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El Lisiado

Guy de Maupassant


Cuento


El hecho ocurrió en 1882. Acababa de instalarme en un rincón de un compartimiento vacío, y había cerrado la portezuela con la esperanza de viajar solo, cuando volvió a abrirse de súbito y oí una voz que decía.

—¡Cuidado, señor! Nos hallamos precisamente en un cruce de líneas; el estribo está muy alto.

Otra voz respondió:

—No te preocupes; me sujeto bien.

Luego apareció una cabeza cubierta con un sombrero hongo, y dos manos, que se aferraban con firmeza a los montantes, izaron lentamente un corpachón cuyos pies al tocar el estribo hicieron el ruido que produce una estaca al golpear el suelo.

Cuando el viajero introdujo el torso en el compartimiento, vi aparecer al extremo del pantalón la contera de una pierna de palo pintada de negro, y después otra pierna de iguales características. Surgió detrás del viajero una cabeza que inquirió:

—¿Está bien instalado el señor?

—Sí, muchacho.

—Pues ahí van los paquetes y las muletas.

Y un criado, que parecía un antiguo asistente, subió a su vez con una porción de bultos envueltos en papeles negros y amarillos, cuidadosamente atados, y los dejó en la red por encima de la cabeza de su amo. Luego dijo:

—Bueno; ya está todo. Hay cinco. Los dulces, la muñeca, el fusil, el tambor y el pastel de foie—gras.

—Bien, muchacho.

—Feliz viaje, señor.

—¡Gracias, Lorenzo! ¡Sigue bien!

El criado se marchó, cerrando la portezuela, y miré a mi vecino.

Debía de tener unos treinta y cinco años, aunque su pelo era ya casi blanco. Llevaba condecoraciones; era bigotudo, robusto, muy gordo, con esa gordura que aqueja a los hombres activos y fuertes cuando una enfermedad o un accidente los obliga a permanecer casi inmóviles.

Se enjugó la frente, resopló con fuerza y preguntó, mirándome a los ojos:


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Tía Sauvage

Guy de Maupassant


Cuento


I

Quince años habían pasado desde mi última visita a Virelogne. Esta vez fui durante el otoño, para cazar, y me hospedé en el palacio de mi amigo Serval, que los prusianos echaron abajo y que él acababa de reconstruir.

Me gustaba extraordinariamente aquel lugar. Existen en el mundo rincones encantadores que proporcionan una delicia sensual a nuestros ojos. Los queremos con amor carnal. Cuantos sentimos la seducción del campo conservamos un recuerdo emocionado de tal o cual fuente, de este o el otro bosque, de algunas lagunas, de colinas determinadas, que hemos tenido ocasión de ver muchas veces y que siempre nos han enternecido, como un acontecimiento feliz. En ocasiones vuela nuestro pensamiento hacia un trozo de bosque, un ribazo o un vergel salpicado de flores, que hemos visto una sola vez en un día gozoso y que se grabaron en nuestro corazón como ciertas figuras de mujeres ataviadas de vestidos claros y trasparentes, con las que nos cruzamos en la calle una mañana de primavera y que nos dejan en el alma y en la carne un anhelo insatisfecho e inolvidable, la sensación de que la dicha se ha rozado con nosotros.

Me gustaba todo el campo de Virelogne, sembrado de bosquecillos y surcado por arroyuelos que parecen venas que corren por el suelo llevando la sangre a la tierra. ¡Qué cangrejos, truchas y anguilas se pescaban en ellos! Era una suprema felicidad. Había sitios con profundidad para poder bañarme, y en las orillas de las minúsculas corrientes crecían altas hierbas de las que solían levantarse algunas becadas.

Iba yo caminando con la soltura de una cabra, observando a mis dos perros que avanzaban en descubierta delante de mí. Serval iba por mi derecha, a cien metros de distancia, ojeando un alfalfar. Al dar vuelta a los arbustos que sirven de límite al bosque de Saudres, distinguí una casucha campesina en ruinas.


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Publicado el 14 de junio de 2016 por Edu Robsy.

En el Mar

Guy de Maupassant


Cuento


A Henry Céard

Se leía recientemente en los diarios, las siguientes líneas:

"BOLONIA-SUR-MER, 22 de Enero. — Se lee: "Un terrible accidente vino a sembrar la consternación entre nuestro gremio marítimo, que ha sufrido tanto en los últimos dos años. El pesquero comandado por el Capitán Javel, entrando al puerto, ha sido arrastrado al Oeste y vino a estrellarse sobre las rocas del rompeolas del muelle.

"A pesar de los esfuerzos del bote de salvamento y las espías lanzadas por el fusil lanza cuerdas, cuatro hombres y el grumete han perecido.

"El mal tiempo continúa. Se prevén nuevos desastres."

¿Quién es este Capitán Javel? ¿Es el hermano del manco?.

Si el pobre hombre arrojado por la ola y muerto quizás, bajo los restos de su barco hecho pedazos, es el que yo pienso, tomó parte hace justo dieciocho años, en otra tragedia terrible y simple como son todas estas tragedias tremendas del mar.

Javel el mayor, era entonces patrón de un pesquero de arrastre.

El pesquero de arrastre es el barco de pesca por excelencia. Sólido, no teme ningún mal tiempo, de casco redondo, remonta incesante sobre las olas como un corcho, siempre fuera del agua, siempre azotado por los vientos duros y salados del Canal de la Mancha, brega la mar, infatigable, la vela colmada, arrastra por su costado una gran red de arrastre que raspa el fondo del océano despegando y pescando todos los animales dormidos en las rocas, los peces planos pegados en la arena, los corpulentos cangrejos con sus pinzas ganchudas, y las langostas con sus antenas puntiagudas.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Un Normando

Guy de Maupassant


Cuento


Acabábamos de dejar a Ruán y marchábamos a trote largo por la carretera de Jumiéges. El coche avanzaba ligero, cruzando praderas; al empezar a subir la cuesta de Cantaleu, el caballo se puso al paso.

Se descubre desde allí uno de los espléndidos panoramas del mundo. A nuestras espaldas, Ruán, la ciudad de las iglesias y de las torres góticas, cinceladas con minuciosidad de figurillas de marfil; delante, Saint—Sever, el barrio de las fábricas, que yergue al cielo sus mil chimeneas humeantes frente por frente de las mil torrecillas sagradas de la vieja ciudad. Aquí, la flecha de la catedral, cúspide de la más elevada de los monumentos humanos, y allá, la "bomba de Fuego", de "El Rayo", su rival, tan gigantesca como ella, y que sobrepasa en un metro a la más alta de las pirámides de Egipto.

Frente a nosotros se alargaba el Sena, ondulante, salpicado de islas, costeado a la derecha por blancas escarpas que corona un bosque, y a la izquierda por praderas anchísimas, que también limitan un bosque, allá al fondo, muy lejos.

De trecho en trecho, grandes barcos anclados a lo largo de las riberas del ancho río. Tres enormes vapores desfilaban uno tras otro rumbo al Havre; y un rosario de embarcaciones, formado por un buque de tres palos, dos goletas y un bergantín, subía río arriba, hacia Ruán, arrastrado por un pequeño remolcador que despedía una humareda negra.

Mi acompañante, natural de la región, no se molestaba siquiera en mirar tan extraordinario paisaje; se limitaba a sonreír; parecía estar gozando de antemano con otra cosa. Y de pronto exclamó:

—Va usted a ver en seguida una cosa curiosa: la capilla de San Mateo. Eso sí que es gloria pura, amigo mío.

Lo miré con sorpresa, y él siguió diciendo:


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Opinión Pública

Guy de Maupassant


Cuento


Como acababan de dar las once, los señores empleados, temiendo la llegada del jefe, se apresuraban dirigiéndose a sus despachos.

Cada uno echaba una mirada rápida sobre los papeles traídos en su ausencia; luego, tras haber cambiado la chaqueta o la levita por el viejo uniforme de trabajo, iba a ver al vecino.

Pronto fueron cinco en el despacho donde trabajaba el señor Bonnenfant, un alto funcionario, y la conversación de cada día comenzó como de costumbre. El señor Perdrix, encargado del orden, buscaba piezas perdidas, mientras que el aspirante a subjefe, el señor Piston, ayudante de la Academia, fumaba su cigarrillo calentándose los muslos. El viejo expedicionario, el padre Grappe, ofrecía al corrillo su actuación tradicional, y el señor Rade, burócrata periodístico, escéptico burlón y revolucionario, con voz de grillo, astuto y con gestos bruscos, se divertía escandalizando al mundo.

—¿Qué hay de nuevo esta mañana? —preguntó el señor Bonnenfant.

—Nada nuevo —contestó el señor Piston—, los periódicos siempre están llenos de detalles sobre Rusia y el asesinato del Zar.

El encargado del orden, el señor Perdrix, levantó la cabeza, y articuló en un tono convencido:

—Le deseo mucha felicidad a su sucesor, pero no cambiaría mi puesto por el suyo.

El señor Rade se rió:

—¡Él tampoco! —dijo.

El padre Grappe tomó la palabra, y preguntó en un tono lamentable:

—¿Cómo acabará todo esto?...

El señor Rade lo interrumpió:

—No acabará nunca, padre Grappe. Sólo morimos nosotros. Desde que hay reyes ha habido regicidios.

Entonces el señor Bonnenfant se interpuso:


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Recuerdo

Guy de Maupassant


Cuento


...Desde la víspera no habíamos comido nada. Durante todo el día, permanecimos ocultos en un granero, apretados unos contra otros para tener menos frío, los oficiales mezclados con los soldados, y todos reventados de cansancio.

Algunos centinelas, tumbados en la nieve, vigilaban los alrededores de la granja abandonada que nos servía de refugio con el fin de evitarnos cualquier sorpresa. Se les relevaba de hora en hora, para que no se adormeciesen.

Aquellos de nosotros que podían dormir, dormían; los demás permanecían inmóviles, sentados en el suelo, cruzando alguna frase con sus vecinos de vez en cuando.

Desde hacía tres meses la invasión, como un mar desbordado, entraba por todas partes. Eran grandes oleadas de hombres que llegaban unas tras otras, sembrando en torno a ellas una espuma de merodeadores.

En cuanto a nosotros, reducidos a doscientos francotiradores de los ochocientos que éramos un mes antes, nos batíamos en retirada, rodeados de enemigos, cercados, perdidos. Necesitábamos, antes del día siguiente, llegar a Blainville, donde esperábamos encontrar aún al general C... Si no conseguíamos recorrer por la noche las doce leguas que nos separaban de la ciudad, o si la división francesa se había alejado, ¡adiós toda esperanza!

No podíamos marchar de día, pues la campiña estaba infestada de prusianos.

A las cinco de la tarde oscurecía, con esa oscuridad macilenta de la nieve. Los mudos copos blancos caían, caían, sepultándolo todo bajo una gran sábana helada, que seguía espesándose bajo la innumerable multitud y la incesante acumulación de los vaporosos trozos de aquella guata de cristal.

A las seis el destacamento se puso en marcha.


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Miss Harriet

Guy de Maupassant


Cuento


Éramos siete en el coche: cuatro mujeres y tres hombres; uno iba en el pescante, junto al cochero; los caballos ganaban al paso la empinada pendiente sobre la cual serpenteaba el camino.

Habiendo salido de Etretat muy temprano para ir a ver las minas de Tancarville, nos desperezábamos aún, estremecidos, respirando el aire fresco de la mañana. Sobre todo las mujeres, poco acostumbradas a los madrugones de los cazadores, cerraban a cada punto sus párpados, cabeceando y bostezando, insensibles a la emoción del amanecer.

Era otoño. A uno y otro lado del camino se extendían los rastrojos, mostrando los tallos del trigo y de la avena segados, como una barba mal afeitada. La bruma, baja, parecía humo desprendido de la tierra. Las alondras piaban revoloteando y otros pajarillos cantaban ocultos entre los matorrales.

Al fin el sol apareció en el horizonte, rojo al principio, y a medida que ascendía, más claro de minuto en minuto; la campiña parecía despertarse y sonreía, sacudiéndose y quitándose la camisa de vapores blancos.

El conde de Etraille, sentado en el pescante, gritó:

—¡Ahí va una liebre!

Y extendió el brazo hacia la izquierda, señalando a un campo de trébol. El animal se deslizaba, casi oculto por el verde, mostrando sólo sus grandes orejas; luego atravesó una tierra labrada, se detuvo, emprendió nuevamente su rápida marcha, cambió de rumbo, se paró otra vez, inquieto; observaba los peligros, indeciso acerca del camino que debía tomar; al fin se lanzó a correr, desesperado, y desapareció en un ancho campo do remolachas. Todos los hombres se animaron viendo la carrera loca del animalito.

René Lemanoir exclamó:

—No pecamos de galante por la mañana.

Y contemplando a su vecina la baronesita de Serennes, que luchaba contra el sueño, le dijo a media voz:


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Puerta

Guy de Maupassant


Cuento


Ah!, exclamó Karl Massouligny, he aquí una cuestión difícil, ¡la de los maridos complacientes! Desde luego, yo he visto de todos los tipos y no sabría dar una opinión sobre uno únicamente. A menudo he intentado determinar si son en realidad ciegos, clarividentes o débiles. Yo creo que hay de estas tres categorías.

Hagamos un pase rápido sobre los ciegos. Estos en absoluto son serviciales puesto que no saben, de lo infelices que son, que no ven nunca más lejos de sus narices. Por otra parte, una cosa curiosa e interesante a apuntar, es la facilidad de los hombres e incluso de las mujeres, de todas las mujeres, para dejarse engañar.

Nos sorprenden con las más pequeñas astucias todos los que nos rodean, nuestros niños, nuestros amigos, nuestros criados, nuestros proveedores. La humanidad es crédula y nosotros no gastamos en sospechar, adivinar y desbaratar las destrezas de los otros, ni la décima parte de la sutileza que utilizamos cuando queremos, cuando nos toca engañar a alguien.

Los maridos clarividentes pertenecen a tres razas. Los que tienen interés, un interés económico, ambición, o bien los que su mujer tiene un amante o amantes. Los que quieren, poco más o menos, únicamente salvaguardar las apariencias, y están satisfechos de ello. Los que rabian. Se haría una hermosa novela sobre ellos. En fin, ¡los débiles! los que tienen miedo del escándalo.

Hay también los impotentes, o más bien los fatigados, que huyen del lecho conyugal por temor a un síncope o a una apoplejía y que se resignan con ver a un amigo correr riesgos.

En cuanto a mi, he conocido un marido de una especie bastante rara y que se ha defendido de todo esto de una forma espiritual y rara.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

¡Salvada!

Guy de Maupassant


Cuento


La marquesa de Reunedón entró como una exhalación y empezó a reír a carcajadas, con toda la fuerza de sus pulmones, con tantas ganas como se reía un mes antes, al anunciar a su amiga que acababa de engañar a su marido para vengarse, nada más que para vengarse y por una sola vez, porque verdaderamente el marqués, su esposo, era tan estúpido como celoso.

La baronesa de la Grangerie dejó sobre el diván el libro que leía y miró a Julia con curiosidad y contagiada ya por la alegría de su amiga.

—¿Qué has hecho, vamos a ver, qué has hecho? —la preguntó.

—¡Oh!... querida mía... querida mía... es curioso, curiosísimo... Figúrate que me he salvado!... ¡ me he salvado!... ¡me he salvado!...

—¡Si; salvado!

—¿Pero de qué?

—¿Cómo salvado?

—¡De mi marido, hija mía, de mi marido! ¡Ya estoy libre¡ ...

—¿Libre?... ¿En qué?...

—¿En qué?... ¡Oh, el divorcio!... ¡Si, ya tengo en mi mano el divorcio!

—¿Te has divorciado?

—No, mujer, no; ¡que cosas tienes! ¡No se divorcia una en tres horas! ¡Pero tengo pruebas... pruebas de que me era infiel... un fragante delito...un fragante delito... ya lo he conseguido!...

—¡Ay, cuéntame, cuéntame! ¿De modo que te engañaba?

—Si... es decir, no... sí y no... no lo sé. En fin. tengo pruebas que es lo esencial.

—¿Pero qué ha sucedido?

—¿Que ha sucedido? Pues ahora verás...


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El "rosier" de la señora Husson

Guy de Maupassant


Cuento


Acabábamos de pasar por Gisors donde me había despertado al oír el nombre de la ciudad gritado por los empleados e iba a adormecerme de nuevo cuando una sacudida horrorosa me lanzó sobre la gruesa dama que se encontraba sentada frente a mí.

Una rueda se le había roto a la locomotora que yacía atravesada en la vía. El ténder y el vagón de equipajes, también descarrilados, se habían acostado al lado de esta moribunda que roncaba, gemía, silbaba, soplaba, escupía, parecía uno de esos caballos caídos en la calle, cuyo flanco se mueve, cuyo pecho palpita, cuyos ollares humean, y cuyo cuerpo completo tiembla, pero que no parecen capaces de hacer el menor esfuerzo para levantarse y volver a caminar. No había muertos ni heridos, sólo unos cuantos contusionados, pues el tren no había alcanzado aún mucha velocidad, y mirábamos desolados, el grueso animal de hierro lisiado, que ya no podría transportarnos y que bloqueaba la vía por mucho tiempo quizá, pues sería necesario sin duda traer un tren de socorro desde París.

Eran las diez de la mañana, y me decidí de inmediato a regresar a Gisors para almorzar allí. Mientras caminaba por la vía me preguntaba: «Gisors, Gisors, yo conozco a alguien aquí. Pero ¿quién? ¿Gisors? Veamos, yo tengo un amigo en esta ciudad.» Y de pronto, un nombre surgió de mi memoria: «Albert Marambot». Era un antiguo compañero de colegio, que no había vuelto a ver desde hacía doce años por lo menos, y que ejercía en Gisors la profesión de médico. Con frecuencia me había escrito invitándome; yo le había prometido venir, pero sin cumplir mi promesa. Esta vez, por fin, aprovecharía la ocasión. Pregunto al primer transeúnte que encuentro:

—¿Sabe usted dónde vive el doctor Marambot?


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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