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autor: Guy de Maupassant


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Bola de Sebo

Guy de Maupassant


Cuento




Durante muchos días consecutivos pasaron por la ciudad restos del ejército derrotado. Más que tropas regulares, parecían hordas en dispersión. Los soldados llevaban las barbas crecidas y sucias, los uniformes hechos jirones, y llegaban con apariencia de cansancio, sin bandera, sin disciplina. Todos parecían abrumados y derrengados, incapaces de concebir una idea o de tomar una resolución; andaba sólo por costumbre y caían muertos de fatiga en cuanto se paraban. Los más eran movilizados, hombres pacíficos, muchos de los cuales no hicieron otra cosa en el mundo que disfrutar de sus rentas, y los abrumaba el peso del fusil; otros eran jóvenes voluntarios impresionables, prontos el terror y al entusiasmo, dispuestos fácilmente a huir o acometer; y mezclados con ellos iban algunos veteranos aguerridos, restos de una división destrozada en un terrible combate; artilleros de uniforme oscuro, alineados con reclutas de varias procedencias, entre los cuales aparecía el brillante casco de algún dragón tardo en el andar, que seguía difícilmente la marcha ligera de los infantes.

Compañías de francotiradores, bautizados con epítetos heroicos: Los Vengadores de la Derrota, Los Ciudadanos de la Tumba, Los Compañeros de la Muerte, aparecían a su vez con aspecto de facinerosos, capitaneados por antiguos almacenistas de paños o de cereales, convertidos en jefes gracias a su dinero —cuando no al tamaño de las guías de sus bigotes—, cargados de armas, de abrigos y de galones, que hablaban con voz campanuda, proyectaban planes de campaña y pretendían ser los únicos cimientos, el único sostén de Francia agonizante, cuyo peso moral gravitaba por entero sobre sus hombros de fanfarrones, a la vez que se mostraban temerosos de sus mismos soldados, gentes del bronce, muchos de ellos valientes, y también forajidos y truhanes.

Por entonces se dijo que los prusianos iban a entrar en Ruán.


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41 págs. / 1 hora, 12 minutos / 1.633 visitas.

Publicado el 18 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Padre de Simón

Guy de Maupassant


Cuento


Las doce acababan de sonar. La puerta de la escuela se abrió y los chicos se lanzaron fuera, atropellándose por salir más pronto. Pero no se dispersaron rápidamente, como todos los días, para ir a comer a sus casas; se detuvieron a los pocos pasos, formaron grupos y se pusieron a cuchichear.

Todo porque aquella mañana había asistido por vez primera a clase Simón, el hijo de la Blancota.

Habían oído hablar en sus casas de la Blancota; aunque en público le ponían buena cara, a espaldas de ella hablaban las madres con una especie de compasión desdeñosa, de la que se habían contagiado los hijos sin saber por qué.

A Simón no lo conocían, porque no salía de su casa, y no los acompañaba en sus travesuras por las calles del pueblo o a orillas del río. No le tenían, pues, simpatía; por eso acogieron con cierto regocijo y una mezcla considerable de asombro, y se la fueron repitiendo, unos a otros, la frase que había dicho cierto muchachote, de catorce a quince años, que debía estar muy enterado, a juzgar por la malicia con que guiñaba el ojo:

—¿No lo saben?... Simón... no tiene papá.

Apareció a su vez en el umbral de la puerta de la escuela el hijo de la Blancota. Tendría siete u ocho años. Era paliducho, iba muy limpio, y tenía los modales tímidos, casi torpes.

Regresaba a casa de su madre, pero los grupos de sus camaradas lo fueron rodeando y acabaron por encerrarlo en un círculo, sin dejar de cuchichear, mirándolo con ojos maliciosos y crueles de chicos que preparan una barrabasada. Se detuvo, dándoles la cara, sorprendido y embarazado, sin acertar a comprender qué pretendían. Pero el muchacho que había llevado la noticia, orgulloso del éxito conseguido ya, le preguntó:

—Tú, dinos cómo te llamas.

Contestó el interpelado:

—Simón.

—¿Simón qué?

El niño repitió desconcertado:

—Simón.


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Muerta

Guy de Maupassant


Cuento


¡Yo la había amado locamente! ¿Por qué amamos? Es raro no ver en el mundo sino a un ser, no tener en la mente sino una idea, en el corazón sino un deseo, y en la boca más que un nombre: un nombre que sube sin cesar, que sube, como el agua de un manantial, de las honduras del alma, que sube a los labios, y que decimos, que repetimos, que murmuramos sin cesar en todas partes, al igual que una plegaria.

No contaré nuestra historia. El amor no tiene más que una, siempre la misma. La encontré y la amé. Nada más. Y viví durante un año en su ternura, en sus brazos, en su caricia, en su mirada, en sus trajes, en sus palabras, enredado, ligado, aprisionado en todo lo que venía de ella, de una forma tan completa que ya no sabía si era de día o de noche, si estaba vivo o muerto, en la vieja tierra o en otro lugar.

Y he aquí que se murió. ¿Cómo? No sé, ya no lo sé.

Volvió a casa empapada, una noche de lluvia, y al día siguiente tosía. Tosió durante una semana aproximadamente y guardó cama.

¿Qué ocurrió? Ya no lo sé.

Los médicos venían, escribían, se iban. Se traían remedios; una mujer se los hacía tomar. Sus manos estaban calientes, su frente ardiente y húmeda, su mirada brillante y triste. Yo le hablaba, ella me respondía. Qué nos dijimos? Ya no lo sé: ¡Lo he olvidado todo, todo! Se murió, recuerdo muy bien su breve suspiro, su breve suspiro tan débil, el último. La enfermera dijo: «¡Ay!» ¡Comprendí, comprendí!

No supe nada más. Nada. Vi a un sacerdote que pronunció estas palabras. «Su querida.» Me pareció que la insultaba. Puesto que ella había muerto, nadie tenía derecho a saber eso. Lo despedí. Vino otro que fue muy bondadoso, muy dulce. Yo lloraba cuando él me habló de ella.

Me consultaron mil cosas sobre el entierro. Ya no lo sé. Recuerdo muy bien, sin embargo, el ataúd, el ruido de los martillazos cuando la clavaron dentro. ¡Ay, Dios mío!


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5 págs. / 9 minutos / 660 visitas.

Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

¡Solo!

Guy de Maupassant


Cuento


Habíamos comido juntos varios amigos de buen humor, alegres y contentos. Uno de ellos, el más viejo de todos nosotros, me dijo:

—¿Quieres que subamos a pie la avenida de los Campos Eliseos?

Y salimos juntos siguiendo a paso lento el largo y ancho paseo bajo los árboles casi desprovistos de hojas. No se oía otro ruido sino ese rumor confuso y continuo que se escucha en. París a todas horas. Un vientecillo fresco nos azotaba el rostro, y allá arriba el cielo oscuro, negro, cubierto de estrellas, parecía sembrado de un polvo de oro. Mi compañero me dijo:

—No sé por qué respiro aquí de noche mejor que en ninguna otra parte. Me parece que mi pensamiento se ensancha. Hay momentos en que siento esa especie de luz en el entendimiento que hace creer, durante un segundo, que se va a descubrir el divino secreto de las cosas. Pero pasado ese instante la luz se extingue... la ventana se cierra y ¡se acabó!

De cuando en cuando veíamos deslizarse dos sombras a lo largo de los árboles, o pasábamos por delante de un banco donde estaban dos seres sentados uno junto a otro, y cuyas negras siluetas se confundían en una sola. Mi amigo murmuró:


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5 págs. / 9 minutos / 613 visitas.

Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Adiós

Guy de Maupassant


Cuento


Los dos amigos acababan de comer. Desde la ventana del café veían el bulevar muy animado. Les acariciaban los rostros esas ráfagas tibias que circulan por las calles de Paris en las apacibles noches de verano y obligan a los transeúntes a erguir la cabeza, incitándolos a salir, a irse lejos, a cualquier parte en donde haya frondosidad, quietud, verdor... y hacen soñar en riveras inundadas por la luna, en gusanos de luz y en ruiseñores.

Uno de los dos —Enrique Simón— dijo, suspirando profundamente:

—¡Ah! Envejezco. Antes, hace años, en noches como ésta, el mundo me parecía pequeño, era yo capaz de cualquier diablura, y ahora, sólo siento desilusiones y cansancio. ¡Es muy corta la vida!

Estaba ya un poco ventrudo. Tenia una esplendorosa calva y cuarenta y cinco años, aproximadamente. Su acompañante —Pedro Carnier— algo más viejo, pero también más ágil y decidido, respondió:


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Publicado el 4 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Campanilla

Guy de Maupassant


Cuento


¡Son extraños, esos antiguos recuerdos que nos obsesionan sin que podamos desprendernos de ellos!

Este es tan viejo, tan viejo, que no puedo comprender cómo ha permanecido tan vivo y tenaz en mi mente. He visto después tantas cosas siniestras, emocionantes o terribles, que me asombra que no pase un día, ni un sólo día, sin que la figura de la tía Campanilla aparezca ante mis ojos, tal como la conocí, en tiempos, hace mucho, cuando yo tenía diez o doce años.

Era una vieja costurera que venía una vez a la semana, todos los martes, a repasar la ropa en casa de mis padres. Mis padres vivían en una de esas casas de campo llamadas castillos y que son simplemente antiguas mansiones de tejado puntiagudo, de las cuales dependen cuatro o cinco granjas agrupadas a su alrededor.

El pueblo, un pueblo grande, una villa, aparecía a unos cientos de metros, agolpado en torno a la iglesia, una iglesia de ladrillos rojos ennegrecidos por el tiempo.

Así, pues, todos los martes la tía Campanilla llegaba entre seis y media y siete de la mañana y subía enseguida al cuarto de costura para ponerse al trabajo.

Era una mujer alta y flaca, barbuda, o mejor dicho peluda, pues tenía barba en toda la cara, una barba sorprendente, inesperada, que crecía en penachos inverosímiles, en mechones rizados que parecían diseminados por un loco en aquel gran rostro de gendarme con faldas. Los tenía sobre la nariz, bajo la nariz, alrededor de la nariz, en el mentón, en las mejillas; y sus cejas, de un espesor y de una largura extravagantes, completamente grises, tupidas, erizadas, parecían enteramente un par de bigotes colocados allí por error.


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Publicado el 4 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Mano Disecada

Guy de Maupassant


Cuento


Un amigo mío, Luis R., tenía reunidos en su casa una noche, hará cosa de ocho meses, a varios camaradas de colegio. Bebíamos ponche y fumábamos, hablando de literatura y pintura y contando de cuando en cuando anécdotas jocosas, como es habitual en reuniones de gente joven. Se abre súbitamente la puerta y entra como un vendaval uno de mis buenos amigos de la infancia:

—¿A que no adivinan de dónde vengo? —exclamó en seguida.

—Apuesto a que vienes de Mabille —contesta uno.

—¡Caray! Vienes demasiado alegre; acabas de conseguir dinero prestado, has enterrado a un tío tuyo o has empeñado el reloj —dice otro.

—Estabas ya borracho, y como te ha dado en la nariz el ponche de Luis, has subido a su casa para emborracharte de nuevo —contesta un tercero.

—No dan en el clavo; vengo de P., en Normandía, donde he pasado ocho días, y traigo de allí a un gran criminal, amigo mío, que les voy a presentar, con su permiso.

Y diciendo y haciendo, sacó del bolsillo una mano disecada. Era una mano horrible, negra, seca, muy larga y como si estuviese crispada; los músculos, extraordinariamente poderosos, estaban sujetos, interior y exteriormente, por una tira de piel apergaminada; las uñas amarillas, estrechas, cubrían aún las extremidades de los dedos; todo aquello olía a criminal desde una legua de distancia.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

La Casa Tellier

Guy de Maupassant


Cuento


I

Se iba allá, cada noche, alrededor de las once, como se va a un café, simplemente.

Se encontraban seis a ocho, siempre los mismos, no eran juerguistas sino hombres honorables, comerciantes, jóvenes funcionarios de gobierno; tomaban su chartreuse alegremente con alguna de las muchachas, o bien charlaban seriamente con "Madame", a quién todos respetaban.

Luego se recogían a dormir antes de la media noche. Los jóvenes algunas veces se quedaban.

La casa era de familia, pequeñita, pintada de amarillo, en la esquina de una calle detrás de la iglesia de Saint—Etienne; por las ventanas, se veía la bahía llena de barcos que descargaban, el gran pantano salado llamado "La traba", detrás, el costado de la Virgen con su vieja capilla completamente gris.

Madame, provenía de una buena familia de campesinos del departamento del Eure, había aceptado esta profesión igualmente como hubiera sido modista o sirvienta. El prejuicio de deshonra asociado a la prostitución, tan violento y tan vivo en las ciudades, no existe en la campiña Normanda. El campesino dice: — Es una buena profesión — y enviarían a sus hijos a mantener un harem de mujeres como los enviarían a dirigir un internado de señoritas.

Esta casa, por lo demás, provenía de herencia de un viejo tío de la cuál era propietario. Monsieur y Madame, anteriormente proxenetas cerca de Yvetot, lo habían inmediatamente liquidado pensando que el negocio de Fécamp era más ventajoso para ellos; habían llegado una bonita mañana a tomar la dirección de la empresa que colapsaba en ausencia de sus dueños.

Eran buena gente, que se hicieron querer inmediatamente por su personal y sus vecinos.

El señor Tellier murió de un ataque dos años más tarde. Su nueva profesión lo mantenían entre la molicie y el sedentarismo, engordando demasiado, dañó su salud.


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30 págs. / 53 minutos / 65 visitas.

Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

La Loca

Guy de Maupassant


Cuento


A Robert de Bonnières

Verán, dijo el señor Mathieu d'Endolin, a mí las becadas me recuerdan una siniestra anécdota de la guerra. Ya conocen ustedes mi finca del barrio de Cormeil. Vivía allá en el momento de la llegada de los prusianos.

Tenía entonces de vecina a una especie de loca, cuya razón se había extraviado bajo los golpes de la desgracia. Antaño, a la edad de veinticinco años, perdió, en un sólo mes, a su padre, a su marido y a un hijo recién nacido. Cuando la muerte entra una vez en una casa, regresa a ella casi de inmediato, como si conociera la puerta.

La pobre joven, fulminada por la pena, cayó en cama, deliró durante seis semanas. Después, una especie de tranquila lasitud sucedió a la crisis violenta, y permaneció sin moverse, comiendo apenas, revolviendo solamente los ojos. Cada vez que intentaban levantarla, gritaba como si la matasen. La dejaron, pues, acostada, y tan solo la sacaban de entre las sábanas para los cuidados de su aseo y para darle la vuelta a los colchones.

Una anciana criada permanecía junto a ella, obligándola a beber de vez en cuando o a masticar un poco de carne fiambre. ¿Qué ocurría en aquella alma desesperada? Jamás se supo, pues no volvió a hablar. ¿Pensaba en sus muertos? ¿Desvariaba tristemente, sin un recuerdo concreto? ¿O bien su pensamiento aniquilado permanecía inmóvil como un agua estancada?

Durante quince años se quedó así, cerrada e inerte. Llegó la guerra; y, en los primeros días de diciembre, los prusianos entraron en Cormeil.


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Las Joyas

Guy de Maupassant


Cuento


El señor Lantín la conoció en una reunión que hubo en casa del subjefe de su oficina, y el amor lo envolvió como una red.

Era hija de un recaudador de contribuciones de provincia muerto años atrás, y había ido a París con su madre, la cual frecuentaba a algunas familias burguesas de su barrio, con la esperanza de casarla.

Dos mujeres pobres y honradas, amables y tranquilas. La muchacha parecía ser el modelo de la mujer honesta, como la soñaría un joven prudente para confiarle su porvenir. Su hermosura plácida ofrecía un encanto angelical de pudor, y la imperceptible sonrisa, que no se borraba de sus labios, parecía un reflejo de su alma.

Todo el mundo cantaba sus alabanzas; cuantos la conocieron repetían sin cesar: "Dichoso el que se la lleve; no podría encontrar cosa mejor".

Lantín, entonces oficial primero de negociado en el Ministerio del Interior, con tres mil quinientos francos anuales de sueldo, la pidió por esposa y se casó con ella.

Fue verdaderamente feliz. Su mujer administraba la casa con tan prudente economía, que aparentaba vivir hasta con lujo. Le prodigó a su marido todo género de atenciones, delicadezas y mimos: era tan grande su encanto, que a los seis años de haberla conocido, él la quería más aún que al principio.

Solamente le desagradaba que se aficionase con exceso al teatro y a las joyas falsas.

Sus amigas, algunas mujeres de modestos empleados, le regalaban con frecuencia localidades para ver obras aplaudidas y hasta para algún estreno; y ella compartía esas diversiones con su marido, al cual fatigaban horriblemente, después de un día de trabajo. Por fin, para librarse de trasnochar, le rogó que fuera con alguna señora conocida, que pudiese acompañarla cuando acabase la función. Ella tardó mucho en ceder, juzgando inconveniente la proposición de su marido; pero, al fin, se decidió a complacerlo, y él se alegró muchísimo.


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7 págs. / 12 minutos / 330 visitas.

Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

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