Un tibio sol de otoño se cernía sobre el
patio de la hacienda, por encima de las grandes hayas de las
cunetas. Bajo la hierba pelada por las vacas, la tierra,
impregnada de lluvia reciente, mojada, se hundía bajo los pies
produciendo un chapoteo; y los manzanos cargados de manzanas
sembraban sus frutos de un verde pálido sobre el verde oscuro
de los herbazales. Cuatro jóvenes terneras pacían, atadas en
línea, y mugían por momentos en dirección a la casa; las aves
ponían un movimiento colorido sobre el estiércol, delante del
establo, y escarbaban, se removían, cacareaban, mientras que
los dos gallos cantaban sin cesar, buscando gusanos para sus
gallinas, a las que llamaban con un intenso cloqueo.
La barrera de madera se abrió; entró un hombre, de unos
cuarenta años, pero que parecía un viejo de sesenta, arrugado,
derrengado, andando con grandes pasos lentos, entorpecidos por
el peso de unos grandes zuecos llenos de paja. Sus brazos,
demasiado largos, le colgaban a ambos lados del cuerpo. Cuando
se acercó a la casa, un perro amarillo, atado al pie de un
enorme peral, junto a un barril que le servía de caseta, movió
la cola, luego se puso a ladrar como muestra de alegría. El
hombre gritó:
—¡Calla, Finot! —El perro se calló.
Una campesina salió de la casa. Su cuerpo huesudo, ancho y
plano, se dibujaba bajo un justillo de lana que le oprimía la
cintura. Una falda gris, demasiado corta, le caía hasta la
mitad de las piernas, cubiertas por medias azules, y ella
también llevaba zuecos llenos de paja. Un gorro blanco, que se
le había puesto amarillo, cubría unos pocos cabellos pegados
al cráneo, y su cara oscura, delgada, fea, sin dientes,
mostraba la fisonomía salvaje y bruta que tienen con
frecuencia los campesinos.
El hombre preguntó: «¿Cómo sigue?»
La mujer contestó: «El señor párroco dice que es el final, que
no saldrá de esta noche.»
Información texto 'El Viejo'