Textos más descargados de Guy de Maupassant publicados el 17 de junio de 2016

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autor: Guy de Maupassant fecha: 17-06-2016


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Viaje de Novios

Guy de Maupassant


Cuento


Personajes:

La señora Rivoil, cincuenta años
La señora Bevelin, sesenta años

Un salón. Sobre el velador, un libro abierto: La Canción de los recién casados, por la señora Juliette Lamber.

La señora RIVOIL: Este libro me ha producido un efecto singular. El que acabo de leer es mi poema, el poema del cual he sido la protagonista hace treinta años. Me nota los ojos enrojecidos, querida amiga: es que lloro a lágrima viva desde hace dos horas; lloro por todo ese pasado, tan corto, y terminado, terminado... terminado.

La señora BEVELIN: ¿ Por qué añorar tanto las cosas desaparecidas?

La señora RIVOIL: ¡Oh! Sólo añoro mi viaje de novios. Y esta es la razón por la que este libro, La Canción de los recién casados, me ha conmovido tanto.

Sólo he cumplido en mi vida un sueño, y es ese. Piense, pues. Me voy, sola con él, sea quien sea. Me voy, sola con él, siempre, a todas partes, unida a él, llena de una placentera e inolvidable ternura. En nuestra existencia sólo tenemos una verdadera hora de poesía, esa, una única ilusión, tan completa que el regreso a la realidad se produce meses después, una única embriaguez, tan grande que todo desaparece, todo, excepto Él. Me dirá que a menudo no queremos de verdad. ¿Qué importa? En ese momento, no lo sabemos, creemos amarlo; y es el amor que queremos. Él es el amor, es todas nuestras ilusiones visibles, es todas nuestras expectativas realizadas, es la esperanza alcanzable, es la persona a la que vamos a poder dedicarnos, a la que nos hemos entregado, es el Amigo, nuestro Amo y Señor, lo es todo.

El sueño de todas las mujeres es amar, y tener para nosotras solas, del todo para nosotras, incesantemente a solas, al que adoramos, y que nos adora también, eso creemos. Durante ese primer mes, todo esto se cumple. Pero sólo existe ese mes en nuestra existencia, ¡no hay otro... no hay otro!


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Vanos Consejos

Guy de Maupassant


Cuento


Mi querido amigo, el consejo que me pides es difícil de dar.

Tienes, pues, un lío amoroso que no eres capaz de deshacer y que me parece que se encuentra en una situación lamentable para ti. Soy viejo; te han dicho que yo había vivido, y haces una llamada a mi experiencia para ayudarte. Temo no poder hacer nada por ti, me parece que no estás en una buena situación.

Si he comprendido bien tu carta, he aquí tu caso: Has conquistado a una mujer casada demasiado tenaz. Y voy a hacer unas precisiones para estar seguro de no equivocarme.

Tú eres joven, muy joven, veinticinco años. Después de haber correteado un poco, a derecha y a izquierda, por las calles y las mujeres de la calle, te has sentido llamado, como lo somos todos, al deseo de amores más refinados.

Entonces te fijaste en una amiga de tu madre que se fijaba en ti desde hacía ya algún tiempo.

Ella se encontraba entonces en ese momento en el que la mujer se encuentra aun bien, pero a punto de empeorar. Cuarenta años cumplidos, la gordura, el frescor, ese frescor de las uvas conservadas y el cariño suficiente como para vender, el cual su marido no consumía desde hace bastante tiempo.

Empezaron intercambiando miradas. Luego sus apretones de manos fueron un poco más largos, más estrechos, con una fuerza tímida al principio, luego más significativa. Después la besaste, una noche, detrás de una puerta y ella te devolvió tu beso con usura.

Saliste para pasearte, encantado, ligero, delirante. Estabas preso. Unos días más tarde la cadena estaba bien cerrada. Una dura cadena, mi pobre amigo.


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Una Viuda

Guy de Maupassant


Cuento


Ocurrió el suceso, durante la época de caza, en el Castillo de Banneville. El otoño era lluvioso y triste; las hojas secas, en vez de crujir bajo los pies, se pudrían en las rodadas de los caminos empapadas por los aguaceros.

Casi desnudo ya de hojas, el bosque desprendía humedad como una sala de baños. Al penetrar en él, se sentía bajo los árboles, azotados por los chubascos, un tufo mohoso, un vaho de agua pantanosa, de hierbas humedecidas, de tierra mojada, y los cazadores, abrumados por aquella inundación continua; los perros, macilentos, con el rabo entre las patas y el pelo pegado sobre los lomos, y las jóvenes cazadoras, con los vestidos calados por la lluvia, regresaban todas las tardes, fatigadas de cuerpo y alma.

Después de comer, en el gran salón jugaban a la lotería, displicentes y sin animación, mientras el viento empujaba con violencia los postigos y hacia girar las veletas como un trompo. Quisieron entretenerse narrando cuentos, como dicen las novelas que se hace; pero a ninguno se le ocurrió nada que distrajera. Los cazadores explicaban aventuras a escopetazos, matanzas de conejos, y las mujeres se quebraban la cabeza sin hallar algo semejante a la imaginación de Scheherazada.

Se disponían a buscar otra diversión, cuando una muchacha, jugando distraídamente con la mano de una tía suya, vieja solterona, tropezó en una sortija hecha con cabellos rubios, que había visto ya otras veces sin que fijara su atención, y haciéndola girar en el dedo, preguntó:

—Dime, tía: ¿qué significa esto? Parece pelo de niño.

La señorita se ruborizó, luego palideció y dijo al fin con voz temblorosa:

—Es una historia tan triste, tan triste, que jamás quiero referirla, porque originó la desgracia de toda una vida. Entonces era yo muy joven, pero me ha quedado un recuerdo tan doloroso, que aún me hace llorar.


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Una Sorpresa

Guy de Maupassant


Cuento


Nosotros, mi hermano y yo, fuimos educados por nuestro tío el abad Loisel, «el cura Loisel» como nosotros lo llamábamos. Habiendo fallecido nuestros padres durante nuestra infancia, el abad nos recogió en la casa parroquial y nos amparó.

Él servía desde hacía dieciocho años a la comunidad de Join-le-Sault, no lejos de Yvetot. Se trataba de un pueblecito situado en el hermoso centro de la planicie de la región de Caux, sembrado de granjas que levantaban aquí y allá sus parcelas de árboles por los campos.

La comunidad, a parte de las chozas diseminadas por la planicie, no tenía más que seis casas alineadas a los dos lados de la carretera principal, con la iglesia en un extremo de la región y el ayuntamiento nuevo en el otro extremo.

Mi hermano y yo pasamos nuestra infancia jugando en el cementerio. Como éste estaba al abrigo del viento, mi tío nos impartía allí sus lecciones, sentados los tres sobre la única tumba de piedra, la del anterior cura cuya familia, rica, lo había hecho enterrar señorialmente.

El abad Loisel, para fortalecer nuestra memoria, nos hacía aprender de memoria los nombres de los muertos inscritos sobre la cruz de madera negra y, con la finalidad de ejercitar al mismo tiempo nuestro discernimiento, nos hacía empezar esta insólita cantinela, unas veces por un extremo del campo fúnebre y otras por el opuesto, a veces por el medio, señalando, de repente, una sepultura determinada:

—Veamos, la de la tercera fila, cuya cruz cuelga a la izquierda.

Cuando se presentaba un entierro, teníamos prisa por conocer lo que se inscribiría sobre el símbolo de madera, e íbamos incluso a menudo junto al carpintero para leer el epitafio, antes de que fuera colocado sobre la tumba. Mi tío preguntaba:

—¿Conocen el nuevo?

Nosotros respondíamos los dos a la vez:

—Sí, tío —y nos poníamos rápidamente a farfullar:


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Una Familia

Guy de Maupassant


Cuento


Iba a volver a ver a mi amigo Simón Radevin, que no había visto desde hacía quince años. En otros tiempos fue mi mejor amigo, el amigo de mis pensamientos, aquél con el que se pasan las largas veladas tranquilas y alegres, aquél a quien se le cuentan las cosas íntimas del corazón, por el que se encuentran, charlando dulcemente, las ideas raras, finas, ingeniosas, delicadas, nacidas de la simpatía misma que excita el ingenio y le hace desarrollarse a gusto. Durante muchos años no nos habíamos separado nunca. Habíamos vivido, viajado, soñado, imaginado juntos, habíamos amado las mismas cosas y con un mismo amor, admirado los mismos libros, comprendido las mismas obras, vibrado con las mismas sensaciones, y tan frecuentemente nos habíamos reído de los mismos seres, que nos comprendíamos sólo con intercambiar una mirada.

Luego él se había casado. Se había casado de repente con una chiquilla de provincia que había llegado a París para encontrar novio. ¿Cómo pudo aquella pequeña rubita, delgada, de manos fofas, de ojos claros y vacíos, de voz fresca y necia parecida a cien mil muñecas casaderas, atrapar a aquel chico inteligente y fino? ¿Quién puede comprender esas cosas? Él había esperado sin duda la felicidad, una felicidad sencilla, dulce y continuada entre los brazos de una mujer buena, tierna y fiel; y había entrevisto todo eso en la mirada transparente de aquella chiquilla de cabellos pálidos. No pensó que el hombre activo, vivo y vibrante, se cansa de todo tan pronto como constata la estúpida realidad, a menos que se embrutezca hasta el punto de no comprender nada más. ¿Cómo iba a encontrarlo? ¿Aún vivo, espiritual, risueño y entusiasta, o bien adormecido por la vida provinciana? ¡Un hombre puede cambiar tanto en quince años!


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Una Cena de Nochebuena

Guy de Maupassant


Cuento


No sé exactamente el año. Llevaba todo un mes cazando por aquellos lugares con un brío impetuoso y una alegría salvaje, con ese ardor que se tiene para las pasiones nuevas. Me hallaba en Normandía, en casa de un pariente soltero, Jules de Banneville; y éramos solamente nosotros dos, una doncella, un doméstico y el guarda del castillo señorial. Este castillo, viejo edificio grisáceo rodeado de pinos, en cuyo interior había unas largas avenidas de castaños azotados por el viento, parecía abandonado desde hacía siglos. Un mobiliario antiguo era lo único que contenían aquellos salones siempre cerrados, donde antaño unos personajes, cuyos retratos se veían colgados en un corredor tan desapacible como las avenidas, recibían ceremoniosamente a los nobles vecinos.

Pero nosotros nos habíamos refugiado en la cocina, único rincón habitable de la mansión, una inmensa cocina, cuyas paredes, perdidas en las tinieblas, se iluminaban cuando se arrojaba un nuevo haz de leña en la amplia chimenea. Todas las noches, después de despabilar una dulce modorra ante el fuego, y una vez que de nuestras botas se había evaporado la humedad, subíamos a nuestra habitación, mientras que los podencos, allí mismo, como sonámbulos, soñando escenas de caza, lanzaban ladridos amortiguados.

La habitación era la única pieza del castillo que se había techado y enyesado completamente, a causa de los ratones. Pero la habían dejado sin muebles, blanqueada de cal, y, en las paredes, solamente colgaban unas escopetas, varios látigos y algunos cuernos de caza. Colocadas en los dos rincones de esta choza siberiana había dos camas, en las cuales nos deslizábamos tiritando.


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Una Carta

Guy de Maupassant


Cuento


En nuestro oficio, recibimos a menudo cartas y no hay cronista que no haya comunicado al público alguna epístola de estos lectores desconocidos.

Veremos un ejemplo.

¡Oh! Estas cartas son de muchos tipos. Unas nos halagan, otras nos lapidan. Tan pronto somos el único gran hombre, el único inteligente, el único genio y el único artista de la prensa contemporánea, como no somos más que un vil hombre, un bribón innombrable, digno a lo menos de presidio. Es suficiente para merecer estos elogios o estas injurias, tener o no tener la opinión de un lector sobre la cuestión del divorcio o del impuesto proporcional. Ocurre a menudo que sobre el mismo asunto recibimos al mismo tiempo las más afectuosas felicitaciones o las reprobaciones más virulentas; así que, es muy difícil, a fin de cuentas, hacerse uno mismo una opinión.

A veces estas cartas contienen veinte palabras, y a veces diez páginas. Sobra con leer diez líneas para comprender el valor y conservarla o arrojarla al cesto, cementerio de papeles viejos.

Por momentos también, estas epístolas dan mucho que pensar: así, ésta, transmitirla al público, me causa un problema de conciencia.

Conciencia no es tal vez la palabra justa, y no hay duda que mi lectora (es una mujer la que me escribe) no me supone un grave problema. Yo mismo doy prueba, haciendo ver que me cargan de comisiones parecidas, de una ausencia de sentido moral que tal vez me reprocharán.

Yo me he preguntado también, con cierta inquietud, por qué había sido seleccionado entre tantos otros; por qué se me había juzgado más apto que todos para hacer el servicio solicitado, ¿cómo había podido creer que yo no me ofendería?


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Una Aventura Parisiense

Guy de Maupassant


Cuento


¿Existe en la mujer un sentimiento más agudo que la curiosidad? ¡Oh! ¡Saber, conocer, tocar lo que se ha soñado! ¿Qué no haría por ello? Una mujer, cuando su curiosidad impaciente está despierta, cometerá todas las locuras, todas las imprudencias, tendrá todas las audacias, no retrocederá ante nada. Hablo de las mujeres realmente mujeres, dotadas de ese espíritu de triple fondo que parece, en la superficie, razonable y frío, pero cuyos compartimentos secretos están los tres llenos: uno de inquietud femenina siempre agitada; otro de astucia coloreada de buena fe, de esa astucia de beato, sofisticada y temible; el último, por fin, de sinvergüencería encantadora, de trapacería exquisita, de deliciosa perfidia, de todas esas perversas cualidades que empujan al suicidio a los amantes imbécilmente crédulos, pero que arroban a los otros.

Aquella cuya aventura quiero contar era una provinciana, vulgarmente honesta hasta entonces. Su vida tranquila en apariencia, discurría en su hogar, entre un marido muy ocupado y dos hijos a los que criaba como mujer irreprochable. Pero su corazón se estremecía de curiosidad insatisfecha, de un prurito de lo desconocido. Pensaba en París sin cesar, y leía ávidamente los periódicos mundanos.  La descripción de las fiestas, de los vestidos, de los placeres, hacía hervir sus deseos; pero sobre todo la turbaban misteriosamente los ecos llenos de sobreentendidos, los velos levantados a medias en frases hábiles, y que dejan entrever horizontes de disfrutes culpables y asoladores.

Desde allá lejos veía París en una apoteosis de lujo magnífico y corrompido.


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Un Viejo

Guy de Maupassant


Cuento


Todos los periódicos habían insertado este anuncio: "La nueva estación balneario de Rondelis ofrece ventajas deseables para una estancia prolongada e incluso para una permanencia definitiva. Sus aguas ferruginosas, reconocidas como las primeras del mundo contra todas las afecciones de la sangre, parecen poseer además cualidades particulares, propias para prolongar la vida humana. Este resultado singular es tal vez debido en parte a la situación excepcional del pequeño pueblo, edificado en plena montaña, en el medio de un bosque de abetos. Pero desde siempre han existido casos de longevidad extraordinarios."

Y el público asistía en masa.

Una mañana, el médico de las aguas fue requerido por un nuevo viajero, el señor Daron, llegado hacía unos días y que había alquilado una casa encantadora, en el límite del bosque. Era un anciano de ochenta y seis años, todavía joven, enjuto, bien parecido, activo y que tenía una preocupación infinita por disimular su edad.

Hizo sentar al médico y lo interrogó rápidamente:

—Doctor, si estoy bien, es gracias a la higiene. Sin ser demasiado viejo, tengo ya una cierta edad, pero evito todas las enfermedades, todas las indisposiciones, todos los más ligeros malestares gracias a la higiene. Se dice que el clima de este país es muy bueno para la salud. Estoy dispuesto a creerlo, pero antes de establecerme aquí, quiero pruebas. Le rogaría, pues, que viniese a visitarme una vez por semana para darme exactamente los siguientes informes:

Primero deseo la lista completa, muy completa, de todos los habitantes de la ciudad y de los alrededores que han pasado de los ochenta años. Necesito también algunos detalles físicos y sicológicos de ellos. Quiero conocer su profesión, su forma de vida, sus costumbres. Cada vez que una de estas personas muera, usted deberá avisarme, e indicarme la causa precisa de su muerte, así como las circunstancias.


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Un Normando

Guy de Maupassant


Cuento


Acabábamos de dejar a Ruán y marchábamos a trote largo por la carretera de Jumiéges. El coche avanzaba ligero, cruzando praderas; al empezar a subir la cuesta de Cantaleu, el caballo se puso al paso.

Se descubre desde allí uno de los espléndidos panoramas del mundo. A nuestras espaldas, Ruán, la ciudad de las iglesias y de las torres góticas, cinceladas con minuciosidad de figurillas de marfil; delante, Saint—Sever, el barrio de las fábricas, que yergue al cielo sus mil chimeneas humeantes frente por frente de las mil torrecillas sagradas de la vieja ciudad. Aquí, la flecha de la catedral, cúspide de la más elevada de los monumentos humanos, y allá, la "bomba de Fuego", de "El Rayo", su rival, tan gigantesca como ella, y que sobrepasa en un metro a la más alta de las pirámides de Egipto.

Frente a nosotros se alargaba el Sena, ondulante, salpicado de islas, costeado a la derecha por blancas escarpas que corona un bosque, y a la izquierda por praderas anchísimas, que también limitan un bosque, allá al fondo, muy lejos.

De trecho en trecho, grandes barcos anclados a lo largo de las riberas del ancho río. Tres enormes vapores desfilaban uno tras otro rumbo al Havre; y un rosario de embarcaciones, formado por un buque de tres palos, dos goletas y un bergantín, subía río arriba, hacia Ruán, arrastrado por un pequeño remolcador que despedía una humareda negra.

Mi acompañante, natural de la región, no se molestaba siquiera en mirar tan extraordinario paisaje; se limitaba a sonreír; parecía estar gozando de antemano con otra cosa. Y de pronto exclamó:

—Va usted a ver en seguida una cosa curiosa: la capilla de San Mateo. Eso sí que es gloria pura, amigo mío.

Lo miré con sorpresa, y él siguió diciendo:


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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