Textos más largos de Guy de Maupassant | pág. 10

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autor: Guy de Maupassant


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Lo Horrible

Guy de Maupassant


Cuento


La tibia noche descendía lentamente.

Las mujeres se habían quedado en el salón de la quinta. Los hombres, sentados o a horcajadas en las sillas del jardín, fumaban, ante la puerta, en círculo en torno a una mesa redonda llena de tazas y de copas.

Sus cigarros brillaban como ojos en la sombra cada vez más espesa. Acababan de contar un espantoso accidente ocurrido la víspera: dos hombres y tres mujeres ahogados ante los ojos de los invitados, frente a la casa, en el río.

El general de G... pronunció:

—Sí, esas cosas son conmovedoras, pero no son horribles.

Lo horrible, esa vieja palabra, significa algo más que terrible. Un espantoso accidente como ése conmueve, trastorna, asusta: pero no enloquece. Para experimentar horror se necesita algo más que la emoción del alma y algo más que el espectáculo de una muerte espantosa, se necesita, bien un estremecimiento de misterio, bien una sensación de espanto anormal, fuera de lo natural. Un hombre que muere, aunque sea en las condiciones más dramáticas, no inspira horror; un campo de batalla no es horrible; la sangre no es horrible; los crímenes más viles son raramente horribles.

Miren, aquí tienen dos ejemplos personales que me han hecho comprender lo que se puede entender por Horror.

Era durante la guerra de 1870. Nos retirábamos hacia Pont—Audemer, tras haber cruzado Ruán. El ejército, unos veinte mil hombres, veinte mil hombres en desorden, desbandados, desmoralizados, agotados, iba a reconstruirse en El Havre.

La tierra estaba cubierta de nieve. Caía la noche. No habíamos comido nada desde la víspera. Huíamos a toda prisa, pues los prusianos no estaban lejos.

Todo el campo normando, lívido, manchado por las sombras de los árboles que rodeaban las granjas, se extendía bajo un cielo negro, pesado y siniestro.


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Mendigo

Guy de Maupassant


Cuento


Había conocido días mejores, pese a su miseria y sus achaques. A la edad de quince años, había visto sus dos piernas aplastadas por un coche en la carretera de Varville. Y desde entonces mendigaba arrastrándose a lo largo de los caminos, a través de los patios de las haciendas, balanceándose sobre las muletas que le habían hecho subir los hombros a la altura de las orejas. Su cabeza parecía hundida entre dos montañas. Fue un niño abandonado, el párroco de Billetes lo encontró en una cuneta la víspera del día de difuntos por lo que fue bautizado por esta razón como Nicolás Toussaint; criado por caridad, había permanecido ajeno a cualquier tipo de instrucción, lisiado después de haber bebido algunos vasos de aguardiente ofrecidos por el panadero del pueblo, por broma, y, desde entonces vagabundo; no sabía hacer otra cosa que tender la mano. Desde tiempo atrás, la baronesa de Avary le cedía para dormir una especie de nicho lleno de paja, junto al gallinero, en la hacienda colindante con el castillo: allí estaba seguro de encontrar siempre un trozo de pan y un vaso de sidra en la cocina, en los días de hambre. También recibía a veces algunas monedas arrojadas por la anciana dama desde lo alto de la escalinata o desde las ventanas de su habitación. Pero ahora ella estaba muerta. En los pueblos no le daban nada, pues lo conocían demasiado; estaban hartos de él después de verlo durante cuarenta años pasear de casa en casa su cuerpo harapiento y deforme sobre sus dos patas de madera. Sin embargo, él no quería marcharse porque no conocía sobre la tierra otra cosa que no fuera este rincón, esas tres o cuatro aldeas por donde siempre había arrastrado su miserable vida. Había puesto fronteras a su mendicidad y no había traspasado jamás los límites que no estaba acostumbrado a franquear.


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Claro de Luna

Guy de Maupassant


Cuento




El padre Marignan llevaba con gallardía su nombre de guerra. Era un hombre alto, seco, fanático, de alma exaltada, pero recta. Decididamente creyente, jamás tenía una duda. Imaginaba con sinceridad conocer perfectamente a Dios, penetrar en sus designios, voluntades e intenciones.

A veces, cuando a grandes pasos recorría el jardín del presbiterio, se le planteaba a su espíritu una interrogación: "¿Con qué fin creó Dios aquello?" Y ahincadamente buscaba una respuesta, poniéndose su pensamiento en el lugar de Dios, y casi siempre la encontraba. No era persona capaz de murmurar en un transporte de piadosa humildad: "¡Señor, tus designios son impenetrables!" El padre Marignan se decía a sí mismo: "Soy siervo de Dios; debo, por tanto, conocer sus razones de obrar y adivinar las que no conozco."

Todo le parecía creado en la naturaleza con una lógica absoluta y admirable. Los principios y fines se equilibraban perfectamente. Las auroras se habían hecho para hacer alegre el despertar, los días para madurar el trigo, las lluvias para regarlo, las tardes oscuras para predisponer al sueño, y las noches para dormir. Las cuatro estaciones correspondían totalmente a las necesidades de la agricultura; y jamás el sacerdote sospecharía que no hay intenciones en la naturaleza, y que todo lo que existe, al contrario de lo que él pensaba, se sometió a las duras necesidades de las épocas, de los climas y de la materia.


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Publicado el 18 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Una Familia

Guy de Maupassant


Cuento


Iba a volver a ver a mi amigo Simón Radevin, que no había visto desde hacía quince años. En otros tiempos fue mi mejor amigo, el amigo de mis pensamientos, aquél con el que se pasan las largas veladas tranquilas y alegres, aquél a quien se le cuentan las cosas íntimas del corazón, por el que se encuentran, charlando dulcemente, las ideas raras, finas, ingeniosas, delicadas, nacidas de la simpatía misma que excita el ingenio y le hace desarrollarse a gusto. Durante muchos años no nos habíamos separado nunca. Habíamos vivido, viajado, soñado, imaginado juntos, habíamos amado las mismas cosas y con un mismo amor, admirado los mismos libros, comprendido las mismas obras, vibrado con las mismas sensaciones, y tan frecuentemente nos habíamos reído de los mismos seres, que nos comprendíamos sólo con intercambiar una mirada.

Luego él se había casado. Se había casado de repente con una chiquilla de provincia que había llegado a París para encontrar novio. ¿Cómo pudo aquella pequeña rubita, delgada, de manos fofas, de ojos claros y vacíos, de voz fresca y necia parecida a cien mil muñecas casaderas, atrapar a aquel chico inteligente y fino? ¿Quién puede comprender esas cosas? Él había esperado sin duda la felicidad, una felicidad sencilla, dulce y continuada entre los brazos de una mujer buena, tierna y fiel; y había entrevisto todo eso en la mirada transparente de aquella chiquilla de cabellos pálidos. No pensó que el hombre activo, vivo y vibrante, se cansa de todo tan pronto como constata la estúpida realidad, a menos que se embrutezca hasta el punto de no comprender nada más. ¿Cómo iba a encontrarlo? ¿Aún vivo, espiritual, risueño y entusiasta, o bien adormecido por la vida provinciana? ¡Un hombre puede cambiar tanto en quince años!


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Noche

Guy de Maupassant


Cuento


Amo la noche con pasión. La amo, como uno ama a su país o a su amante, con un amor instintivo, profundo, invencible. La amo con todos mis sentidos, con mis ojos que la ven, con mi olfato que la respira, con mis oídos, que escuchan su silencio, con toda mi carne que las tinieblas acarician. Las alondras cantan al sol, en el aire azul, en el aire caliente, en el aire ligero de la mañana clara. El búho huye en la noche, sombra negra que atraviesa el espacio negro, y alegre, embriagado por la negra inmensidad, lanza su grito vibrante y siniestro.

El día me cansa y me aburre. Es brutal y ruidoso. Me levanto con esfuerzo, me visto con desidia y salgo con pesar, y cada paso, cada movimiento, cada gesto, cada palabra, cada pensamiento me fatiga como si levantara una enorme carga.

Pero cuando el sol desciende, una confusa alegría invade todo mi cuerpo. Me despierto, me animo. A medida que crece la sombra me siento distinto, más joven, más fuerte, más activo, más feliz. La veo espesarse, dulce sombra caída del cielo: ahoga la ciudad como una ola inaprensible e impenetrable, oculta, borra, destruye los colores, las formas; oprime las casas, los seres, los monumentos, con su tacto imperceptible.

Entonces tengo ganas de gritar de placer como las lechuzas, de correr por los tejados como los gatos, y un impetuoso deseo de amar se enciende en mis venas.

Salgo, unas veces camino por los barrios ensombrecidos, y otras por los bosques cercanos a París donde oigo rondar a mis hermanas las fieras y a mis hermanos, los cazadores furtivos.

Aquello que se ama con violencia acaba siempre por matarle a uno.

Pero ¿cómo explicar lo que me ocurre? ¿Cómo hacer comprender el hecho de que pueda contarlo? No sé, ya no lo sé. Sólo sé que es. Helo aquí.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Carta que se encontró a un ahogado

Guy de Maupassant


Cuento




¿Me pregunta usted, señora, si me burlo? ¿No puede usted creer que un hombre no haya sentido jamás amor? Pues bien: no, no he amado nunca, nunca.

¿De qué depende eso? No lo sé... Pero no he sentido jamás ese estado de embriaguez del corazón que llaman amor. Jamás he vivido en ese ensueño, en esa locura, en esa exaltación a que nos lanza la imagen de una mujer, ni me vi nunca perseguido, obsesionado, calenturiento, embebecido por la esperanza o la posesión de un ser convertido de pronto para mí en el más deseable de todos los encantos, en la más hermosa de todas las criaturas, más interesante que todo el universo. En mi vida he llorado ni he sufrido por ninguna de ustedes. Tampoco he pasado las noches en vela pensando en una mujer. No conozco ese despertar que su pensamiento y su recuerdo iluminan. No conozco tampoco la excitación enloquecedora del deseo, cuando se le espera, y la divina melancolía sentimental, cuando ella ha huido, dejando en el cuarto un perfume sutil de violeta y de carne.

Jamás he amado.

Muy a menudo me he preguntado a qué es esto debido y, verdaderamente, no lo sé muy bien. Aunque llegué a encontrar varias razones, se refieren a la metafísica, y no sé si las apreciará usted.

Analizo demasiado a las mujeres para dejarme dominar por sus encantos. Pido a usted mil perdones por esta confesión que explicaré. Hay en toda criatura dos naturalezas diferentes: una moral y otra física.

Para amar tendría que descubrir, entre esas dos naturalezas, una armonía que no hallé jamás. Siempre una de las dos hállase a mayor altura que la otra; unas veces la naturaleza física, y otras la moral.


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Publicado el 18 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

La Puerta

Guy de Maupassant


Cuento


Ah!, exclamó Karl Massouligny, he aquí una cuestión difícil, ¡la de los maridos complacientes! Desde luego, yo he visto de todos los tipos y no sabría dar una opinión sobre uno únicamente. A menudo he intentado determinar si son en realidad ciegos, clarividentes o débiles. Yo creo que hay de estas tres categorías.

Hagamos un pase rápido sobre los ciegos. Estos en absoluto son serviciales puesto que no saben, de lo infelices que son, que no ven nunca más lejos de sus narices. Por otra parte, una cosa curiosa e interesante a apuntar, es la facilidad de los hombres e incluso de las mujeres, de todas las mujeres, para dejarse engañar.

Nos sorprenden con las más pequeñas astucias todos los que nos rodean, nuestros niños, nuestros amigos, nuestros criados, nuestros proveedores. La humanidad es crédula y nosotros no gastamos en sospechar, adivinar y desbaratar las destrezas de los otros, ni la décima parte de la sutileza que utilizamos cuando queremos, cuando nos toca engañar a alguien.

Los maridos clarividentes pertenecen a tres razas. Los que tienen interés, un interés económico, ambición, o bien los que su mujer tiene un amante o amantes. Los que quieren, poco más o menos, únicamente salvaguardar las apariencias, y están satisfechos de ello. Los que rabian. Se haría una hermosa novela sobre ellos. En fin, ¡los débiles! los que tienen miedo del escándalo.

Hay también los impotentes, o más bien los fatigados, que huyen del lecho conyugal por temor a un síncope o a una apoplejía y que se resignan con ver a un amigo correr riesgos.

En cuanto a mi, he conocido un marido de una especie bastante rara y que se ha defendido de todo esto de una forma espiritual y rara.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Viaje de Salud

Guy de Maupassant


Cuento


El señor Panard era un hombre prudente que a todo temía en la vida. Tenía miedo a los contratiempos, a los fracasos, a los carruajes, a los ferrocarriles, a todos los probables accidentes, pero por encima de todo temía a las enfermedades.

Había llegado a la conclusión, con una extrema convicción, de que nuestra existencia estaba amenazada sin cesar por todo lo que nos rodea. Pensar en una caminata le hacía temer un esguince, en brazos y piernas rotas; la visión de un cristal le sugería las horrorosas heridas provocadas por los cortes del vidrio; la presencia de un gato, en ojos arrancados. Vivía con una prudencia meticulosa, reflexiva, paciente, completa.

Decía a su esposa, una valiente mujer, que consentía sus manías:

—Paciencia, querida, que poco es necesario para destruir a un hombre. Es horroroso pensar en esto. Uno sale a la calle con buena salud, atraviesa el bulevar; un carruaje llega y te atropella; o bien uno se detiene cinco minutos bajo un portal a conversar con un amigo y no se percata de una pequeña corriente de aire que le resbala por la espalda, provocándole una pleuresía. Esto es suficiente. Le puede ocurrir a cualquiera.

Panard se interesaba en especial por la sección “Sanidad Pública” de los periódicos. Conocía la cifra normal de muertes en tiempos de paz, siguiendo las estaciones, la marcha y los caprichos de las epidemias, sus síntomas, su probable duración, el modo de prevenirlas, de pararlas, de curarlas. Poseía una biblioteca medica con todas las obras relativas a los tratamientos puestos a disposición del público por los medicos divulgadores y prácticos.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Pierrot

Guy de Maupassant


Cuento


La señora Lefèvre era una dama pueblerina, una viuda, una de esas semicampesinas de lazos y sombreros adornados, una de esas personas que cecean, que adoptan en público aires de grandeza y ocultan un alma de bruta pretenciosa bajo un exterior cómico y abigarrado, como disimulan sus gruesas manos enrojecidas bajo guantes de seda. Tenía como sirvienta a una animosa campesina muy simple, llamada Rose. Las dos mujeres vivían en una casita de postigos verdes, junto a una carretera, en Normandía, en el centro de la región de Caux. Delante de la casa poseían un estrecho jardín en el que cultivaban algunas hortalizas.

Y sucedió que una noche les robaron una docena de cebollas. Tan pronto como Rose se percató del robo, corrió a avisar a la señora, que bajó en refajo. Fue una desolación y un terror. ¡Habían robado a la señora Lefèvre! Luego alguien robaba en el pueblo, y podía regresar. Y las dos mujeres, azoradas, contemplaban las huellas de los pasos, comentaban, suponían cómo debían haberse desarrollado los hechos: «Mire, han pasado por ahí. Han puesto los pies sobre el muro; han saltado al bancal.» Y se asustaban pensando en el porvenir. ¡Cómo iban a dormir tranquilas a partir de ahora! El asunto del robo se difundió por la zona. Los vecinos llegaron, constataron, discutieron a su vez; y las dos mujeres explicaban a cada recién llegado sus observaciones e ideas.


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

¡Solo!

Guy de Maupassant


Cuento


Habíamos comido juntos varios amigos de buen humor, alegres y contentos. Uno de ellos, el más viejo de todos nosotros, me dijo:

—¿Quieres que subamos a pie la avenida de los Campos Eliseos?

Y salimos juntos siguiendo a paso lento el largo y ancho paseo bajo los árboles casi desprovistos de hojas. No se oía otro ruido sino ese rumor confuso y continuo que se escucha en. París a todas horas. Un vientecillo fresco nos azotaba el rostro, y allá arriba el cielo oscuro, negro, cubierto de estrellas, parecía sembrado de un polvo de oro. Mi compañero me dijo:

—No sé por qué respiro aquí de noche mejor que en ninguna otra parte. Me parece que mi pensamiento se ensancha. Hay momentos en que siento esa especie de luz en el entendimiento que hace creer, durante un segundo, que se va a descubrir el divino secreto de las cosas. Pero pasado ese instante la luz se extingue... la ventana se cierra y ¡se acabó!

De cuando en cuando veíamos deslizarse dos sombras a lo largo de los árboles, o pasábamos por delante de un banco donde estaban dos seres sentados uno junto a otro, y cuyas negras siluetas se confundían en una sola. Mi amigo murmuró:


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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