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Mademoiselle Fifí

Guy de Maupassant


Cuento


El teniente coronel, comandante prusiano, conde de Farlsberg, acababa de leer su correo, arrellanado en un amplio sillón de tapiz y sus botas sobre el refinado mármol de la chimenea, donde sus espuelas, después de tres meses que tomaron el castillo de Uville, habían trazado dos surcos profundos, horadando un poco más cada día.

Una taza de café humeante sobre una mesita de marquetería manchado por los licores, quemado por los cigarros, rayado por el cortaplumas del oficial conquistador que, algunas veces, después de afilar un lápiz, trazaba sobre el mueble delicado unos signos o unos dibujos, según la fantasía de sus sueños irreflexivos.

Cuando terminó sus cartas y hojeó los periódicos alemanes que su cartero le había traído, se levantó, y, luego de tirar al fuego tres o cuatro enormes leños verdes, ya que estos señores arrasaban poco a poco el parque para calefaccionarse, se acercó a la ventana.

La lluvia caía en oleadas, una lluvia normanda que se diría que era lanzada por una mano furiosa, una lluvia al sesgo, espesa como una cortina, formando una suerte de muro de rayas oblicuas, una lluvia punzante, mojadora, ahogándolo todo, una verdadera lluvia de los alrededores de Rouen, esa bacinica de Francia.

El oficial miró largo tiempo el césped inundado, y, al fondo, el Andelle crecido que desbordaba; y tamborileaba contra el vidrio un vals del Rhin, cuando un ruido le hizo volverse; era su segundo, el barón de Kelweingstein, que tenía el grado equivalente de capitán.

El comandante era un gigante, de anchas espaldas, guarnecido de una larga barba en abanico formando un mantel sobre su pecho; y todo su continente solemne evocaba la idea de un pavo militar, un pavo que tuviera su cola desplegada en su mentón. Tenía ojos azules, fríos y gentiles, una mejilla cortada por un golpe de sable en la guerra de Austria; se decía que era un buen hombre y un valiente oficial.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Magnetismo

Guy de Maupassant


Cuento


Era al final de una cena de hombres, a la hora de los interminables cigarros y de las incesantes copitas, en medio del humo y el cálido torpor de las digestiones, en el ligero trastorno de las cabezas tras tanta comida y licores absorbidos y mezclados.

Se habló de magnetismo, de los espectáculos de Donato y de las experiencias del doctor Charcot. De pronto, aquellos hombres escépticos, amables, indiferentes a toda religión, se pusieron a contar hechos extraños, historias increíbles pero reales, afirmaban, cayendo bruscamente en creencias supersticiosas, aferrándose a ese último resto de lo maravilloso, convertidos en devotos de ese misterio del magnetismo, defendiéndolo en nombre de la ciencia.

Sólo uno sonreía, un muchacho vigoroso, gran perseguidor de muchachas y cazador de Mujeres, cuya incredulidad hacia todo estaba tan fuertemente anclada en él que no admitía ni la más mínima discusión.

No dejaba de repetir, riendo burlonamente:

—¡Tonterías! ¡Tonterías! ¡Tonterías! No discutiremos de Donato, que es simplemente un hábil prestidigitador lleno de trucos. En cuanto al señor Charcot, del que se dice que es un notable sabio, me da la impresión de estos cuentistas tipo Edgar Poe, que terminan volviéndose locos a fuerza de reflexionar sobre extraños casos de locura. Ha constatado fenómenos nerviosos inexplicados y aún inexplicables, avanza por ese mundo desconocido que explora cada día, e incapaz de comprender lo que ve, recuerda quizá demasiado las explicaciones eclesiásticas de los misterios. Querría oír hablar de otras cosas completamente distintas de lo que todos ustedes repiten.

Hubo alrededor del incrédulo una especie de movimiento de piedad, como si hubiera blasfemado en medio de una reunión de monjes.

Uno de los reunidos exclamó:

— Sin embargo, hubo un tiempo en que se produjeron milagros.

Pero el otro respondió:


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Opinión Pública

Guy de Maupassant


Cuento


Como acababan de dar las once, los señores empleados, temiendo la llegada del jefe, se apresuraban dirigiéndose a sus despachos.

Cada uno echaba una mirada rápida sobre los papeles traídos en su ausencia; luego, tras haber cambiado la chaqueta o la levita por el viejo uniforme de trabajo, iba a ver al vecino.

Pronto fueron cinco en el despacho donde trabajaba el señor Bonnenfant, un alto funcionario, y la conversación de cada día comenzó como de costumbre. El señor Perdrix, encargado del orden, buscaba piezas perdidas, mientras que el aspirante a subjefe, el señor Piston, ayudante de la Academia, fumaba su cigarrillo calentándose los muslos. El viejo expedicionario, el padre Grappe, ofrecía al corrillo su actuación tradicional, y el señor Rade, burócrata periodístico, escéptico burlón y revolucionario, con voz de grillo, astuto y con gestos bruscos, se divertía escandalizando al mundo.

—¿Qué hay de nuevo esta mañana? —preguntó el señor Bonnenfant.

—Nada nuevo —contestó el señor Piston—, los periódicos siempre están llenos de detalles sobre Rusia y el asesinato del Zar.

El encargado del orden, el señor Perdrix, levantó la cabeza, y articuló en un tono convencido:

—Le deseo mucha felicidad a su sucesor, pero no cambiaría mi puesto por el suyo.

El señor Rade se rió:

—¡Él tampoco! —dijo.

El padre Grappe tomó la palabra, y preguntó en un tono lamentable:

—¿Cómo acabará todo esto?...

El señor Rade lo interrumpió:

—No acabará nunca, padre Grappe. Sólo morimos nosotros. Desde que hay reyes ha habido regicidios.

Entonces el señor Bonnenfant se interpuso:


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Soledad

Guy de Maupassant


Cuento


Habíamos comido juntos varios amigos de buen humor, alegres y contentos. Uno de ellos, el más viejo de todos nosotros, me dijo:

—¿Quieres que subamos a pie la avenida de los Campos Eliseos?

Y salimos juntos siguiendo a paso lento el largo y ancho paseo bajo los árboles casi desprovistos de hojas. No se oía otro ruido sino ese rumor confuso y continuo que se escucha en. Paris a todas horas. Un vientecillo fresco nos azotaba el rostro, y allá arriba el cielo oscuro, negro, cubierto de estrellas parecía sembrado de un polvo de oro. Mi compañero me dijo:

—No sé por qué respiro aquí de noche mejor que en ninguna otra parte. Me parece que mi pensamiento se ensancha. Hay momentos en que siento esa especie de luz en el entendimiento que hace creer, durante un segundo, que se va a descubrir el divino secreto de las cosas. Pero pasado ese instante la luz se extingue... la ventana se cierra y se acabó!

De cuando en cuando veíamos deslizarse dos sombras a lo largo de los árboles, o pasábamos por delante de un banco donde estaban dos seres sentados uno junto a otro, y cuyas negras siluetas se confundían en una sola.

Mi amigo murmuró:

—¡Pobre gente! No es repugnancia el sentimiento que me inspiran, sino el de una inmensa piedad. Entre todos los misterios de la vida humana hay uno que yo he penetrado: el grande, el cruel tormento de nuestra existencia, proviene de que estamos eternamente solos, y todos nuestros esfuerzos, todos nuestros actos no tienden sino a huir esa soledad en que vivimos. Esos enamorados al aire libre que acabamos de ver sentados en esos bancos tratan, como, nosotros, como todas las criaturas, de hacer cesar ese aislamiento, aunque solo sea durante un minuto: pero permanecen y permanecerán siempre solos, y nosotros también. Unos se aperciben más que otros de esa verdad; pero todos la comprenden.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Suicidas

Guy de Maupassant


Cuento


No pasa un día sin que aparezca en los periódicos la relación de algún suceso como éste:

"Anoche, los vecinos de la casa número tal de la calle tal oyeron dos o tres detonaciones y, saliendo a la escalera para saber lo que ocurría, entre todos pudieron comprobar que se habían producido en el cuarto del señor X. Al abrir la puerta de dicho cuarto —después de llamar inútilmente— vieron al inquilino tendido en el suelo, sobre un charco de sangre y empuñando aún el revólver con el cual se había ocasionado la muerte.

"Se ignora la causa de tan funesta determinación, porque el señor X. vivía en posición desahogada y, teniendo ya cincuenta y siete años, disfrutaba de bastante salud."

¿Qué angustiosos tormentos, qué ocultas desdichas, qué horribles desencantos convierten a esas personas, al parecer felices, en suicidas?

Indagamos, presumimos al punto, dramas pasionales, misterios de amor, desastres de intereses, y como no se descubre jamás una causa precisa, cubrimos con una palabra esas muertes inexplicables: "Misterio, misterio".

Una carta escrita poco antes de morir, por uno de los muchos que "se suicidan sin motivo", cayó en mi poder. La juzgo interesante. No descubre ningún derrumbamiento, ninguna miseria espantosa, nada de lo extraordinario que se busca siempre para justificar una catástrofe; pero pone de relieve la sucesión de pequeños desencantos que desorganizan fatalmente la existencia solitaria de un hombre que ha perdido todas las ilusiones y acaso explique —a los nerviosos y a los sensitivos, al menos— la tragedia inexplicable de "suicidios inmotivados".

Leámosla:

"Son ya las doce de la noche. Cuando haya escrito esta carta, voy a matarme. ¿Por qué? Trato de razonar mi determinación, para darme cuenta yo mismo de que se impone fatalmente, de que no debo aplazarla.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Tombuctú

Guy de Maupassant


Cuento


El bulevar, ese río de vida, bullía en el polvo de oro del sol poniente. Todo el cielo estaba rojo, cegador; y, por detrás de la Madeleine, una inmensa nube arrebolada arrojaba sobre toda la larga avenida un oblicuo diluvio de fuego, vibrante como el vapor de una fogata.

La muchedumbre, alegre, palpitante, caminaba bajo aquella bruma encendida y parecía en una apoteosis. Los rostros estaban dorados; los sombreros negros y los trajes tenían reflejos de púrpura; el charol de los zapatos lanzaba llamas sobre el asfalto de las aceras.

Ante los cafés, multitud de hombres tomaban bebidas brillantes y coloreadas que parecían piedras preciosas fundidas en el cristal.

Entre los parroquianos vestidos con trajes ligeros y oscuros, dos oficiales con uniforme de gala hacían bajar todos los ojos con el deslumbramiento de sus entorchados. Charlaban, alegres sin motivo, entre aquella gloria de vida, entre la radiante irradiación de la tarde; miraban a la muchedumbre, los hombres lentos y las mujeres apresuradas que dejaban tras sí un perfume intenso y turbador.

De repente un enorme negro, vestido de negro, ventrudo, con un chaleco de dril recargado de dijes, con la cara tan reluciente como si le hubieran sacado brillo, pasó ante ellos con aire triunfal. Sonreía a los transeúntes, sonreía a los vendedores de periódicos, sonreía hacia el cielo resplandeciente, sonreía a París entero. Era tan alto que sobrepasaba todas las cabezas; y, a su paso, todos los bobalicones se volvían para contemplarlo de espaldas.

Pero de pronto divisó a los oficiales y, atropellando a los bebedores, se lanzó hacia ellos. En cuanto estuvo ante su mesa, clavó en ellos sus ojos brillantes y encantados, y las comisuras de la boca le subieron hasta las orejas, descubriendo unos dientes blancos, claros como una luna creciente en un cielo negro. Los dos hombres, estupefactos, contemplaban a aquel gigante de ébano, sin entender su alegría.


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Un Ardid

Guy de Maupassant


Cuento


El médico y la enferma charlaban al lado del fuego que ardía en la chimenea.

La enfermedad de Julia no era grave; era una de esas ligeras molestias que aquejan frecuentemente a las mujeres bonitas: un poco de anemia, nervios y algo de esa fatiga que sienten los recién casados al fin de su primer mes de unión, cuando ambos son jóvenes, enamorados y ardientes.

Estaba media acostada en su chaise—longue y decía:

—No, doctor; yo no comprendo ni comprenderé jamás que una mujer engañe a su marido. ¡Admito que no le quiera, que no tenga en cuenta sus promesas, sus juramentos!... Pero, ¿cómo osar entregarse a otro hombre? ¿Cómo ocultar eso a los ojos del mundo? ¿Cómo es posible amar en la mentira y en la traición?

El médico contestó sonriendo:

—En cuanto a eso, es bien fácil. Crea usted que no se piensa en nada de eso; que esas reflexiones no le ocurren a la mujer que se propone engañar a su marido. Es más: estoy seguro de que una mujer no está preparada para sentir el verdadero amor sino después de haber pasado por todas las promiscuidades y todas las molestias del matrimonio que, según un ilustre pensador, no es sino un cambio de mal humor durante el día y de malos olores durante la noche. Nada más cierto. Una mujer no puede amar apasionadamente, sino después de haber estado casada. Si se pudiera comparar con una casa, diría que no es habitable hasta que un marido ha secado los muros. En cuanto a disimular, todas las mujeres lo saben hacer de sobra cuando llega la ocasión. Las menos experimentadas son maravillosas y salen del paso ingeniosamente en los momentos más difíciles.

La joven enferma hizo un gesto de incredulidad y contestó:

—No, doctor; no se le ocurre a una sino después, lo que debió haber hecho en las circunstancias difíciles y peligrosas; y las mujeres están siempre mucho más expuestas que los hombres a aturdirse, a perder la cabeza.


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Una Aventura Parisiense

Guy de Maupassant


Cuento


¿Existe en la mujer un sentimiento más agudo que la curiosidad? ¡Oh! ¡Saber, conocer, tocar lo que se ha soñado! ¿Qué no haría por ello? Una mujer, cuando su curiosidad impaciente está despierta, cometerá todas las locuras, todas las imprudencias, tendrá todas las audacias, no retrocederá ante nada. Hablo de las mujeres realmente mujeres, dotadas de ese espíritu de triple fondo que parece, en la superficie, razonable y frío, pero cuyos compartimentos secretos están los tres llenos: uno de inquietud femenina siempre agitada; otro de astucia coloreada de buena fe, de esa astucia de beato, sofisticada y temible; el último, por fin, de sinvergüencería encantadora, de trapacería exquisita, de deliciosa perfidia, de todas esas perversas cualidades que empujan al suicidio a los amantes imbécilmente crédulos, pero que arroban a los otros.

Aquella cuya aventura quiero contar era una provinciana, vulgarmente honesta hasta entonces. Su vida tranquila en apariencia, discurría en su hogar, entre un marido muy ocupado y dos hijos a los que criaba como mujer irreprochable. Pero su corazón se estremecía de curiosidad insatisfecha, de un prurito de lo desconocido. Pensaba en París sin cesar, y leía ávidamente los periódicos mundanos.  La descripción de las fiestas, de los vestidos, de los placeres, hacía hervir sus deseos; pero sobre todo la turbaban misteriosamente los ecos llenos de sobreentendidos, los velos levantados a medias en frases hábiles, y que dejan entrever horizontes de disfrutes culpables y asoladores.

Desde allá lejos veía París en una apoteosis de lujo magnífico y corrompido.


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Una Carta

Guy de Maupassant


Cuento


En nuestro oficio, recibimos a menudo cartas y no hay cronista que no haya comunicado al público alguna epístola de estos lectores desconocidos.

Veremos un ejemplo.

¡Oh! Estas cartas son de muchos tipos. Unas nos halagan, otras nos lapidan. Tan pronto somos el único gran hombre, el único inteligente, el único genio y el único artista de la prensa contemporánea, como no somos más que un vil hombre, un bribón innombrable, digno a lo menos de presidio. Es suficiente para merecer estos elogios o estas injurias, tener o no tener la opinión de un lector sobre la cuestión del divorcio o del impuesto proporcional. Ocurre a menudo que sobre el mismo asunto recibimos al mismo tiempo las más afectuosas felicitaciones o las reprobaciones más virulentas; así que, es muy difícil, a fin de cuentas, hacerse uno mismo una opinión.

A veces estas cartas contienen veinte palabras, y a veces diez páginas. Sobra con leer diez líneas para comprender el valor y conservarla o arrojarla al cesto, cementerio de papeles viejos.

Por momentos también, estas epístolas dan mucho que pensar: así, ésta, transmitirla al público, me causa un problema de conciencia.

Conciencia no es tal vez la palabra justa, y no hay duda que mi lectora (es una mujer la que me escribe) no me supone un grave problema. Yo mismo doy prueba, haciendo ver que me cargan de comisiones parecidas, de una ausencia de sentido moral que tal vez me reprocharán.

Yo me he preguntado también, con cierta inquietud, por qué había sido seleccionado entre tantos otros; por qué se me había juzgado más apto que todos para hacer el servicio solicitado, ¿cómo había podido creer que yo no me ofendería?


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Una Sorpresa

Guy de Maupassant


Cuento


Nosotros, mi hermano y yo, fuimos educados por nuestro tío el abad Loisel, «el cura Loisel» como nosotros lo llamábamos. Habiendo fallecido nuestros padres durante nuestra infancia, el abad nos recogió en la casa parroquial y nos amparó.

Él servía desde hacía dieciocho años a la comunidad de Join-le-Sault, no lejos de Yvetot. Se trataba de un pueblecito situado en el hermoso centro de la planicie de la región de Caux, sembrado de granjas que levantaban aquí y allá sus parcelas de árboles por los campos.

La comunidad, a parte de las chozas diseminadas por la planicie, no tenía más que seis casas alineadas a los dos lados de la carretera principal, con la iglesia en un extremo de la región y el ayuntamiento nuevo en el otro extremo.

Mi hermano y yo pasamos nuestra infancia jugando en el cementerio. Como éste estaba al abrigo del viento, mi tío nos impartía allí sus lecciones, sentados los tres sobre la única tumba de piedra, la del anterior cura cuya familia, rica, lo había hecho enterrar señorialmente.

El abad Loisel, para fortalecer nuestra memoria, nos hacía aprender de memoria los nombres de los muertos inscritos sobre la cruz de madera negra y, con la finalidad de ejercitar al mismo tiempo nuestro discernimiento, nos hacía empezar esta insólita cantinela, unas veces por un extremo del campo fúnebre y otras por el opuesto, a veces por el medio, señalando, de repente, una sepultura determinada:

—Veamos, la de la tercera fila, cuya cruz cuelga a la izquierda.

Cuando se presentaba un entierro, teníamos prisa por conocer lo que se inscribiría sobre el símbolo de madera, e íbamos incluso a menudo junto al carpintero para leer el epitafio, antes de que fuera colocado sobre la tumba. Mi tío preguntaba:

—¿Conocen el nuevo?

Nosotros respondíamos los dos a la vez:

—Sí, tío —y nos poníamos rápidamente a farfullar:


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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