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¡Mozo, un Bock!

Guy de Maupassant


Cuento


¿Por qué se me ocurrió entrar aquella noche en la cervecería? Lo ignoro. Hacía frío. Una llovizna, remolinos de polvillo de agua envolvían los faroles de gas como una neblina transparente y brillaban en las aceras, cruzadas por las luces de los escaparates que iluminaban el barro líquido del suelo y los pies sucios de los transeúntes.

No llevaba ningún rumbo. Estiraba las piernas, después de cenar. Atravesé por delante del Crédit Lyonnais, crucé la calle Vivienne y otras más. Vi de pronto una gran cervecería que estaba medio llena de gente y, sin motivo especial, entré en ella. No tenía sed.

Eché una ojeada, buscando sitio en que no estuviese excesivamente apretado, y me fui a sentar al lado de un hombre que me pareció de edad y que fumaba en una pipa de barro de las de perra gorda, negra como el carbón. Seis u ocho platillos de cristal, apilados delante de él en la mesa, indicaban el número de bocks que llevaba consumidos. No me fijé en su persona. Comprendí, al primer golpe de vista, que se trataba de un bebedor de cerveza, de uno de esos parroquianos de cervecería que llegan por la mañana, cuando se abre el establecimiento, y se marchan por la noche, cuando se cierra. Era desaseado, tenía calvo el centro del cráneo, pero una cabellera entrecana, grasienta, le caía por detrás sobre el cuello de la levita. La ropa le venía ancha, como si se la hubiese hecho cuando tenía el vientre abultado. Se adivinaba que el pantalón se le caería al andar y que no podría dar diez pasos sin levantárselo de la cintura, porque le venía muy holgado. ¿Llevaría chaleco? Me asusté sólo con pensar en sus botines y en lo que contendrían. Llevaba los puños deshilachados y tan negros en los bordes como las uñas.

—¿Cómo estás? —me dijo con toda naturalidad aquel individuo, no bien me senté a su lado.

Me volví bruscamente y lo miré con atención a la cara. Y él siguió preguntando:

—Pero ¿no me conoces?


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Petición de un Vividor a su Pesar

Guy de Maupassant


Cuento


SEÑORES PRESIDENTES DE LOS TRIBUNALES,
SEÑORES MAGISTRADOS,
SEÑORES MIEMBROS DE JURADOS.

Ahora que ya estoy desinteresado del asunto, vista mi edad y mis cabellos blancos, vengo a protestar contra sus juicios, contra la parcialidad indignante de sus decisiones, contra este tipo de galantería ciega que los empuja a pronunciarse siempre a favor de la mujer contra el hombre, cada vez que un asunto amoroso es llevado delante de un tribunal.

Soy viejo, señores, he amado mucho, o mejor dicho, amado a menudo. Mi pobre corazón maltrecho, se estremece todavía recordando antiguos amores. Y en las tristes noches solitarias en las que la vida pasada no se nos aparece más que como un estado de ilusión finita, donde las lejanas aventuras, marchitas como los tapices desdibujados, nos dan de repente sacudidas de tristeza, y hacen saltar lágrimas dolorosas que se derraman sobre lo irreparable, abro, temblando, una humilde caja de nogal donde yacen mis lamentables prendas de amor, donde ahora duerme mi vida consumada, donde se remueve, cuando allí sumerjo las manos, el polvo muerto de todo lo que he adorado sobre la tierra.

Y sollozo sobre el botín, el fino botín de satén, hoy amarillo, pero que fue blanco y que yo saqué de su pie, en el jardín, aquella noche, para impedirle volver al baile.

Beso los guantes, los cabellos rubios o negros, sus tres ligas de seda y el pañuelo de encaje maculado de sangre, de esa sangre que parece una pálida mancha de herrumbre y de la que un día contaré la historia.

Pero en absoluto pretendo hablarles de esto. Simplemente he querido demostrar que hubo hacia mí muchas... flaquezas —aunque soy el más tímido, el más indeciso, el más dubitativo de los hombres.


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Primera Nieve

Guy de Maupassant


Cuento


El extenso paseo de la Croisette se curva a orillas del mar azul. Allá lejos, a la derecha, el Esterel se adentra en el agua, y corta la vista, cerrando el horizonte con el bonito decorado meridional de sus cimas puntiagudas, numerosas y extrañas. A la izquierda, tumbadas en el agua, las islas Sainte—Marguerite y Saint—Honorat muestran sus dorsos cubiertos de abetos. Y a todo lo largo del amplio golfo, a todo lo largo de las grandes montañas, asentadas en torno a Cannes, el conjunto blanco de villas parece dormido al sol. Se divisan desde lejos esas casas claras sembradas desde la cima hasta el pie de los montes, manchando de puntos de nieve la oscura vegetación. Las más próximas al agua abren sus verjas al amplio paseo que vienen a bañar las olas tranquilas. Hace buen tiempo, un tiempo suave. Es un templado día de invierno en el que apenas cruza una ráfaga de frescor. Por encima del mar de jardines, sobresalen los naranjos y los limoneros repletos de frutos dorados. Las damas pasean lentamente por la arena de la avenida, seguidas de niños que hacen rodar sus aros, o charlando con los señores.

Una mujer joven acaba de salir de una pequeña y coqueta casa cuya puerta da a la Croisette. Se detiene un instante a mirar a los transeúntes, sonríe, y con aspecto abrumado llega hasta un banco vacío situado frente al mar. Fatigada de haber dado veinte pasos, se sienta jadeando. Su cara, por la palidez, se asemeja a la de una muerta. Tose, y se lleva a los labios sus dedos transparentes como para detener las sacudidas que la agotan. Contempla el cielo repleto de sol y golondrinas, las cimas caprichosas del Esterel allá lejos y, muy cerca, el mar tan azul, tan tranquilo, tan bello. Entonces sonríe y murmura: «¡Oh! ¡qué feliz soy!»


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8 págs. / 15 minutos / 33 visitas.

Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

¿Quién sabe?

Guy de Maupassant


Cuento


1

¡Señor! ¡Señor! Al fin tengo ocasión de escribir lo que me ha ocurrido. Pero ¿me será posible hacerlo? ¿Me atreveré? ¡Es una cosa tan extravagante, tan inexplicable, tan incomprensible, tan loca!

Si no estuviese seguro de lo que he visto, seguro también de que en mis razonamientos no ha habido un fallo, ni en mis comprobaciones un error, ni una laguna en la inflexible cadena de mis observaciones, me creería simplemente víctima de una alucinación, juguete de una extraña locura. Después de todo, ¿quién sabe?

Me encuentro actualmente en una casa de salud; pero si entré en ella ha sido por prudencia, por miedo. Sólo una persona conoce mi historia: el médico de aquí; pero voy a ponerla por escrito. Realmente no sé para que. Para librarme de ella, tal vez, porque la siento dentro de mí como una intolerable pesadilla.

Hela aquí:

He sido siempre un solitario, un soñador, una especie de filósofo aislado, bondadoso, que se conformaba con poco, sin acritudes contra los hombres y sin rencores contra el cielo. He vivido solo, en todo tiempo, porque la presencia de otras personas me produce una especie de molestia. No es que me niegue a tratar con la gente, a conversar o a cenar con amigos, pero cuando llevan mucho rato cerca de mí, aunque sean mis más cercanos familiares, me cansan, me fatigan, me enervan, y experimento un anhelo cada vez mayor, más agobiante, de que se marchen, o de marcharme yo, de estar solo.

Este anhelo es más que un impulso, es una necesidad irresistible. Y si las personas en cuya compañía me encuentro siguiesen a mi lado, si me viese obligado, no a prestar atención, pero ni siquiera a escuchar sus conversaciones, me daría, con toda seguridad, un ataque. ¿De qué clase? No lo sé. ¿Un síncope, tal vez? Sí, probablemente.


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14 págs. / 26 minutos / 89 visitas.

Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Recuerdo

Guy de Maupassant


Cuento


...Desde la víspera no habíamos comido nada. Durante todo el día, permanecimos ocultos en un granero, apretados unos contra otros para tener menos frío, los oficiales mezclados con los soldados, y todos reventados de cansancio.

Algunos centinelas, tumbados en la nieve, vigilaban los alrededores de la granja abandonada que nos servía de refugio con el fin de evitarnos cualquier sorpresa. Se les relevaba de hora en hora, para que no se adormeciesen.

Aquellos de nosotros que podían dormir, dormían; los demás permanecían inmóviles, sentados en el suelo, cruzando alguna frase con sus vecinos de vez en cuando.

Desde hacía tres meses la invasión, como un mar desbordado, entraba por todas partes. Eran grandes oleadas de hombres que llegaban unas tras otras, sembrando en torno a ellas una espuma de merodeadores.

En cuanto a nosotros, reducidos a doscientos francotiradores de los ochocientos que éramos un mes antes, nos batíamos en retirada, rodeados de enemigos, cercados, perdidos. Necesitábamos, antes del día siguiente, llegar a Blainville, donde esperábamos encontrar aún al general C... Si no conseguíamos recorrer por la noche las doce leguas que nos separaban de la ciudad, o si la división francesa se había alejado, ¡adiós toda esperanza!

No podíamos marchar de día, pues la campiña estaba infestada de prusianos.

A las cinco de la tarde oscurecía, con esa oscuridad macilenta de la nieve. Los mudos copos blancos caían, caían, sepultándolo todo bajo una gran sábana helada, que seguía espesándose bajo la innumerable multitud y la incesante acumulación de los vaporosos trozos de aquella guata de cristal.

A las seis el destacamento se puso en marcha.


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4 págs. / 7 minutos / 50 visitas.

Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

San Antonio

Guy de Maupassant


Cuento


Lo llamaban "San Antonio" porque, además de llamarse Antonio, era bondadoso, alegre, bromista, buen bebedor y vigoroso perseguidor de mozas, a pesar de sus sesenta años.

Labriego en la comarca de Caux, de color arrebatado, ancho pecho y voluminoso vientre, parecía encaramado sobre sus largas piernas, excesivamente delgadas para las anchuras de su cuerpo.

Viudo, vivía sólo con su criada y dos criados en la casa de labranza cuyos trabajos dirigía, echando una mano en toda ocasión, atento siempre a sus conveniencias, muy entendido en sus asuntos, en la cría de ganados y en el cultivo de las tierras. Sus dos hijos y sus tres hijas, casados todos ventajosamente, vivían también en los contornos de Caux, y una vez al mes iban a comer con su padre. Su vigor era celebrado por cuantos lo conocían, repitiéndose allí, como un proverbio, esta frase: "Tal o cual es fuerte como 'San Antonio'". Cuando llegó la invasión prusiana, "San Antonio", en la taberna, prometió comerse un ejército, porque era charlatán como un verdadero normando, bastante mandria y fanfarrón. Daba puñetazos en las mesas, que retemblaban haciendo saltar las tazas y los vasos, y gritaba, con el rostro enrojecido y la mirada socarrona, con la exaltación mentirosa de un hombre satisfecho:

—¡Voy a tragármelos! ¡ Por vida de...!

Imaginaba que los prusianos jamás llegarían a Tanneville; pero en cuanto supo que se habían apoderado ya de Rautot, se encerró en su casa y desde la ventana de la cocina miraba constantemente hacia la carretera, esperando el momento en que brillarían a distancia los fusiles.


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Sobre el Agua

Guy de Maupassant


Cuento


El verano pasado había alquilado una casita de campo a orillas del Sena, a varias leguas de París, e iba a dormir allí todas las noches. Al cabo de unos días conocí a uno de mis vecinos, un hombre de unos treinta a cuarenta años, que desde luego era el tipo más raro que había visto nunca. Era un viejo barquero, pero un barquero fanático, siempre cerca del agua, siempre sobre el agua, siempre en el agua. Debía de haber nacido en un bote, y seguramente muera en la botadura final.

Una noche, mientras paseábamos a orillas del Sena, le pedí que me contara algunas anécdotas de su vida náutica. Entonces el buen hombre se animó, se transfiguró, se volvió locuaz, casi poeta. Tenía en el corazón una gran pasión, una pasión devoradora, irresistible: el río.

—¡Ay! —me dijo—, ¡cuántos recuerdos tengo en este río que ve fluir ahí cerca de nosotros! Vosotros, los habitantes de las calles, no sabéis lo que es un río. Pero escuche cómo un pescador pronuncia esa palabra. Para él es la cosa misteriosa, profunda, desconocida, el país de los espejismos y de las fantasmagorías, donde de noche se ven cosas que no son, donde se oyen ruidos que no se conocen, donde se tiembla sin saber por qué, como al cruzar un cementerio: y en efecto es el cementerio más siniestro, aquél donde no se tiene tumba.

«Para el pescador la tierra tiene límites, pero en la oscuridad, cuando no hay luna, el río es ilimitado. Un marinero no experimenta lo mismo por el mar. Éste es a menudo duro y malo, es verdad, pero grita, aúlla: el mar abierto es leal; mientras que el río es silencioso y pérfido. No ruge, corre siempre sin ruido, y el eterno movimiento del agua que fluye es más espantoso para mí que las altas olas del Océano.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Sobre las Nubes

Guy de Maupassant


Crónica


En el verano de 1888, Guy de Maupassant realizó una ascensión en el globo aerostático El Horla. La crónica de ese viaje fue publicada en la revista La Lecture, y permaneció inédita hasta hace poco. En ella, Maupassant da muestra de su capacidad de apreciación y nos ofrece un curioso documento de aeronáutica. Aquí aparece, por primera vez en español, admirablemente traducido por nuestro colaborador José Abdón Flores. El maestro del relato corto narra por el solo placer de narrar y, desde un globo, ve el mundo como nunca antes lo había visto, percibe su grandeza y se sobrecoge ante la fuerza ciega de la naturaleza. Un París rodeado de nubes grises que a ratos huyen, se ofrece a los ojos del gran escudriñador de almas en esta crónica dedicada a constatar la belleza del mundo visto de lejos.

Cuando entré en el taller de La Villette, vi, yaciente sobre la hierba del patio, enfrente de la armada de negras y monstruosas chimeneas, el enorme globo amarillo, casi inflado por completo, igual a una calabaza colosal posada en medio de gasómetros en el huerto de un cíclope.

Un largo conducto de tela barnizada, igual a ese pequeño rabo torcido por donde las calabazas doradas beben la vida en la tierra, insuflaba al Horla el alma de los aeróstatos. Palpitaba y se levantaba poco a poco, y una docena de hombres lo rodeaban, desplazando de cuando en cuando los sacos de lastre enganchados a las amarras para permitirle moverse.

Un cielo bajo y gris, una pesada bóveda de nubes se extendía sobre nuestras cabezas. Eran las cuatro y media de la tarde, y la noche, ya, parecía próxima.

Curiosos y amigos entraban al taller. Observaban, con sorpresa, la pequeñez de la barquilla, los parches sobre barquilla, los parches sobre las delgadas fisuras del globo, todos los preparativos para este viaje por el espacio.


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7 págs. / 12 minutos / 152 visitas.

Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Tonico

Guy de Maupassant


Cuento


I

A diez leguas a la redonda se conocía al tío Tonico, Tonico el gordo, Tonico-mi-triple, a Antonio Macheblé, Brulote de apodo, el tabernero de Tournevent.

Había hecho célebre a la aldea hundida en un pliegue del valle que bajaba hasta la mar, pobre aldea compuesta de diez casas normandas rodeadas de fosos y de árboles.

Y las casitas estaban allí amontonadas, ocultas casi entre hierbas y juncos, detrás de la curva que había sido causa de que a aquel lugar se le llamase Toumevent. No parecía sino que, como los pájaros, habían ido a buscar asilo, en aquel hoyo para resguardarse de las borrascas y del viento fuerte y salado que todo lo destruye y quema cual si fuese fuego.

Pero, la aldea entera parecía pertenecer en propiedad a Antonio Macheblé, por mal nombre el Brulote, al que también llamaban Tonico y Tonico-mi-triple, a consecuencia de una frase que empleaba constantemente.

—Mi triple es el primero de Francia.

Su triple era su aguardiente, claro está.

Veinte años hacía que envenenaba a la comarca con su triple, pues cada vez que le preguntaban:

—¿Y qué vamos a beber tío Tonico?

Contestaba invariablemente:

—Un brulote, sobrino; eso calienta la tripa y aclara la cabeza: para el cuerpo no hay nada mejor.

También tenía costumbre de llamar a todo el mundo sobrino, por más que jamás hubiese tenido hermanos ni hermanas casados.

Y todo el mundo conocía a Tonico el Brulote, el hombre más gordo del cantón y tal vez de todo el distrito. Su casita parecía ridículamente pequeña y estrecha para contenerle, y cuando se le veía de pie ante su puerta, donde pasaba días enteros, la gente se preguntaba cómo se las componía para entrar en ella. Y en ella entraba cada vez que se presentaba un consumidor, pues Tonico-mi-triple estaba invitado por derecho propio a tomar su copita por cuenta de cuantos entraban a beber en su casa.


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Publicado el 13 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

Un Bandido Corso

Guy de Maupassant


Cuento


El camino ascendía suavemente hacia el centro del bosque de Altone. Los desmesurados abetos formaban sobre nuestras cabezas una bóveda quejumbrosa, dejaban oír algo así como un lamento continuo y triste, mientras que a derecha e izquierda sus delgados y rectos troncos semejaban un ejército de tubos de órgano, de los que parecía salir la monótona música del viento en las cimas.

Al cabo de tres horas de marcha, el número de aquellos largos y juntos maderos disminuyó; de trecho en trecho un árbol gigantesco, apartado de los demás, y abierto como una sombrilla enorme, ostentaba su copa de un sombrío verde; y de pronto llegamos al límite del bosque, a unos cien metros por debajo del desfiladero que conduce al inculto valle de Niolo.

En las dos altas cumbres que dominan este paraje, algunos viejos árboles disformes parecen haber subido penosamente, como exploradores enviados delante de una compacta muchedumbre. Volviéndonos, divisamos todo el bosque, extendido a nuestros pies, semejante a una inmensa cubeta de madera cuyos bordes, que parecían tocar el cielo, eran desnudas rocas que lo cerraban por todas partes.

De nuevo nos pusimos en marcha, y diez minutos después llegábamos al desfiladero.

Entonces contemplé un país sorprendente. A la conclusión de otro bosque un valle, pero un valle como no los había yo visto, una soledad de piedra de diez leguas de longitud, extendida entre dos montañas de dos mil metros de altura y sin un sembrado, sin un árbol a la vista. Es el Niolo, la patria de la libertad corsa, la inaccesible ciudadela de donde nunca los invasores pudieron expulsar a los montañeses.

—Ahí es también donde están refugiados todos nuestros bandidos —me dijo mi acompañante.

Pronto llegamos al fondo de aquel agujero inculto y de indescriptible belleza.


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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