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Carta de un Loco

Guy de Maupassant


Cuento


Querido doctor, me pongo en sus manos. Haga usted de mí lo que guste.

Voy a decirle con toda franqueza mi extraño estado de ánimo, y juzgue si no sería mejor que cuidasen de mí durante algún tiempo en una casa de salud, en vez de dejarme presa de las alucinaciones y sufrimientos que me atormentan.

Ésta es la historia, larga y exacta, de la singular enfermedad de mi alma.

Vivía yo como todo el mundo, mirando la vida con los ojos abiertos y ciegos del hombre, sin sorprenderme ni comprender. Vivía como viven las bestias, como vivimos todos, cumpliendo todas las funciones de la existencia, analizando y creyendo ver, creyendo saber, creyendo conocer lo que me rodea, cuando un día me di cuenta de que todo es falso.

Fue una frase de Montesquieu la que súbitamente iluminó mi pensamiento. Es ésta: «Un órgano de más o de menos en nuestra máquina nos hubiera dado una inteligencia distinta. En una palabra, todas las leyes asentadas sobre el hecho de que nuestra máquina es de una determinada forma serían diferentes si nuestra máquina no fuera de esa forma.»

He pensado en esto durante meses, meses y meses, y poco a poco ha penetrado en mí una extraña claridad, y esa claridad ha creado ahí la oscuridad.

En efecto, nuestros órganos son los únicos intermediarios entre el mundo exterior y nosotros. Es decir, que el ser interior que constituye el yo se halla en contacto, mediante algunos hilillos nerviosos, con el ser exterior que constituye el mundo.

Pero, además de que ese ser exterior se nos escapa por sus proporciones, su duración, sus propiedades innumerables e impenetrables, sus orígenes, su futuro o sus fines, sus formas lejanas y sus manifestaciones infinitas, nuestros órganos, sobre la parcela que de él podemos conocer, no nos suministran otra cosa que informes tan inseguros como poco numerosos.


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Publicado el 4 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Carta que se encontró a un ahogado

Guy de Maupassant


Cuento




¿Me pregunta usted, señora, si me burlo? ¿No puede usted creer que un hombre no haya sentido jamás amor? Pues bien: no, no he amado nunca, nunca.

¿De qué depende eso? No lo sé... Pero no he sentido jamás ese estado de embriaguez del corazón que llaman amor. Jamás he vivido en ese ensueño, en esa locura, en esa exaltación a que nos lanza la imagen de una mujer, ni me vi nunca perseguido, obsesionado, calenturiento, embebecido por la esperanza o la posesión de un ser convertido de pronto para mí en el más deseable de todos los encantos, en la más hermosa de todas las criaturas, más interesante que todo el universo. En mi vida he llorado ni he sufrido por ninguna de ustedes. Tampoco he pasado las noches en vela pensando en una mujer. No conozco ese despertar que su pensamiento y su recuerdo iluminan. No conozco tampoco la excitación enloquecedora del deseo, cuando se le espera, y la divina melancolía sentimental, cuando ella ha huido, dejando en el cuarto un perfume sutil de violeta y de carne.

Jamás he amado.

Muy a menudo me he preguntado a qué es esto debido y, verdaderamente, no lo sé muy bien. Aunque llegué a encontrar varias razones, se refieren a la metafísica, y no sé si las apreciará usted.

Analizo demasiado a las mujeres para dejarme dominar por sus encantos. Pido a usted mil perdones por esta confesión que explicaré. Hay en toda criatura dos naturalezas diferentes: una moral y otra física.

Para amar tendría que descubrir, entre esas dos naturalezas, una armonía que no hallé jamás. Siempre una de las dos hállase a mayor altura que la otra; unas veces la naturaleza física, y otras la moral.


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Publicado el 18 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Coco

Guy de Maupassant


Cuento


En toda la zona circundante llamaban a la finca de los Lucas, «La hacienda». No se sabría decir por qué. Sin duda, los campesinos asociaban a la palabra «hacienda» una idea de riqueza y de grandeza, puesto que esta propiedad era sin lugar a dudas la más extensa, la más opulenta, la más ordenada de la comarca. El patio, inmenso, rodeado de cinco filas de magníficos árboles para proteger del intenso viento de la planicie a los manzanos compactos y delicados, contenía largos edificios cubiertos de tejas para conservar el forraje y los cereales, hermosos establos construidos en sílex, cuadras para treinta caballos, y una vivienda de ladrillo rojo que parecía un pequeño palacio. El estiércol estaba bien cuidado; los perros de guarda tenían casetas y todo un mundo de aves pululaba entre la hierba crecida. Cada mediodía, quince personas, dueños, criados y sirvientas, se sentaban en torno a la larga mesa de la cocina sobre la que humeaba la sopa en una gran fuente de loza con flores azules.

Los animales, caballos, vacas, cerdos y corderos estaban gordos, cuidados y limpios; el patrón Lucas, un hombre alto que empezaba a echar estómago, hacía su ronda tres veces al día, vigilándolo todo, pensando en todo.


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Publicado el 4 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Condecorado

Guy de Maupassant


Cuento


Hay personas que nacen con un instinto, una vocación o, sencillamente, un deseo especial que despierta en cuanto principian a balbucir y a pensar. El señor Sacrement, desde su infancia, tuvo una idea fija: ser condecorado. Muy niño aún, prefería siempre a los quepis, a los fusiles y espadas, las cruces de la Legión de Honor, hechas de plomo, y saludando a su mamá como un caballero, arqueaba mucho el pecho para lucir el colgajo.

No bastándole su aplicación —o su inteligencia— para conseguir el título de bachiller y queriendo emplear en algo su vida, siendo rico pudo casarse con una hermosa muchacha.

Vivían en París como burgueses distinguidos, pero sin trato social, orgullosos de conocer a un diputado, a su entender futuro ministro, y a dos o tres jefes de sección.

Pero la idea fija que Sacrement concibió en su infancia no lo abandonaba, y sentíase humillado no pudiendo lucir en el ojal de su levita el menudo lazo rojo.

Los caballeros condecorados que se cruzaban con Sacrement en el bulevar lo angustiaban. Al mirar sus ojales adornados, lo roía un desasosiego celoso. Algunas tardes, mientras paseaba sus constantes ocios, se decía:

"A ver cuántos encuentro desde la Magdalena hasta la calle Drouot".

Despacio, inspeccionaba todos los pechos con ojos perspicaces, muy acostumbrados a descubrir la cinta roja desde lejos. Llegando al fin de su camino, se asombraba siempre de las cifras.

"¡Nueve oficiales y dieciséis caballeros! ¡Me resultan muchos! ¡Prodigan estúpidamente las condecoraciones! A ver cuántos encuentro ahora".

Y volvía lentamente, desesperándose cuando una muchedumbre apresurada interrumpía su minuciosa investigación, haciéndole tal vez pasar alguno por alto.


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Publicado el 18 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Confesiones de una Mujer

Guy de Maupassant


Cuento


Amigo mío, me ha pedido usted que le cuente los recuerdos más vivos de mi existencia. Soy muy vieja, sin parientes, sin hijos; puedo, pues, libremente confesarme con usted. Prométame sólo que jamás desvelará mi nombre.

He sido muy amada, usted lo sabe; y a menudo amé yo también. Era muy hermosa; puedo decirlo hoy, cuando ya nada queda. El amor era para mí la vida del alma, como el aire es la vida del cuerpo. Hubiera preferido morir a existir sin ternura, sin un pensamiento siempre clavado en mí. Las mujeres pretenden con frecuencia no amar sino una sola vez con todo el poder de su corazón; con frecuencia me ocurrió que amaba tan violentamente que me parecía imposible que aquellos transportes finalizasen. Y sin embargo se extinguían siempre de una forma natural, como un fuego falto de leña.

Le contaré hoy la primera de mis aventuras, en la que yo fui muy inocente, aunque determinó las otras.

La horrible venganza de ese espantoso farmacéutico de Le Pecq me ha recordado el terrible drama al cual asistí muy a mi pesar.

Estaba casada desde hacía un año, con un hombre rico, el conde Hervé de Ker..., un bretón de vieja cepa al cual, por supuesto, no amaba. El amor, el verdadero, necesita, o por lo menos así lo creo, libertad y obstáculos al mismo tiempo. El amor impuesto, sancionado por la ley, bendecido por el sacerdote, ¿es amor? Un beso legal nunca vale lo que un beso robado.


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Publicado el 4 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Cosas Viejas

Guy de Maupassant


Cuento


Querida Colette:

No sé si recordarás un verso del ¡señor de Sainte—Beuve, que juntas leímos y que ha quedado grabado en mi pensamiento; porque este verso me dice a mí muchas cosas, y en repetidas ocasiones, sobre todo desde hace algún tiempo, tranquiliza mi corazón. Helo aquí:

¡Nacer, vivir y morir en la misma morada!

Actualmente estoy sola en esta casa donde nací, donde he vivido y donde espero acabar mis días. Esto no es muy alegre que digamos, pero es dulce, porque aquí me hallo rodeada de recuerdos.

Mi hijo Enrique es abogado: pasa aquí dos meses cada doce. Juana habita con su esposo en la otra extremidad de Francia, y yo soy quien va a verla todos los otoños. Me hallo, pues, aquí sola, completamente sola, pero rodeada de objetos familiares, que sin cesar me hablan de los míos, de los muertos y de los ausentes.

No leo mucho, soy vieja; pero pienso sin cesar o, mejor dicho, sueño. ¡Oh! ¡Y ya no sueño a la manera de otro tiempo! ¿Recuerdas nuestras locas ocurrencias, las aventuras que combinábamos en nuestros cerebros de veinte años y todos los entrevistos horizontes de felicidad?

Nada de todo aquello se ha realizado; o mejor dicho, lo que ha tenido efecto es otra cosa menos deliciosa, menos poética, pero satisfactoria para los que saben tomar valientemente un partido en la vida.


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Publicado el 4 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Crónica

Guy de Maupassant


Cuento


¡En fin! ¡En fin!... Demos la bienvenida a la justicia en nuestro país, que resulta ser casi asombrosa. En quince días ha hecho dos arrestos sorprendentes.

Ha condenado a un año de prisión a una joven bárbara que había destrozado con ácido sulfúrico el rostro de su rival.

Después, ocho días más tarde, castigó con la misma pena a un marido, complaciente primero, celoso a continuación, que había alojado una bala de revólver en el vientre de su feliz rival.

Esta nueva manera de apreciar este género de delitos es seguramente preferible a la antigua. Sin embargo, deja mucho que desear.

En el primer caso, un médico, pasando de una morena a una rubia, es la causa de esta horrible venganza que es peor que la muerte. Una pobre chica, desfigurada, llegando a ser horrorosa, llevará hasta sus últimos días las horribles marcas de la infidelidad, muy excusable, de un hombre.

¿Cual es, pues, el culpable, si es que hay uno? ¡Indudablemente el hombre!

Sin embargo éste viene simplemente como testigo a declarar sobre los hechos.

Ahora bien, la única, la auténtica condenada, la gran castigada, es la inocente.

Un año de prisión; muy bien. Eso no es nada. Así que, por un año de prisión, podemos arrancar la nariz y las orejas y quemar los ojos de una rival cuya belleza nos molesta. La única manera de castigar esta confusión en la elección de la víctima y este error sobre el culpable, ¿no sería condenar a reparaciones pecuniarias, las únicas que realmente afectan profundamente a la humanidad? ¿No deberíamos ordenar que, durante seis años, veinte años, hasta la muerte, puesto que las atroces heridas quedarán hasta la descomposición final, que la que ha mutilado así a su rival, en lugar de castigar a la amante, le pague una pensión, le pase una renta, le de, si es obrera, la mitad de lo que gane y, si es rica, una suma considerable?


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Publicado el 5 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Cuento de Navidad

Guy de Maupassant


Cuento


El doctor Bonenfantes forzaba su memoria, murmurando:

—¿Un recuerdo de Navidad?... ¿Un recuerdo de Navidad?...

Y, de pronto, exclamó:

«—Sí, tengo uno, y por cierto muy extraño. Es una historia fantástica, ¡un milagro! Sí, señoras, un milagro de Nochebuena.

«Comprendo que admire oír hablar así a un incrédulo como yo. ¡Y es indudable que presencié un milagro! Lo he visto, lo que se llama verlo, con mis propios ojos.

«¿Que si me sorprendió mucho? No; porque sin profesar creencias religiosas, creo que la fe lo puede todo, que la fe levanta las montañas. Pudiera citar muchos ejemplos, y no lo hago para no indignar a la concurrencia, por no disminuir el efecto de mi extraña historia.

«Confesaré, por lo pronto, que si lo que voy a contarles no fue bastante para convertirme, fue suficiente para emocionarme; procuraré narrar el suceso con la mayor sencillez posible, aparentando la credulidad propia de un campesino.

«Entonces era yo médico rural y habitaba en plena Normandía, en un pueblecillo que se llama Rolleville.

«Aquel invierno fue terrible. Después de continuas heladas comenzó a nevar a fines de noviembre. Amontonábanse al norte densas nubes, y caían blandamente los copos de nieve tenue y blanca.

«En una sola noche se cubrió toda la llanura.

«Las masías, aisladas, parecían dormir en sus corralones cuadrados como en un lecho, entre sábanas de ligera y tenaz espuma, y los árboles gigantescos del fondo, también revestidos, parecían cortinajes blancos.

«Ningún ruido turbaba la campiña inmóvil. Solamente los cuervos, a bandadas, describían largos festones en el cielo, buscando la subsistencia, sin encontrarla, lanzándose todos a la vez sobre los campos lívidos y picoteando la nieve.

«Sólo se oía el roce tenue y vago al caer los copos de nieve.


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Publicado el 5 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Después

Guy de Maupassant


Cuento


—Queridos —dijo la condesa— hay que ir a acostarse.

Los tres, niños y niñas, se levantaron y fueron a abrazar a su abuela.

Después vinieron a darle las buenas noches al Sr. cura, que había cenado en el castillo como hacía todos los jueves.

El abad Mauduit sentó a dos sobre sus rodillas, pasando sus largos brazos vestidos de negro por detrás del cuello de los niños y, aproximando sus cabezas con un movimiento paternal, les besó la frente con un beso muy tierno.

Después los volvió a poner en el suelo, y las pequeñas criaturas, el niño delante y las niñas detrás, se fueron.

—Os gustan los niños, señor cura —dijo la condesa—.

—Mucho, señora.

La anciana señora levantó sus ojos claros hacia el sacerdote.

—Y...vuestra soledad, ¿Nunca os ha pesado demasiado?

—Si, a veces.

Él se calló, dudó, y después continuó:

—Pero yo no he nacido para la vida mundana.

—¿Qué sabéis vos de eso?

—¡Oh! Lo sé bastante bien. Yo fui creado para ser sacerdote, he seguido mi senda.

La condesa lo observaba continuamente:

—Veamos, señor cura, decidme, decidme, ¿como os habéis decidido a renunciar a todo lo que nos hace amar la vida, a todo lo que nos consuela y nos sostiene?. ¿Quién os ha empujado o inducido a apartaros del gran camino natural, del matrimonio y la familia? Vos no sois ni un exaltado, ni un fanático, ni un sombrío, ni un triste. ¿Ha sido algún acontecimiento, una pena, lo que os ha decidido a pronunciar unos votos de por vida?

El abad Mauduit se levantó y se aproximó al fuego, después extendió hacia las llamas sus zapatones de sacerdote de pueblo. Parecía siempre dudar a la hora de responder.

Era un enorme anciano de cabellos blancos que prestaba sus servicios desde hacía veinte años en la comunidad de Saint—Antoine—du—Rocher. Los campesinos decían de él:

—Es un buen hombre.


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Publicado el 18 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Día Festivo

Guy de Maupassant


Cuento


Me fui para huir de la fiesta, la fiesta odiosa y estrepitosa, la fiesta de petardos y banderas que rompe los tímpanos y hace polvo la vista.

Estar solo, completamente solo durante unos días, es una de las mejores cosas que sé hacer. No escuchar a nadie repetir las tonterías que sabemos desde hace tiempo, no ver ninguna cara conocida de la que adivinamos de antemano su pensamiento, con la simple expresión de sus ojos, cuyas palabras se adivinan, de la que esperamos su ánimo contrariado, es para el alma una especie de baño fresco y relajante, un baño de silencio, de aislamiento y de descanso.

¿Por qué decir a dónde iba? ¡Qué importa! Seguía a pie el borde de un río, y percibí a lo lejos los tres campanarios de una vieja iglesia en lo alto de un pueblecito al que llegaré dentro de poco. La hierba joven, brillante, la hierba de la primavera crecía sobre la pendiente orilla hasta el agua, y el agua se deslizaba viva y clara, sobre este lecho verde y reluciente, un agua alegre que parecía correr como un animal gozoso en una pradera.

De vez en cuando una estaca delgada y larga, inclinada hacia el río, señalaba un pescador de caña escondido tras un matorral.

¿Quiénes eran estos hombres a los que el deseo de coger al extremo de un hilo un animal gordo como una brizna de paja, mantenía días enteros, de la aurora al crepúsculo, bajo el sol o bajo la lluvia, acuclillados bajo un sauce, con el corazón palpitante, el alma agitada, la vista fija sobre un corcho?

¿Estos hombres? Entre ellos hay artistas, grandes artistas, obreros, burgueses, escritores, pintores, a los que una misma pasión, dominadora, irresistible, ata a los márgenes de los arroyos y de los ríos más sólidamente que el amor de un hombre une a los pasos de una mujer.


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Publicado el 5 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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