Textos peor valorados de Guy de Maupassant no disponibles | pág. 17

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El Burro

Guy de Maupassant


Cuento


En la espesa niebla dormida encima del río no calaba el más leve soplo de aire. Parecía una nube de algodón mate posada sobre el agua. Ni siquiera se distinguían las orillas, envueltas en vapores de formas raras que tenían perfiles de montañas. Pero al empezar a alborear fue descubriéndose a la vista la colina. Al pie de la misma, a los nacientes resplandores de la aurora, fueron apareciendo poco a poco las grandes manchas blancas de las casas revocadas de yeso. Cantaban los gallos en los gallineros.

A lo lejos, en la otra orilla del río sepultada en la bruma, delante mismo de La Frette, ruidos ligeros turbaban de cuando en cuando el profundo silencio del cielo sin brisa. Se oía a veces un confuso palmoteo, como de una lancha que avanzase con cuidado; otras, un golpe seco, como de un remo que chocase en la borda, y otras, un ruido como de objeto blando que cayese al agua. Y de pronto, el silencio.

De cuando en cuando, unas palabras dichas en voz baja, sin que se pudiese precisar el sitio, quizá muy lejos, quizá muy cerca, perdidas en las brumas opacas, nacidas tal vez en la tierra, tal vez en el río, se deslizaban tímidas, pasaban como esos pájaros salvajes que han dormido entre los juncos y levantan el vuelo con las primeras claridades del día para seguir huyendo, para huir siempre; se los distingue un segundo, cuando atraviesan de parte a parte la bruma, lanzando un grito suave y tímido que despierta a sus hermanos a lo largo de las riberas.

De pronto, cerca de la orilla, al lado del pueblo, se perfiló sobre el agua una sombra, borrosa al principio, pero que fue agrandándose, dibujándose. Saliendo de la cortina nebulosa que envolvía el río, una embarcación de fondo plano, tripulada por dos hombres, atracó en la orilla cubierta de hierba.


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10 págs. / 17 minutos / 112 visitas.

Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Señorita Perla

Guy de Maupassant


Cuento


I

Que extraordinaria idea había tenido, realmente, esa noche, de elegir por reina a la Señorita Perla. Voy todos los años a celebrar Noche de Reyes a la casa de mi viejo amigo Chantal. Mi padre que era su camarada más íntimo me llevaba allá cuando yo era un niño. He continuado y continuaré sin duda mientras yo viva y en tanto exista un Chantal en este mundo.

Los Chantal, por lo demás, llevan una existencia peculiar; viven en París como si vivieran en Grasse, Evetot, o Pont-un-Mousson.

Son dueños de una casa con jardín junto al observatorio. Viven allí como si estuvieran en provincia. De París, del verdadero París, no saben nada, no sospechan nada; ¡ellos están lejos, muy lejos!. De vez en cuando, sin embargo, hacen un viaje, un largo viaje. La señora Chantal va a las grandes provisiones, como se dice en familia. He aquí como se hace el gran aprovisionamiento.

La señorita Perla que tiene las llaves del armario de la cocina (porque los armarios de la ropa blanca son administrados por la propia Señora dueña de casa), verifica si el azúcar está a punto de terminarse, si las conservas se han agotado y que no queda gran cosa en el fondo de la bolsa de café.

Así en guardia contra la hambruna, la Señora Chantal pasa la inspección a lo que queda, tomando notas en una libreta. Luego que ha anotado muchos números, se entrega, en primer lugar a largos cálculos y a continuación mantiene largas discusiones con la Señorita Perla. Finalmente, sin embargo, se ponen de acuerdo y fijan la cantidad de cada cosa que se aprovisionarán para tres meses: azúcar, arroz, ciruelas, café, mermeladas, latas de arvejitas, de porotos, de mariscos, de pescado ahumado o salado, etc.

Después de lo cuál se fija el día de compras, van en un coche, un coche de dos pisos, a una gran tienda de comestibles al otro lado del río en los barrios nuevos.


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17 págs. / 30 minutos / 113 visitas.

Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Sobre las Nubes

Guy de Maupassant


Crónica


En el verano de 1888, Guy de Maupassant realizó una ascensión en el globo aerostático El Horla. La crónica de ese viaje fue publicada en la revista La Lecture, y permaneció inédita hasta hace poco. En ella, Maupassant da muestra de su capacidad de apreciación y nos ofrece un curioso documento de aeronáutica. Aquí aparece, por primera vez en español, admirablemente traducido por nuestro colaborador José Abdón Flores. El maestro del relato corto narra por el solo placer de narrar y, desde un globo, ve el mundo como nunca antes lo había visto, percibe su grandeza y se sobrecoge ante la fuerza ciega de la naturaleza. Un París rodeado de nubes grises que a ratos huyen, se ofrece a los ojos del gran escudriñador de almas en esta crónica dedicada a constatar la belleza del mundo visto de lejos.

Cuando entré en el taller de La Villette, vi, yaciente sobre la hierba del patio, enfrente de la armada de negras y monstruosas chimeneas, el enorme globo amarillo, casi inflado por completo, igual a una calabaza colosal posada en medio de gasómetros en el huerto de un cíclope.

Un largo conducto de tela barnizada, igual a ese pequeño rabo torcido por donde las calabazas doradas beben la vida en la tierra, insuflaba al Horla el alma de los aeróstatos. Palpitaba y se levantaba poco a poco, y una docena de hombres lo rodeaban, desplazando de cuando en cuando los sacos de lastre enganchados a las amarras para permitirle moverse.

Un cielo bajo y gris, una pesada bóveda de nubes se extendía sobre nuestras cabezas. Eran las cuatro y media de la tarde, y la noche, ya, parecía próxima.

Curiosos y amigos entraban al taller. Observaban, con sorpresa, la pequeñez de la barquilla, los parches sobre barquilla, los parches sobre las delgadas fisuras del globo, todos los preparativos para este viaje por el espacio.


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7 págs. / 12 minutos / 148 visitas.

Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Diablo

Guy de Maupassant


Cuento


El campesino permanecía de pie frente al médico, ante el lecho de la moribunda. La anciana, tranquila, resignada, miraba a los dos hombres y los escuchaba hablar. Iba a morir, pero no se sublevaba, su tiempo había concluido ya, tenía noventa y dos años. Por la ventana y la puerta abiertas, el sol de julio entraba a raudales, arrojaba su llama cálida sobre el suelo de tierra oscura, giboso y pisoteado por los zuecos de cuatro generaciones de rústicos. Los olores del campo entraban también, empujados por la brisa ardiente, olores de hierbas, de trigos, de hojas quemadas por el calor de mediodía. Los saltamontes se desgañitaban, llenaban el campo con el chasquido claro, similar al ruido de los grillos del bosque que se les venden a los niños en las ferias

El médico, levantando la voz, decía: «Honoré, usted no puede dejar a su madre sola en este estado. ¡Va a morir de un momento a otro!» Y el campesino, desolado, repetía: «Es que necesito recoger el trigo; ya lleva demasiado tiempo en tierra. El tiempo es bueno, justamente. ¿Qué dices tú, madre?» Y la vieja moribunda, torturada aún por la avaricia normanda, decía «sí» con los ojos y la frente, animando a su hijo a que recogiera el trigo y la dejara morir completamente sola. Pero el médico se enfadó y, dando un zapatazo en el suelo, dijo: «Usted no es más que un bruto ¿entiende? Y no le permitiré que haga eso ¿entiende? Y, si usted necesita recoger su trigo hoy mismo, vaya a buscar a la Rapet, ¡pardiez! y encárguele que cuide a su madre. Es mi deseo, ¿entiende? Y si no me obedece, lo dejaré morirse como un perro cuando usted, a su vez, esté enfermo ¿entiende?»

El campesino, un hombre alto y delgado, de gestos lentos, torturado por la indecisión, por el miedo al médico y por el amor feroz al ahorro, dudaba, calculaba, murmuraba: «¿Cuánto cobra la Rapet por una guardia?»


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7 págs. / 13 minutos / 139 visitas.

Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Señora Baptiste

Guy de Maupassant


Cuento


Cuando entré en la sala de espera de la estación de Loubain, mi primera mirada fue para el reloj. Tenía que esperar el expreso para París dos horas y diez minutos. Me sentía cansado como si hubiera recorrido diez leguas a pie; miré a mi alrededor como para descubrir en las paredes alguna forma de matar el tiempo; luego volví a salir y me senté delante de la puerta de la estación con el espíritu preocupado por el deseo de inventar algo que hacer. La calle, una especie de bulevar plantado de flacas acacias, entre dos filas de casas desiguales y diferentes, casas de ciudad pequeña, subía hacia una especie de colina; y al final se veían árboles como si terminara en un parque. De vez en cuando un gato cruzaba, saltando los arroyos de manera delicada. Un perro pequeño apresurado olfateaba el pie de todos los árboles, buscando restos de comida. No veía a ninguna persona.

Un melancólico desaliento me invadió. ¿Qué hacer? ¿Qué hacer? Ya estaba pensando en la interminable e inevitable sesión en el pequeño café del ferrocarril, ante una caña imbebible, y el ilegible periódico del lugar, cuando divisé un cortejo fúnebre que salía de una calle lateral para tomar aquélla en la que yo me encontraba. Pero pronto mi atención aumentó. El muerto solamente iba acompañado de ocho hombres, uno de los cuales lloraba. Los otros charlaban amigablemente. No lo acompañaba ningún sacerdote. Pensé: «Es un entierro civil»; luego consideré que una ciudad como Loubain debía contener al menos un centenar de librepensadores que habrían considerado como un deber manifestarse y asistir. Entonces ¿qué? La marcha rápida del cortejo decía bien a las claras, no obstante, que se enterraba a ese difunto sin ceremonia, y por consiguiente, sin religión.


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6 págs. / 11 minutos / 67 visitas.

Publicado el 14 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Lo Horrible

Guy de Maupassant


Cuento


La tibia noche descendía lentamente.

Las mujeres se habían quedado en el salón de la quinta. Los hombres, sentados o a horcajadas en las sillas del jardín, fumaban, ante la puerta, en círculo en torno a una mesa redonda llena de tazas y de copas.

Sus cigarros brillaban como ojos en la sombra cada vez más espesa. Acababan de contar un espantoso accidente ocurrido la víspera: dos hombres y tres mujeres ahogados ante los ojos de los invitados, frente a la casa, en el río.

El general de G... pronunció:

—Sí, esas cosas son conmovedoras, pero no son horribles.

Lo horrible, esa vieja palabra, significa algo más que terrible. Un espantoso accidente como ése conmueve, trastorna, asusta: pero no enloquece. Para experimentar horror se necesita algo más que la emoción del alma y algo más que el espectáculo de una muerte espantosa, se necesita, bien un estremecimiento de misterio, bien una sensación de espanto anormal, fuera de lo natural. Un hombre que muere, aunque sea en las condiciones más dramáticas, no inspira horror; un campo de batalla no es horrible; la sangre no es horrible; los crímenes más viles son raramente horribles.

Miren, aquí tienen dos ejemplos personales que me han hecho comprender lo que se puede entender por Horror.

Era durante la guerra de 1870. Nos retirábamos hacia Pont—Audemer, tras haber cruzado Ruán. El ejército, unos veinte mil hombres, veinte mil hombres en desorden, desbandados, desmoralizados, agotados, iba a reconstruirse en El Havre.

La tierra estaba cubierta de nieve. Caía la noche. No habíamos comido nada desde la víspera. Huíamos a toda prisa, pues los prusianos no estaban lejos.

Todo el campo normando, lívido, manchado por las sombras de los árboles que rodeaban las granjas, se extendía bajo un cielo negro, pesado y siniestro.


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5 págs. / 10 minutos / 80 visitas.

Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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