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autor: Guy de Maupassant


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Adiós

Guy de Maupassant


Cuento


Los dos amigos acababan de comer. Desde la ventana del café veían el bulevar muy animado. Les acariciaban los rostros esas ráfagas tibias que circulan por las calles de Paris en las apacibles noches de verano y obligan a los transeúntes a erguir la cabeza, incitándolos a salir, a irse lejos, a cualquier parte en donde haya frondosidad, quietud, verdor... y hacen soñar en riveras inundadas por la luna, en gusanos de luz y en ruiseñores.

Uno de los dos —Enrique Simón— dijo, suspirando profundamente:

—¡Ah! Envejezco. Antes, hace años, en noches como ésta, el mundo me parecía pequeño, era yo capaz de cualquier diablura, y ahora, sólo siento desilusiones y cansancio. ¡Es muy corta la vida!

Estaba ya un poco ventrudo. Tenia una esplendorosa calva y cuarenta y cinco años, aproximadamente. Su acompañante —Pedro Carnier— algo más viejo, pero también más ágil y decidido, respondió:


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Publicado el 4 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Amor

Guy de Maupassant


Cuento




Páginas del "Diario de un cazador"

En la crónica de sucesos de un periódico acabo de leer un drama pasional. Uno que la ha matado y se ha matado después; es decir, uno que amaba. ¿Qué importan él y ella? Sólo su amor me importa; y no porque me enternezca, ni porque me asombre, ni porque me conmueva, ni me haga soñar, sino porque evoca en mí un recuerdo de la mocedad, recuerdo extraño de una cacería en que se me apareció el Amor, como se aparecían a los primeros cristianos cruces misteriosas en la serenidad de los cielos.

Nací con todos los instintos y emociones del hombre primitivo, muy poco atenuados por las sensaciones y los razonamientos de la civilización. Amo la caza con pasión, y la bestia ensangrentada, con sangre en su plumaje, ensangrentándome las manos, me hace desfallecer de gusto.

Aquel año, al final del otoño, se presentó impetuosamente el frío, y mi primo Karl de Ranyule me invitó a cazar con él, a la alborada patos magníficos en los pantanos de su posesión.

Mi primo, un buen mozo de cuarenta años, encarnado, con mucha vida en el cuerpo y muchos poles, en la cara, semibruto y semicivilizado, de alegre carácter, dotado de ese esprit gaulois que tan agradablemente vela las deficiencias. del ingenio, vivía en una especie de cortijo con aires de castillo señorial, escondido en un amplio valle.

Coronaban las colinas de la derecha y de la izquierda hermosos bosques señoriales, con árboles antiquísimos y poblados de caza excelente. Algunas veces se abatían allí águilas soberbias, y esos pájaros errantes, que raramente se aventuran en países demasiados poblados para su azorada independencia, encontraban en aquella selva secular asilo seguro, como si reconocieran en ella alguna rama que en otros tiempos les acogiera durante sus excursiones sin rumbo.


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Publicado el 18 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Collar

Guy de Maupassant


Cuento


Era una de esas hermosas y encantadoras criaturas nacidas como por un error del destino en una familia de empleados. Carecía de dote, y no tenía esperanzas de cambiar de posición; no disponía de ningún medio para ser conocida, comprendida, querida, para encontrar un esposo rico y distinguido; y aceptó entonces casarse con un modesto empleado del Ministerio de Instrucción Pública.

No pudiendo adornarse, fue sencilla, pero desgraciada, como una mujer obligada por la suerte a vivir en una esfera inferior a la que le corresponde; porque las mujeres no tienen casta ni raza, pues su belleza, su atractivo y su encanto les sirven de ejecutoria y de familia. Su nativa firmeza, su instinto de elegancia y su flexibilidad de espíritu son para ellas la única jerarquía, que iguala a las hijas del pueblo con las más grandes señoras.

Sufría constantemente, sintiéndose nacida para todas las delicadezas y todos los lujos. Sufría contemplando la pobreza de su hogar, la miseria de las paredes, sus estropeadas sillas, su fea indumentaria. Todas estas cosas, en las cuales ni siquiera habría reparado ninguna otra mujer de su casa, la torturaban y la llenaban de indignación.

La vista de la muchacha bretona que les servía de criada despertaba en ella pesares desolados y delirantes ensueños. Pensaba en las antecámaras mudas, guarnecidas de tapices orientales, alumbradas por altas lámparas de bronce y en los dos pulcros lacayos de calzón corto, dormidos en anchos sillones, amodorrados por el intenso calor de la estufa. Pensaba en los grandes salones colgados de sedas antiguas, en los finos muebles repletos de figurillas inestimables y en los saloncillos coquetones, perfumados, dispuestos para hablar cinco horas con los amigos más íntimos, los hombres famosos y agasajados, cuyas atenciones ambicionan todas las mujeres.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Tic

Guy de Maupassant


Cuento


Los comensales entraban lentamente en la gran sala del hotel y se sentaban en sus sitios. Los criados empezaron a servir lentamente para dar tiempo a los que llegaban con retraso y no tener que traer de nuevo los platos; y los antiguos bañistas, los habituales, aquellos que llegaban antes de la época, miraban con interés la puerta cada vez que se abría con el deseo de ver aparecer nuevos rostros.

Esta es la gran distracción de las villas termales. Se espera la hora de la cena para inspeccionar las llegadas del día, para adivinar quienes son, lo que hacen, lo que piensan. Un deseo ronda nuestro espíritu, el deseo de los reencuentros agradables, de conocer gente amable, tal vez, de amores. En esta vida de codo con codo, de vecinos, los desconocidos, adquieren una importancia extrema. La curiosidad se pone en guardia, la simpatía en espera y la sociabilidad a trabajar.

Hay antipatías de una semana y amistades de un mes, se mira a la gente con ojos diferentes bajo la óptica especial del conocimiento de la villa termal. Se descubre a los hombres, súbitamente, en una conversación de una hora, por la tarde, después de cenar, bajo los árboles del parque donde borbotea el manantial curativo, una inteligencia superior y con méritos sorprendentes, y, un mes más tarde hemos olvidado completamente estos nuevos amigos, tan encantadores los primeros días.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

La Herrumbre

Guy de Maupassant


Cuento


I

En toda su vida sólo sintió una pasión invencible: la caza. Cazaba todos los días, desde muy temprano hasta la noche, con ardor furioso. Cazaba en invierno como en verano, en primavera como en otoño, en los pantanos, cuando la veda prohibía la caza en campos y bosques; cazaba a la espera, en batida, con perro de muestra, con galgos, con liga, con espejuelos, con hurón. Sólo hablaba de cacerías y no soñaba con otra cosa, repitiendo sin cesar: "¡Deben de ser muy desgraciados los que desconocen los goces de la caza."

Había cumplido cincuenta años y se conservaba muy bien, robusto y erguido, aunque bastante calvo; grueso, pero vigoroso; llevaba los bigotes recortados para dejar libre el labio superior, con objeto de tocar fácilmente la trompa de caza.

En toda la comarca lo llamaban el señor Gontrán, a secas, a pesar de su título nobiliario, pues era el barón Héctor Gontrán de Coutelier.

Habitaba una casita de campo rodeada de bosques, y aun cuando conocía mucho a todos los aristócratas de la provincia, encontrando a veces en éstas cacerías a varios de su misma afición, sólo trataba asiduamente a los Courvilles, sus amables vecinos; amistad rancia, de familia.

En casa de los Courvilles lo cuidaban, lo querían, lo mimaban; y decía:

—Si yo no fuese cazador, pasaría mi vida entera con ustedes.

El señor de Courville era su amigo y compañero desde la infancia. Consagrado a la agricultura, vivía tranquilo con su mujer, su hija y su yerno, Darnetot, que no trabajaba, con el pretexto de dedicarse a estudios históricos.


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Pequeña Roque

Guy de Maupassant


Cuento


I

El cartero Mederic Rompel, al que todo el mundo en el pueblo llamaba familiarmente Mederi, salió a la hora de siempre de la casa de Correos de Rouy—le—Tors. Después de cruzar la pequeña población al paso largo de soldado veterano, tiró a campo traviesa por las praderas de Villaumes para alcanzar la orilla del río Brindille y llegar, siguiendo el curso de sus aguas, a la aldea de Corvelin, en la que daba comienzo su reparto de correspondencia.

Caminaba de prisa a lo largo del cauce angosto del río que, entre espumas, hervores y rezongos, corría por su lecho tapizado de hierbas, bajo una bóveda de sauces. Las peñas que entorpecían su carrera quedaban circundadas como de una collera de agua, de una especie de corbata rematada por un nudo de espuma. En algunos sitios se formaban cascadas de un pie de altura, invisibles a veces, que levantaban un ruido sordo y suave por debajo del follaje, de las plantas trepadoras, del techo de verdura; conforme avanzaba el río, se ensanchaban sus orillas, formándose un pequeño lago apacible en el que nadaban las truchas por entre la verde cabellera que ondula en el fondo de los arroyos de corriente sosegada.

Mederic seguía su camino sin ojos para nada, sin otro pensamiento que éste: "Mi primera carta es para la casa Poivrón, y ya que llevo otra para el señor Renardet, tengo, pues, que atravesar el oquedal!"

Su blusa azul, ceñida a la cintura con una correa, cruzaba con marcha regular y rápida sobre el fondo de la verde hilera de sauces, y la gruesa vara de acebo que le servía de bastón avanzaba a su lado al mismo ritmo que sus piernas.

Pasó el Brindille por un puente, que consistía en un único tronco de árbol que llegaba de una orilla a otra sin más barandilla que una cuerda amarrada a dos pilotes clavados en ambas márgenes.


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Publicado el 14 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Bel-Ami

Guy de Maupassant


Novela


PRIMERA PARTE

Capítulo 1

Cuando la dependienta le entregó la vuelta de sus cinco francos, George Duroy salió del restaurante.

Presumido por naturaleza y por petulante reminiscencia de su época como suboficial, hinchó el pecho, se atusó el bigote con un gesto marcial que le era característico y arrojó sobre los comensales que llegaban con retraso una mirada rápida y circunspecta, una de esas miradas de gavilán que todo lo abarca y penetra.

A su paso, las mujeres levantaron la cabeza. Eran tres obrerillas, una profesora de música, de cierta edad, reñida con el peine, desaliñada, que solía llevar su sombrero polvoriento y un vestido hecho a zurcidos; finalmente dos señoras de medio pelo, con sus correspondientes maridos, todos ellos parroquianos asiduos de aquel bodegón con cubiertos a precio fijo.

Ya en la acera, Duroy permaneció un momento inmóvil, como si se preguntase qué haría. Era el 29 de junio, y, para terminar el mes, le quedaban en el bolsillo tres francos y cuarenta céntimos, lo cual valía por dos almuerzos, sin las respectivas comidas, o bien por dos comidas sin los almuerzos correspondientes, a elegir. Pensó que si las refacciones matinales le suponían un gasto de un franco y diez céntimos, en lugar del uno cincuenta que le costarían las colaciones vespertinas, aún podía disponer, si se contentaba con los almuerzos, de su superávit de un franco y veinte céntimos, lo que suponía dos bocadillos de salchichón y el supremo placer de sus noches. Y echó calle de Notre Dame de Lorette abajo.


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Publicado el 9 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

Campanilla

Guy de Maupassant


Cuento


¡Son extraños, esos antiguos recuerdos que nos obsesionan sin que podamos desprendernos de ellos!

Este es tan viejo, tan viejo, que no puedo comprender cómo ha permanecido tan vivo y tenaz en mi mente. He visto después tantas cosas siniestras, emocionantes o terribles, que me asombra que no pase un día, ni un sólo día, sin que la figura de la tía Campanilla aparezca ante mis ojos, tal como la conocí, en tiempos, hace mucho, cuando yo tenía diez o doce años.

Era una vieja costurera que venía una vez a la semana, todos los martes, a repasar la ropa en casa de mis padres. Mis padres vivían en una de esas casas de campo llamadas castillos y que son simplemente antiguas mansiones de tejado puntiagudo, de las cuales dependen cuatro o cinco granjas agrupadas a su alrededor.

El pueblo, un pueblo grande, una villa, aparecía a unos cientos de metros, agolpado en torno a la iglesia, una iglesia de ladrillos rojos ennegrecidos por el tiempo.

Así, pues, todos los martes la tía Campanilla llegaba entre seis y media y siete de la mañana y subía enseguida al cuarto de costura para ponerse al trabajo.

Era una mujer alta y flaca, barbuda, o mejor dicho peluda, pues tenía barba en toda la cara, una barba sorprendente, inesperada, que crecía en penachos inverosímiles, en mechones rizados que parecían diseminados por un loco en aquel gran rostro de gendarme con faldas. Los tenía sobre la nariz, bajo la nariz, alrededor de la nariz, en el mentón, en las mejillas; y sus cejas, de un espesor y de una largura extravagantes, completamente grises, tupidas, erizadas, parecían enteramente un par de bigotes colocados allí por error.


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Publicado el 4 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Campesinos

Guy de Maupassant


Cuento


I

Las dos cabañas juntas, al pie de una colina, cerca de un balneario; los dos campesinos hacían el mismo esfuerzo para buscar en la tierra infecunda el pan de los suyos; las dos familias eran numerosas: el padre, la madre y cuatro hijos. Frente a las dos puertas, la chiquillería piaba desde la mañana hasta la noche. Los dos mayores tenían seis años y los dos pequeños quince meses. Los dos matrimonios y los nacimientos de cada criatura se habían verificado, simultáneamente casi, en los dos hogares.

Cuando los niños jugaban juntos, apenas distinguían las dos madres cuáles eran los propios y cuáles los del vecino; los dos padres los confundían absolutamente; los ocho nombres bailaban en sus cabezas, mezclándose a todas horas, y cuando querían llamar a uno, con frecuencia llamaban a tres antes de acertar con el verdadero.

Dejando a la espalda el balneario de Rolleport, la primera de las dos viviendas que aparecía era la de los Tubaches, que tenían tres hembras y un varón; la segunda era la de los Vallin, que tenían una hembra y tres varones.

Todos vivían trabajosamente con sopitas, papas y aire puro. A las siete de la mañana, al mediodía y a las seis de la tarde, cada matrimonio llamaba a los suyos para repartir la comida, como los que guardan patos reúnen a los animalitos. Las criaturas se colocaban alineadas junto a una mesa, barnizada por el roce de medio siglo. El menor de todos apenas llegaba con la boca al nivel de la mesa. Les ponían delante un plato con pan remojado en el agua en que se habían cocido patatas, media col y tres cebollas, y todos lo devoraban como hambrientos; la madre daba de comer al menor. Un poco de carne cocida los domingos era un regalo para todos, y aquel día el padre mascaba reposado, repitiendo:

—Así comería yo siempre.


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Publicado el 4 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Bicho de Belhomme

Guy de Maupassant


Cuento


La diligencia de El Havre se disponía a salir de Criquetot, y en el patio del hotel del Comercio, cuyo propietario era Malandain hijo, todos los viajeros esperaban a que los llamasen por su nombre.

Era un carruaje amarillo, montado sobre ruedas amarillas también en otros tiempos, pero que el barro acumulado había teñido de gris; y si las de delante eran pequeñas, las de detrás eran altas y frágiles y sostenían, grotesco y abultado, algo que parecía el vientre de una bestia deforme. Tres pencos blancos, que a primera vista llamaban la atención por sus enormes cabezas y sus redondas rodillas, arrastraban la diligencia que, por su estructura, semejaba un monstruo. Y los caballos, enganchados al extraño vehículo, parecía que dormían.

Cesáreo Horlaville, el cochero, era un hombrecillo ventrudo y sin embargo flexible y ágil, a causa de la constante obligación de encaramarse al pescante y escalar el imperial; tenía la piel curtida por el aire de los campos, las lluvias y las borrascas; rojizo el rostro por el uso y tal vez el abuso del alcohol, brillantes los ojos que parpadeaban al viento y al granizo. Cuando apareció en el patio de la posada se secaba los labios con el reverso de la mano.

Grandes cestos redondos llenos de aves asustadas esperaban ante las inmóviles campesinas, y Cesáreo Horlaville, cogiéndolos uno a uno, los colocó en la parte alta de su carruaje; en seguida, y con más cuidado, colocó los que contenían huevos, lanzando después, desde abajo, algunos saquitos de grano y una serie de paquetes envueltos con pañuelos, trapos y periódicos. Luego, abriendo la portezuela, sacó del bolsillo una lista que leyó en voz alta:

—¡Señor cura de Georgeville!

El sacerdote, hombre robusto, fuerte y de amable aspecto, avanzó; y recogiéndose la sotana como las mujeres se recogen la falda, montó en la diligencia.

—¿El maestro de Rollebose-les-Grinets?


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Publicado el 13 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

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