la hora del té, antes que trajeran las luces. La ciudad dominaba el mar; el sol, que acababa de ponerse, había dejado el cielo rosa a su paso, salpicado de polvo de oro; y el Mediterráneo, sin una arruga, sin un estremecimiento, todavía resplandeciente bajo el día agonizante, parecía una interminable plancha de metal pulimentado.

Lejos, a la derecha, las montañas escarpadas dibujaban su perfil negro sobre el púrpura pálido del poniente.

Se hablaba del amor, se discutía sobre este viejo tema, volviéndose a decir las cosas ya dichas tantas veces. La suave melancolía del crepúsculo hacía pesadas las palabras, produciendo un sentimiento de ternura en las almas, y aquella palabra, «amor», constantemente pronunciada, tan pronto por la voz fuerte de un hombre como por una voz femenina de timbre ligero, parecía llenar el saloncito, en el que revoloteaba como un pájaro, pesando en su atmósfera como una aparición.

¿Se puede amar durante muchos años seguidos?

—Sí —decían algunos.

—No —aseguraban otros.

Distinguían los diversos casos, establecían diferencias, se citaban ejemplos; y todos, hombres y mujeres, estaban llenos de recuerdos que les volvían y turbaban, pero que no podían citar aunque los tenían a flor de labios, y parecían emocionados, hablaban de aquel tema vulgar y soberano, del acuerdo tierno y misterioso de dos seres, con una emoción honda y un interés ardiente.

De pronto, alguien, con la mirada fija en un punto lejano, exclamó:

—¡Miren allí! ¿Qué es aquello?

Sobre el mar, en el horizonte, surgía una masa gris, enorme y confusa.

Las mujeres se levantaron y contemplaron sin comprender aquel fenómeno sorprendente que jamás habían visto.

Alguien dijo:


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Un Hijo

Guy de Maupassant


Cuento


La alegre primavera derramaba vida en el jardín lleno de flores por el que se paseaban los dos antiguos amigos, senador el uno, miembro de la Academia Francesa el otro.

Ambos eran personas serias, muy lógicos en el discurrir, pero solemnes, como gente de nota y de fama.

Empezaron charlando de política, y dijo cada cual lo que pensaba; no era aquélla una cuestión de ideas, sino de hombres, porque en política tiene más importancia la personalidad que la razón. Removieron luego ciertos recuerdos personales, y después se callaron, siguiendo emparejados su paseo. La tibieza del aire empezaba a enervarlos.

Un gran encañado de alhelíes exhalaba sus aromas dulzones y suaves; flores de toda especie y matiz perfumaban la brisa, y un cítiso cargado de amarillos racimos de flores desparramaba a todos los vientos su tenue polvillo, vapor de oro que trascendía a miel y que llevaba por el espacio sus gérmenes embalsamados, como los polvos que preparan los perfumistas llevan la caricia de sus aromas.

El senador se detuvo para aspirar la nube fecundante y se quedó contemplando aquel árbol, que parecía un sol en todo su esplendor amoroso, desde el que alzaban el vuelo los gérmenes. Y dijo:

—¡Y pensar que estos átomos imperceptibles, de olor tan agradable, harán estremecerse a cien leguas de aquí la fibra y la savia de árboles hembras y producirán plantas con raíces, que se desarrollarán de un germen igual que nosotros; que tendrán una existencia limitada, como nosotros, y que dejarán un día su puesto a otros de su misma esencia, del mismo modo que lo hacemos nosotros

Y agregó el señor senador, sin moverse de junto al cítiso radiante, cuyos vivificadores perfumes se desprendían a cada estremecimiento del aire que lo rodeaba:


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Cabellera

Guy de Maupassant


Cuento


La celda tenía paredes desnudas, pintadas con cal. Una ventana estrecha y con rejas, horadada muy alto para que no se pudiera alcanzar, alumbraba el cuarto, claro y siniestro; y el loco, sentado en una silla de paja, nos miraba con una mirada fija, vacía y atormentada. Era muy delgado, con mejillas huecas, y el pelo casi cano que se adivinaba había encanecido en unos meses. Su ropa parecía demasiado ancha para sus miembros enjutos, su pecho encogido, su vientre hueco. Uno sentía que este hombre estaba destrozado, carcomido por su pensamiento, un Pensamiento, al igual que una fruta por un gusano. Su Locura, su idea estaba ahí, en esa cabeza, obstinada, hostigadora, devoradora. Se comía el cuerpo poco a poco. Ella, la Invisible, la Impalpable, la Inasequible, la Inmaterial Idea consumía la carne, bebía la sangre, apagaba la vida.

¡Qué misterio representaba este hombre aniquilado por un sueño! ¡Este Poseso daba pena, miedo y lástima! ¿Qué extraño, espantoso y mortal sueño vivía detrás de esa frente, que fruncía con profundas arrugas, siempre en movimiento?

El médico me dijo: —Tiene unos terribles arrebatos de furor; es uno de los dementes más peculiares que he visto. Padece locura erótica y macabra. Es una especie de necrófilo. Además, ha escrito un diario que nos muestra de la forma más clara la enfermedad de su espíritu y en el que, por así decirlo, su locura se hace palpable. Si le interesa, puede leer ese documento.

Seguí al doctor hasta su gabinete y me entregó el diario de aquel desgraciado.

—Léalo —dijo—, y deme su opinión.

He aquí lo que contenía el cuaderno:


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Un Caso de Divorcio

Guy de Maupassant


Cuento


El abogado de la señora Chassel tiene la palabra y dice:

"Señor presidente:

Señores magistrados:

El pleito de cuya defensa estoy encargado , constituye más bien una cuestión medica que jurídica; es un caso patológico, más que un caso de derecho. Los hechos origen de esta causa aparecen claros al primer golpe de vista.

Un hombre joven, rico, de alma noble y exaltada y corazón generoso, se enamora de una joven extraordinariamente hermosa, adorable, encantadora, graciosa, linda, buena y se casa con ella.

Durante algún tiempo la conducta de este hombre para con su mujer fue la del esposo lleno de ternura y de cuidados; después su cariño va enfriándose hasta el punto de sentir hacia ella una repulsión indecible, un extraordinario desamor. Llegó a pegarle un día, no solamente sin razón, sino sin pretexto.

No pienso, señores, pintaros el cuadro de esos procederes extraños, incomprensibles para todos. Tampoco he de esforzarme en describiros la triste vida de aquellos dos seres, ni la horrible tortura de la mujer. Para convenceros de la razón que a ésta asiste, bastará con que os lea algunos fragmentos del diario escrito por aquel desgraciado loco.

Helos aquí:

¡Qué triste! ¡Qué monótono! ¡Qué ruin y qué odioso es todo! Soñé una tierra más bella, más noble, más variada.

¡Siempre bosques; ríos que se parecen a otros ríos, llanuras que se parecen a otras llanuras!... ¡Todo igual!... ¡Todo monótono!... ¡Y el hombre!... ¿Qué es el hombre? Un animal malo, orgulloso y repugnante...

Preciso es amar, pero amar locamente, sin ver lo que se ama: porque ver es comprender y comprender es despreciar...

¿He encontrado ese amor?... Creo que sí.. Esa mujer tiene en toda su persona algo de ideal que no parece de este mundo y que da las alas a mi sueño.


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4 págs. / 8 minutos / 69 visitas.

Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Vagabundo

Guy de Maupassant


Cuento


Llevaba más de un mes caminando en busca de trabajo por todas partes. Por falta de él había dejado su país, Ville-Avaray, en la Mancha. Maestro carpintero, de unos veintisiete años, honrado trabajador, había estado durante dos meses sosteniendo a su familia, por ser el mayor de los hijos, teniendo que cruzarse de brazos ante la escasez de todo. El pan empezó a faltar en la casa; las dos hermanas trabajaban a jornal, pero sus ganancias eran escasas, y él, Santiago Randel, el más fuerte, no hacía nada porque no tenía nada en qué emplearse y había de comerse la ración de los otros. Entonces se presentó en la Alcaldía y el secretario le dio esperanzas de encontrar trabajo en el Departamento Central. Partió, pues, provisto de papeles y certificados, con siete francos en el bolsillo y llevando al hombro, en un pañuelo azul sujeto al extremo de un palo, un par de zapatos de repuesto, un pantalón y una camisa.

Había caminado sin descansar ni de día ni de noche, por interminables caminos, bajo el sol y la lluvia, sin llegar nunca a ese país misterioso donde encuentran trabajo fácilmente los obreros.


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Señora Baptiste

Guy de Maupassant


Cuento


Cuando entré en la sala de espera de la estación de Loubain, mi primera mirada fue para el reloj. Tenía que esperar el expreso para París dos horas y diez minutos. Me sentía cansado como si hubiera recorrido diez leguas a pie; miré a mi alrededor como para descubrir en las paredes alguna forma de matar el tiempo; luego volví a salir y me senté delante de la puerta de la estación con el espíritu preocupado por el deseo de inventar algo que hacer. La calle, una especie de bulevar plantado de flacas acacias, entre dos filas de casas desiguales y diferentes, casas de ciudad pequeña, subía hacia una especie de colina; y al final se veían árboles como si terminara en un parque. De vez en cuando un gato cruzaba, saltando los arroyos de manera delicada. Un perro pequeño apresurado olfateaba el pie de todos los árboles, buscando restos de comida. No veía a ninguna persona.

Un melancólico desaliento me invadió. ¿Qué hacer? ¿Qué hacer? Ya estaba pensando en la interminable e inevitable sesión en el pequeño café del ferrocarril, ante una caña imbebible, y el ilegible periódico del lugar, cuando divisé un cortejo fúnebre que salía de una calle lateral para tomar aquélla en la que yo me encontraba. Pero pronto mi atención aumentó. El muerto solamente iba acompañado de ocho hombres, uno de los cuales lloraba. Los otros charlaban amigablemente. No lo acompañaba ningún sacerdote. Pensé: «Es un entierro civil»; luego consideré que una ciudad como Loubain debía contener al menos un centenar de librepensadores que habrían considerado como un deber manifestarse y asistir. Entonces ¿qué? La marcha rápida del cortejo decía bien a las claras, no obstante, que se enterraba a ese difunto sin ceremonia, y por consiguiente, sin religión.


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6 págs. / 11 minutos / 69 visitas.

Publicado el 14 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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