Textos más cortos de Guy de Maupassant | pág. 8

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autor: Guy de Maupassant


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La Puerta

Guy de Maupassant


Cuento


Ah!, exclamó Karl Massouligny, he aquí una cuestión difícil, ¡la de los maridos complacientes! Desde luego, yo he visto de todos los tipos y no sabría dar una opinión sobre uno únicamente. A menudo he intentado determinar si son en realidad ciegos, clarividentes o débiles. Yo creo que hay de estas tres categorías.

Hagamos un pase rápido sobre los ciegos. Estos en absoluto son serviciales puesto que no saben, de lo infelices que son, que no ven nunca más lejos de sus narices. Por otra parte, una cosa curiosa e interesante a apuntar, es la facilidad de los hombres e incluso de las mujeres, de todas las mujeres, para dejarse engañar.

Nos sorprenden con las más pequeñas astucias todos los que nos rodean, nuestros niños, nuestros amigos, nuestros criados, nuestros proveedores. La humanidad es crédula y nosotros no gastamos en sospechar, adivinar y desbaratar las destrezas de los otros, ni la décima parte de la sutileza que utilizamos cuando queremos, cuando nos toca engañar a alguien.

Los maridos clarividentes pertenecen a tres razas. Los que tienen interés, un interés económico, ambición, o bien los que su mujer tiene un amante o amantes. Los que quieren, poco más o menos, únicamente salvaguardar las apariencias, y están satisfechos de ello. Los que rabian. Se haría una hermosa novela sobre ellos. En fin, ¡los débiles! los que tienen miedo del escándalo.

Hay también los impotentes, o más bien los fatigados, que huyen del lecho conyugal por temor a un síncope o a una apoplejía y que se resignan con ver a un amigo correr riesgos.

En cuanto a mi, he conocido un marido de una especie bastante rara y que se ha defendido de todo esto de una forma espiritual y rara.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Carta que se encontró a un ahogado

Guy de Maupassant


Cuento




¿Me pregunta usted, señora, si me burlo? ¿No puede usted creer que un hombre no haya sentido jamás amor? Pues bien: no, no he amado nunca, nunca.

¿De qué depende eso? No lo sé... Pero no he sentido jamás ese estado de embriaguez del corazón que llaman amor. Jamás he vivido en ese ensueño, en esa locura, en esa exaltación a que nos lanza la imagen de una mujer, ni me vi nunca perseguido, obsesionado, calenturiento, embebecido por la esperanza o la posesión de un ser convertido de pronto para mí en el más deseable de todos los encantos, en la más hermosa de todas las criaturas, más interesante que todo el universo. En mi vida he llorado ni he sufrido por ninguna de ustedes. Tampoco he pasado las noches en vela pensando en una mujer. No conozco ese despertar que su pensamiento y su recuerdo iluminan. No conozco tampoco la excitación enloquecedora del deseo, cuando se le espera, y la divina melancolía sentimental, cuando ella ha huido, dejando en el cuarto un perfume sutil de violeta y de carne.

Jamás he amado.

Muy a menudo me he preguntado a qué es esto debido y, verdaderamente, no lo sé muy bien. Aunque llegué a encontrar varias razones, se refieren a la metafísica, y no sé si las apreciará usted.

Analizo demasiado a las mujeres para dejarme dominar por sus encantos. Pido a usted mil perdones por esta confesión que explicaré. Hay en toda criatura dos naturalezas diferentes: una moral y otra física.

Para amar tendría que descubrir, entre esas dos naturalezas, una armonía que no hallé jamás. Siempre una de las dos hállase a mayor altura que la otra; unas veces la naturaleza física, y otras la moral.


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Publicado el 18 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

La Noche

Guy de Maupassant


Cuento


Amo la noche con pasión. La amo, como uno ama a su país o a su amante, con un amor instintivo, profundo, invencible. La amo con todos mis sentidos, con mis ojos que la ven, con mi olfato que la respira, con mis oídos, que escuchan su silencio, con toda mi carne que las tinieblas acarician. Las alondras cantan al sol, en el aire azul, en el aire caliente, en el aire ligero de la mañana clara. El búho huye en la noche, sombra negra que atraviesa el espacio negro, y alegre, embriagado por la negra inmensidad, lanza su grito vibrante y siniestro.

El día me cansa y me aburre. Es brutal y ruidoso. Me levanto con esfuerzo, me visto con desidia y salgo con pesar, y cada paso, cada movimiento, cada gesto, cada palabra, cada pensamiento me fatiga como si levantara una enorme carga.

Pero cuando el sol desciende, una confusa alegría invade todo mi cuerpo. Me despierto, me animo. A medida que crece la sombra me siento distinto, más joven, más fuerte, más activo, más feliz. La veo espesarse, dulce sombra caída del cielo: ahoga la ciudad como una ola inaprensible e impenetrable, oculta, borra, destruye los colores, las formas; oprime las casas, los seres, los monumentos, con su tacto imperceptible.

Entonces tengo ganas de gritar de placer como las lechuzas, de correr por los tejados como los gatos, y un impetuoso deseo de amar se enciende en mis venas.

Salgo, unas veces camino por los barrios ensombrecidos, y otras por los bosques cercanos a París donde oigo rondar a mis hermanas las fieras y a mis hermanos, los cazadores furtivos.

Aquello que se ama con violencia acaba siempre por matarle a uno.

Pero ¿cómo explicar lo que me ocurre? ¿Cómo hacer comprender el hecho de que pueda contarlo? No sé, ya no lo sé. Sólo sé que es. Helo aquí.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Una Familia

Guy de Maupassant


Cuento


Iba a volver a ver a mi amigo Simón Radevin, que no había visto desde hacía quince años. En otros tiempos fue mi mejor amigo, el amigo de mis pensamientos, aquél con el que se pasan las largas veladas tranquilas y alegres, aquél a quien se le cuentan las cosas íntimas del corazón, por el que se encuentran, charlando dulcemente, las ideas raras, finas, ingeniosas, delicadas, nacidas de la simpatía misma que excita el ingenio y le hace desarrollarse a gusto. Durante muchos años no nos habíamos separado nunca. Habíamos vivido, viajado, soñado, imaginado juntos, habíamos amado las mismas cosas y con un mismo amor, admirado los mismos libros, comprendido las mismas obras, vibrado con las mismas sensaciones, y tan frecuentemente nos habíamos reído de los mismos seres, que nos comprendíamos sólo con intercambiar una mirada.

Luego él se había casado. Se había casado de repente con una chiquilla de provincia que había llegado a París para encontrar novio. ¿Cómo pudo aquella pequeña rubita, delgada, de manos fofas, de ojos claros y vacíos, de voz fresca y necia parecida a cien mil muñecas casaderas, atrapar a aquel chico inteligente y fino? ¿Quién puede comprender esas cosas? Él había esperado sin duda la felicidad, una felicidad sencilla, dulce y continuada entre los brazos de una mujer buena, tierna y fiel; y había entrevisto todo eso en la mirada transparente de aquella chiquilla de cabellos pálidos. No pensó que el hombre activo, vivo y vibrante, se cansa de todo tan pronto como constata la estúpida realidad, a menos que se embrutezca hasta el punto de no comprender nada más. ¿Cómo iba a encontrarlo? ¿Aún vivo, espiritual, risueño y entusiasta, o bien adormecido por la vida provinciana? ¡Un hombre puede cambiar tanto en quince años!


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Claro de Luna

Guy de Maupassant


Cuento




El padre Marignan llevaba con gallardía su nombre de guerra. Era un hombre alto, seco, fanático, de alma exaltada, pero recta. Decididamente creyente, jamás tenía una duda. Imaginaba con sinceridad conocer perfectamente a Dios, penetrar en sus designios, voluntades e intenciones.

A veces, cuando a grandes pasos recorría el jardín del presbiterio, se le planteaba a su espíritu una interrogación: "¿Con qué fin creó Dios aquello?" Y ahincadamente buscaba una respuesta, poniéndose su pensamiento en el lugar de Dios, y casi siempre la encontraba. No era persona capaz de murmurar en un transporte de piadosa humildad: "¡Señor, tus designios son impenetrables!" El padre Marignan se decía a sí mismo: "Soy siervo de Dios; debo, por tanto, conocer sus razones de obrar y adivinar las que no conozco."

Todo le parecía creado en la naturaleza con una lógica absoluta y admirable. Los principios y fines se equilibraban perfectamente. Las auroras se habían hecho para hacer alegre el despertar, los días para madurar el trigo, las lluvias para regarlo, las tardes oscuras para predisponer al sueño, y las noches para dormir. Las cuatro estaciones correspondían totalmente a las necesidades de la agricultura; y jamás el sacerdote sospecharía que no hay intenciones en la naturaleza, y que todo lo que existe, al contrario de lo que él pensaba, se sometió a las duras necesidades de las épocas, de los climas y de la materia.


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Publicado el 18 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Mendigo

Guy de Maupassant


Cuento


Había conocido días mejores, pese a su miseria y sus achaques. A la edad de quince años, había visto sus dos piernas aplastadas por un coche en la carretera de Varville. Y desde entonces mendigaba arrastrándose a lo largo de los caminos, a través de los patios de las haciendas, balanceándose sobre las muletas que le habían hecho subir los hombros a la altura de las orejas. Su cabeza parecía hundida entre dos montañas. Fue un niño abandonado, el párroco de Billetes lo encontró en una cuneta la víspera del día de difuntos por lo que fue bautizado por esta razón como Nicolás Toussaint; criado por caridad, había permanecido ajeno a cualquier tipo de instrucción, lisiado después de haber bebido algunos vasos de aguardiente ofrecidos por el panadero del pueblo, por broma, y, desde entonces vagabundo; no sabía hacer otra cosa que tender la mano. Desde tiempo atrás, la baronesa de Avary le cedía para dormir una especie de nicho lleno de paja, junto al gallinero, en la hacienda colindante con el castillo: allí estaba seguro de encontrar siempre un trozo de pan y un vaso de sidra en la cocina, en los días de hambre. También recibía a veces algunas monedas arrojadas por la anciana dama desde lo alto de la escalinata o desde las ventanas de su habitación. Pero ahora ella estaba muerta. En los pueblos no le daban nada, pues lo conocían demasiado; estaban hartos de él después de verlo durante cuarenta años pasear de casa en casa su cuerpo harapiento y deforme sobre sus dos patas de madera. Sin embargo, él no quería marcharse porque no conocía sobre la tierra otra cosa que no fuera este rincón, esas tres o cuatro aldeas por donde siempre había arrastrado su miserable vida. Había puesto fronteras a su mendicidad y no había traspasado jamás los límites que no estaba acostumbrado a franquear.


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Lo Horrible

Guy de Maupassant


Cuento


La tibia noche descendía lentamente.

Las mujeres se habían quedado en el salón de la quinta. Los hombres, sentados o a horcajadas en las sillas del jardín, fumaban, ante la puerta, en círculo en torno a una mesa redonda llena de tazas y de copas.

Sus cigarros brillaban como ojos en la sombra cada vez más espesa. Acababan de contar un espantoso accidente ocurrido la víspera: dos hombres y tres mujeres ahogados ante los ojos de los invitados, frente a la casa, en el río.

El general de G... pronunció:

—Sí, esas cosas son conmovedoras, pero no son horribles.

Lo horrible, esa vieja palabra, significa algo más que terrible. Un espantoso accidente como ése conmueve, trastorna, asusta: pero no enloquece. Para experimentar horror se necesita algo más que la emoción del alma y algo más que el espectáculo de una muerte espantosa, se necesita, bien un estremecimiento de misterio, bien una sensación de espanto anormal, fuera de lo natural. Un hombre que muere, aunque sea en las condiciones más dramáticas, no inspira horror; un campo de batalla no es horrible; la sangre no es horrible; los crímenes más viles son raramente horribles.

Miren, aquí tienen dos ejemplos personales que me han hecho comprender lo que se puede entender por Horror.

Era durante la guerra de 1870. Nos retirábamos hacia Pont—Audemer, tras haber cruzado Ruán. El ejército, unos veinte mil hombres, veinte mil hombres en desorden, desbandados, desmoralizados, agotados, iba a reconstruirse en El Havre.

La tierra estaba cubierta de nieve. Caía la noche. No habíamos comido nada desde la víspera. Huíamos a toda prisa, pues los prusianos no estaban lejos.

Todo el campo normando, lívido, manchado por las sombras de los árboles que rodeaban las granjas, se extendía bajo un cielo negro, pesado y siniestro.


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Lobo

Guy de Maupassant


Cuento


Vean ahí lo que nos refirió el viejo marqués de Arville, a los postres de la comida con que inaugurábamos aquel año la época venatoria en la residencia del barón de Ravels.

Habíamos perseguido a un ciervo todo el día. El marqués era el único invitado que no tomó parte alguna en aquella batida, porque no cazaba jamás.

Durante la fastuosa comida casi no se habló más que de matanzas de animales. Hasta las señoras oían con interés las narraciones sangrientas y con frecuencia inverosímiles; los oradores acompañaban con el gesto la relación de los ataques y luchas de hombres y bestias; levantaban los brazos, ahuecaban la voz.

Agradaba oír al señor de Arville, cuya poética fraseología resultaba un poco ampulosa, pero de buen efecto. Es indudable que habría referido muchas veces, en otras ocasiones, la misma historia, porque ninguna frase lo hizo dudar, teniéndolas todas ya estudiadas, muy seguro de producir la imagen que le convenía.

—Señores: yo no he cazado nunca; mi padre, tampoco; ni mi abuelo ni mi bisabuelo. Este último era hijo de un hombre que había cazado él solo más que todos ustedes juntos. Murió en mil setecientos sesenta y cuatro, y voy a decir de qué manera.

"Se llamaba Juan, estaba casado y era padre de una criatura, que fue mi bisabuelo; habitaba con su hermano menor, Francisco de Arville, nuestro castillo de Lorena, entre bosques.

"Francisco de Arville había quedado soltero; su amor a la caza no le permitía otros amores.

"Cazaban los dos todo el año sin tregua, sin descanso y sin rendirse a las fatigas. Era su mayor goce; no sabían divertirse de otro modo; no hablaban de otro asunto: sólo vivían para cazar.

"Dominábalos aquella pasión terrible, inexorable, abrasándolos. poseyéndolos, no dejando espacio en su corazón para nada más.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Tic

Guy de Maupassant


Cuento


Los comensales entraban lentamente en la gran sala del hotel y se sentaban en sus sitios. Los criados empezaron a servir lentamente para dar tiempo a los que llegaban con retraso y no tener que traer de nuevo los platos; y los antiguos bañistas, los habituales, aquellos que llegaban antes de la época, miraban con interés la puerta cada vez que se abría con el deseo de ver aparecer nuevos rostros.

Esta es la gran distracción de las villas termales. Se espera la hora de la cena para inspeccionar las llegadas del día, para adivinar quienes son, lo que hacen, lo que piensan. Un deseo ronda nuestro espíritu, el deseo de los reencuentros agradables, de conocer gente amable, tal vez, de amores. En esta vida de codo con codo, de vecinos, los desconocidos, adquieren una importancia extrema. La curiosidad se pone en guardia, la simpatía en espera y la sociabilidad a trabajar.

Hay antipatías de una semana y amistades de un mes, se mira a la gente con ojos diferentes bajo la óptica especial del conocimiento de la villa termal. Se descubre a los hombres, súbitamente, en una conversación de una hora, por la tarde, después de cenar, bajo los árboles del parque donde borbotea el manantial curativo, una inteligencia superior y con méritos sorprendentes, y, un mes más tarde hemos olvidado completamente estos nuevos amigos, tan encantadores los primeros días.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Amor

Guy de Maupassant


Cuento




Páginas del "Diario de un cazador"

En la crónica de sucesos de un periódico acabo de leer un drama pasional. Uno que la ha matado y se ha matado después; es decir, uno que amaba. ¿Qué importan él y ella? Sólo su amor me importa; y no porque me enternezca, ni porque me asombre, ni porque me conmueva, ni me haga soñar, sino porque evoca en mí un recuerdo de la mocedad, recuerdo extraño de una cacería en que se me apareció el Amor, como se aparecían a los primeros cristianos cruces misteriosas en la serenidad de los cielos.

Nací con todos los instintos y emociones del hombre primitivo, muy poco atenuados por las sensaciones y los razonamientos de la civilización. Amo la caza con pasión, y la bestia ensangrentada, con sangre en su plumaje, ensangrentándome las manos, me hace desfallecer de gusto.

Aquel año, al final del otoño, se presentó impetuosamente el frío, y mi primo Karl de Ranyule me invitó a cazar con él, a la alborada patos magníficos en los pantanos de su posesión.

Mi primo, un buen mozo de cuarenta años, encarnado, con mucha vida en el cuerpo y muchos poles, en la cara, semibruto y semicivilizado, de alegre carácter, dotado de ese esprit gaulois que tan agradablemente vela las deficiencias. del ingenio, vivía en una especie de cortijo con aires de castillo señorial, escondido en un amplio valle.

Coronaban las colinas de la derecha y de la izquierda hermosos bosques señoriales, con árboles antiquísimos y poblados de caza excelente. Algunas veces se abatían allí águilas soberbias, y esos pájaros errantes, que raramente se aventuran en países demasiados poblados para su azorada independencia, encontraban en aquella selva secular asilo seguro, como si reconocieran en ella alguna rama que en otros tiempos les acogiera durante sus excursiones sin rumbo.


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Publicado el 18 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

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