Textos más populares esta semana de Guy de Maupassant etiquetados como Cuento | pág. 8

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autor: Guy de Maupassant etiqueta: Cuento


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Los Restos del Naufragio

Guy de Maupassant


Cuento


Era ayer, 31 de Diciembre.

Acababa de almorzar con mi viejo amigo Georges Garin. El sirviente le entregó una carta cubierta de sellos y estampillas extranjeras.

Georges me dijo:

— ¿Me permites?

— Por supuesto.

Y se puso a leer ocho páginas de un manuscrito inglés grande, cruzado en todas las direcciones. Las leía lentamente, con una atención grave, con aquel interés que ponemos a las cosas que nos tocan el corazón.

Luego puso la carta en la repisa de la chimenea y dijo:

— ¡Ahí tienes una historia curiosa que nunca te conté, sin embargo, una aventura sentimental que me sucedió!. ¡Ah! ¡Ése fue un Día de Año Nuevo extraordinario. ¡Han pasado veinte años, porque tenía entonces treinta años y ahora tengo cincuenta!.

Era entonces inspector de seguros marítimos de la compañía que dirijo actualmente. Me había propuesto pasar en París la fiesta del primero de Enero, de acuerdo a la costumbre de hacer de ese día un día festivo, cuando recibí una carta del gerente, ordenándome partir inmediatamente para la Isla de Ré dónde se había varado un velero de tres palos de Saint—Nazaire, asegurado por nosotros. Eran las ocho de la mañana. Llegué a la oficina a las diez para recibir las instrucciones y esa misma tarde tomé el expreso que me dejó en La Rochelle al día siguiente el 31 de Diciembre.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Cariños de Familia

Guy de Maupassant


Cuento


El tranvía de Neuilly había dejado atrás la puerta Maillot y corría en línea recta a todo lo largo de la gran avenida que va a parar al Sena. La maquinilla, enganchada a su vagón, pitaba para que se apartasen de su camino, escupía su vapor, jadeaba como corredor al que falta el aliento, y sus émbolos se movían con ruidos precipitados de piernas de hierro. Caía sobre la calle el pesado calor de una tarde de verano, y, aunque no soplaba brisa alguna, ascendía del suelo un polvillo blanco, calizo, opaco, asfixiante y cálido que se pegaba a la húmeda piel, cegaba la vista, penetraba en los pulmones.

La gente salía a la puerta de sus casas, en busca de aire.

El vagón de pasajeros tenía bajadas las ventanillas, y todas sus cortinas ondeaban, sacudidas por la rápida carrera. Eran pocas las personas que iban dentro, porque en días tan calurosos la gente prefería viajar en la imperial o en las plataformas. Iban obesas señoras de vestidos presuntuosos, burguesas de barriada que suplen la distinción de la que carecen con una tiesura inoportuna, oficinistas cansados del despacho, de caras amarillentas, cintura doblada y un hombro algo más alto que otro, del mucho trabajar encorvados sobre la mesa. La expresión intranquila y triste de sus rostros revelaba también preocupaciones domésticas, constantes apuros monetarios y viejas esperanzas definitivamente fracasadas; porque todos ellos formaban parte de ese ejército de pobres hombres raídos, que vegetan económicamente en mezquinas casas de yeso, que tienen por jardín un arriate y se alzan en medio de esos campos de los alrededores de París, en los que se aprovechan los residuos de todos los pozos negros.


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Publicado el 4 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Viejo

Guy de Maupassant


Cuento


Un tibio sol de otoño se cernía sobre el patio de la hacienda, por encima de las grandes hayas de las cunetas. Bajo la hierba pelada por las vacas, la tierra, impregnada de lluvia reciente, mojada, se hundía bajo los pies produciendo un chapoteo; y los manzanos cargados de manzanas sembraban sus frutos de un verde pálido sobre el verde oscuro de los herbazales. Cuatro jóvenes terneras pacían, atadas en línea, y mugían por momentos en dirección a la casa; las aves ponían un movimiento colorido sobre el estiércol, delante del establo, y escarbaban, se removían, cacareaban, mientras que los dos gallos cantaban sin cesar, buscando gusanos para sus gallinas, a las que llamaban con un intenso cloqueo.

La barrera de madera se abrió; entró un hombre, de unos cuarenta años, pero que parecía un viejo de sesenta, arrugado, derrengado, andando con grandes pasos lentos, entorpecidos por el peso de unos grandes zuecos llenos de paja. Sus brazos, demasiado largos, le colgaban a ambos lados del cuerpo. Cuando se acercó a la casa, un perro amarillo, atado al pie de un enorme peral, junto a un barril que le servía de caseta, movió la cola, luego se puso a ladrar como muestra de alegría. El hombre gritó:

—¡Calla, Finot! —El perro se calló.

Una campesina salió de la casa. Su cuerpo huesudo, ancho y plano, se dibujaba bajo un justillo de lana que le oprimía la cintura. Una falda gris, demasiado corta, le caía hasta la mitad de las piernas, cubiertas por medias azules, y ella también llevaba zuecos llenos de paja. Un gorro blanco, que se le había puesto amarillo, cubría unos pocos cabellos pegados al cráneo, y su cara oscura, delgada, fea, sin dientes, mostraba la fisonomía salvaje y bruta que tienen con frecuencia los campesinos.

El hombre preguntó: «¿Cómo sigue?»

La mujer contestó: «El señor párroco dice que es el final, que no saldrá de esta noche.»


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Una Sorpresa

Guy de Maupassant


Cuento


Nosotros, mi hermano y yo, fuimos educados por nuestro tío el abad Loisel, «el cura Loisel» como nosotros lo llamábamos. Habiendo fallecido nuestros padres durante nuestra infancia, el abad nos recogió en la casa parroquial y nos amparó.

Él servía desde hacía dieciocho años a la comunidad de Join-le-Sault, no lejos de Yvetot. Se trataba de un pueblecito situado en el hermoso centro de la planicie de la región de Caux, sembrado de granjas que levantaban aquí y allá sus parcelas de árboles por los campos.

La comunidad, a parte de las chozas diseminadas por la planicie, no tenía más que seis casas alineadas a los dos lados de la carretera principal, con la iglesia en un extremo de la región y el ayuntamiento nuevo en el otro extremo.

Mi hermano y yo pasamos nuestra infancia jugando en el cementerio. Como éste estaba al abrigo del viento, mi tío nos impartía allí sus lecciones, sentados los tres sobre la única tumba de piedra, la del anterior cura cuya familia, rica, lo había hecho enterrar señorialmente.

El abad Loisel, para fortalecer nuestra memoria, nos hacía aprender de memoria los nombres de los muertos inscritos sobre la cruz de madera negra y, con la finalidad de ejercitar al mismo tiempo nuestro discernimiento, nos hacía empezar esta insólita cantinela, unas veces por un extremo del campo fúnebre y otras por el opuesto, a veces por el medio, señalando, de repente, una sepultura determinada:

—Veamos, la de la tercera fila, cuya cruz cuelga a la izquierda.

Cuando se presentaba un entierro, teníamos prisa por conocer lo que se inscribiría sobre el símbolo de madera, e íbamos incluso a menudo junto al carpintero para leer el epitafio, antes de que fuera colocado sobre la tumba. Mi tío preguntaba:

—¿Conocen el nuevo?

Nosotros respondíamos los dos a la vez:

—Sí, tío —y nos poníamos rápidamente a farfullar:


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Confesión

Guy de Maupassant


Cuento


Todo Véziers-le-Réthel había asistido al duelo y al entierro del señor Badon-Leremince, y las últimas palabras del discurso del delegado de la Prefectura se grabaron en la memoria de todos: «¡Era un modelo de honradez!»

Modelo de honradez lo había sido en todos los actos apreciables de su vida, en sus palabras, en su ejemplo, en su actitud, en su comportamiento, en sus negocios, en el corte de su barba y la forma de sus sombreros. Jamás había dicho una palabra que no encerrara un ejemplo, jamás había dado una limosna sin acompañarla con un consejo, jamás había tendido la mano sin que pareciera una especie de bendición.

Dejaba dos hijos: un varón y una hembra; el hijo era diputado provincial, y la hija, casada con un notario, el señor Poirel de la Voulte, una de las más encopetadas damas de Véziers.

Se mostraban inconsolables por la muerte de su padre, pues lo amaban sinceramente.

En cuanto terminó la ceremonia, regresaron a la casa del difunto y, encerrándose los tres, el hijo, la hija y el yerno, abrieron el testamento que debían conocer ellos solos, y sólo después de que el ataúd hubiera recibido tierra. Una anotación en el sobre indicaba esta voluntad.

Fue el señor Poirel de la Voulte quien rompió el sobre, en su calidad de notario habituado a estas operaciones, y, ajustándose las gafas en la nariz, leyó, con su voz apagada, habituada a detallar los contratos:

 

Hijos míos, queridos hijos, no podría dormir tranquilo el sueño eterno si no les hiciera, desde el otro lado de la tumba, una confesión, la confesión de un crimen cuyos remordimientos han desgarrado mi vida. Sí, he cometido un crimen, un crimen espantoso, abominable.


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Herrumbre

Guy de Maupassant


Cuento


I

En toda su vida sólo sintió una pasión invencible: la caza. Cazaba todos los días, desde muy temprano hasta la noche, con ardor furioso. Cazaba en invierno como en verano, en primavera como en otoño, en los pantanos, cuando la veda prohibía la caza en campos y bosques; cazaba a la espera, en batida, con perro de muestra, con galgos, con liga, con espejuelos, con hurón. Sólo hablaba de cacerías y no soñaba con otra cosa, repitiendo sin cesar: "¡Deben de ser muy desgraciados los que desconocen los goces de la caza."

Había cumplido cincuenta años y se conservaba muy bien, robusto y erguido, aunque bastante calvo; grueso, pero vigoroso; llevaba los bigotes recortados para dejar libre el labio superior, con objeto de tocar fácilmente la trompa de caza.

En toda la comarca lo llamaban el señor Gontrán, a secas, a pesar de su título nobiliario, pues era el barón Héctor Gontrán de Coutelier.

Habitaba una casita de campo rodeada de bosques, y aun cuando conocía mucho a todos los aristócratas de la provincia, encontrando a veces en éstas cacerías a varios de su misma afición, sólo trataba asiduamente a los Courvilles, sus amables vecinos; amistad rancia, de familia.

En casa de los Courvilles lo cuidaban, lo querían, lo mimaban; y decía:

—Si yo no fuese cazador, pasaría mi vida entera con ustedes.

El señor de Courville era su amigo y compañero desde la infancia. Consagrado a la agricultura, vivía tranquilo con su mujer, su hija y su yerno, Darnetot, que no trabajaba, con el pretexto de dedicarse a estudios históricos.


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Idilio

Guy de Maupassant


Cuento


El tren acababa de salir de Génova y se dirigía hacia Marsella, siguiendo las profundas ondulaciones de la larga costa rocosa, deslizándose como serpiente de hierro entre mar y montaña, reptando sobre playas de arena amarilla en las que el leve oleaje bordaba una lista de plata, y entrando bruscamente en las negras fauces de los túneles, lo mismo que entra una fiera en su cubil.

Una voluminosa señora y un hombre joven viajaban frente a frente en el último vagón, mirándose de cuando en cuando, pero sin hablarse. La mujer, que tendría veinticinco años, iba sentada junto a la ventanilla y miraba el paisaje. Era una robusta campesina piamontesa de ojos negros, pechos abultados y mofletuda. Había metido debajo del asiento de madera varios paquetes, y conservaba encima de sus rodillas una cesta.

El joven tendría veinte años; era flaco, curtido; tenía el color negro de las personas que cultivan la tierra a pleno sol. Llevaba a su lado, en un pañuelo, toda su fortuna: un par de zapatos, una camisa, unos pantalones y una chaqueta. También él había ocultado algo debajo del banco: una pala y un azadón, atados con una cuerda. Iba a Francia en busca de trabajo.

El sol, que ascendía en el cielo, derramaba sobre la costa una lluvia de fuego; era en los últimos días de mayo; revoloteaban por los aires aromas deliciosos, que penetraban en los vagones por las ventanillas abiertas. Los naranjos y limoneros en flor derramaban en la atmósfera tranquila sus perfumes dulzones, tan gratos, tan fuertes y tan inquietantes, mezclándolos con el hálito de las rosas que brotaban en todas partes como las hierbas silvestres, a lo largo de la vía, en los jardines lujosos, en las puertas de las chozas y en pleno campo.


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Cuento de Navidad

Guy de Maupassant


Cuento


El doctor Bonenfantes forzaba su memoria, murmurando:

—¿Un recuerdo de Navidad?... ¿Un recuerdo de Navidad?...

Y, de pronto, exclamó:

«—Sí, tengo uno, y por cierto muy extraño. Es una historia fantástica, ¡un milagro! Sí, señoras, un milagro de Nochebuena.

«Comprendo que admire oír hablar así a un incrédulo como yo. ¡Y es indudable que presencié un milagro! Lo he visto, lo que se llama verlo, con mis propios ojos.

«¿Que si me sorprendió mucho? No; porque sin profesar creencias religiosas, creo que la fe lo puede todo, que la fe levanta las montañas. Pudiera citar muchos ejemplos, y no lo hago para no indignar a la concurrencia, por no disminuir el efecto de mi extraña historia.

«Confesaré, por lo pronto, que si lo que voy a contarles no fue bastante para convertirme, fue suficiente para emocionarme; procuraré narrar el suceso con la mayor sencillez posible, aparentando la credulidad propia de un campesino.

«Entonces era yo médico rural y habitaba en plena Normandía, en un pueblecillo que se llama Rolleville.

«Aquel invierno fue terrible. Después de continuas heladas comenzó a nevar a fines de noviembre. Amontonábanse al norte densas nubes, y caían blandamente los copos de nieve tenue y blanca.

«En una sola noche se cubrió toda la llanura.

«Las masías, aisladas, parecían dormir en sus corralones cuadrados como en un lecho, entre sábanas de ligera y tenaz espuma, y los árboles gigantescos del fondo, también revestidos, parecían cortinajes blancos.

«Ningún ruido turbaba la campiña inmóvil. Solamente los cuervos, a bandadas, describían largos festones en el cielo, buscando la subsistencia, sin encontrarla, lanzándose todos a la vez sobre los campos lívidos y picoteando la nieve.

«Sólo se oía el roce tenue y vago al caer los copos de nieve.


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Publicado el 5 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Ese Cerdo de Morin

Guy de Maupassant


Cuento


A M. Oudinot

I

—Eso, amigo mío —dije a Labarde—; ¡esas cuatro palabras que acabas de pronunciar, «ese cerdo de Morin»! ¿Por qué diablos nunca he oído hablar de Morin sin que se le tratase de cerdo?

Labarde, hoy diputado, me miró con ojos de gato asustado.

—Pero ¡cómo! ¿No sabes la historia de Morin? ¿Y tú eres de La Rochelle?

Confesé que no sabía la historia de Morin. Entonces Labarde se frotó las manos de satisfacción, y comenzó su relato.

—Tú has conocido a Morin y recuerdas su gran almacén de mercería en el muelle de La Rochelle, ¿no?

—Sí, perfectamente.

—Pues bien, en mil ochocientos sesenta y dos, o sesenta y tres, Morin fue a pasar quince días a París, un viaje de placer, o de placeres, pero con el pretexto de renovar las existencias de su comercio. Tú sabes lo que es, para un comerciante de provincias, quince días en París. Eso les enciende la sangre. Todas las noches espectáculos, roces de mujeres, una continua excitación anímica. Se vuelven locos. No ven más que bailarinas con vestidos de malla, actrices descotadas, piernas redondas, hombros soberbios, y todo esto casi al alcance de la mano, sin que se atrevan o puedan tocarlo; pues apenas si disfrutan, una o dos veces, de algunos manjares inferiores. Y se van con el corazón conmovido y el alma toda alegre, con unas ansias de besos que aún les cosquillean en los labios. Morin se hallaba en este estado cuando tomó su billete para La Rochelle en el expreso de las ocho cuarenta de la noche, y se paseaba lleno de confusos sentimientos por la gran sala de la estación de Orléans cuando se paró en seco ante una joven mujer que besaba a una anciana señora. Se había levantado el velo y Morin, maravillado, murmuró:

—¡Oh, qué mujer más guapa!


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Campanilla

Guy de Maupassant


Cuento


¡Son extraños, esos antiguos recuerdos que nos obsesionan sin que podamos desprendernos de ellos!

Este es tan viejo, tan viejo, que no puedo comprender cómo ha permanecido tan vivo y tenaz en mi mente. He visto después tantas cosas siniestras, emocionantes o terribles, que me asombra que no pase un día, ni un sólo día, sin que la figura de la tía Campanilla aparezca ante mis ojos, tal como la conocí, en tiempos, hace mucho, cuando yo tenía diez o doce años.

Era una vieja costurera que venía una vez a la semana, todos los martes, a repasar la ropa en casa de mis padres. Mis padres vivían en una de esas casas de campo llamadas castillos y que son simplemente antiguas mansiones de tejado puntiagudo, de las cuales dependen cuatro o cinco granjas agrupadas a su alrededor.

El pueblo, un pueblo grande, una villa, aparecía a unos cientos de metros, agolpado en torno a la iglesia, una iglesia de ladrillos rojos ennegrecidos por el tiempo.

Así, pues, todos los martes la tía Campanilla llegaba entre seis y media y siete de la mañana y subía enseguida al cuarto de costura para ponerse al trabajo.

Era una mujer alta y flaca, barbuda, o mejor dicho peluda, pues tenía barba en toda la cara, una barba sorprendente, inesperada, que crecía en penachos inverosímiles, en mechones rizados que parecían diseminados por un loco en aquel gran rostro de gendarme con faldas. Los tenía sobre la nariz, bajo la nariz, alrededor de la nariz, en el mentón, en las mejillas; y sus cejas, de un espesor y de una largura extravagantes, completamente grises, tupidas, erizadas, parecían enteramente un par de bigotes colocados allí por error.


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Publicado el 4 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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