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La Casa Tellier

Guy de Maupassant


Cuento


I

Se iba allá, cada noche, alrededor de las once, como se va a un café, simplemente.

Se encontraban seis a ocho, siempre los mismos, no eran juerguistas sino hombres honorables, comerciantes, jóvenes funcionarios de gobierno; tomaban su chartreuse alegremente con alguna de las muchachas, o bien charlaban seriamente con "Madame", a quién todos respetaban.

Luego se recogían a dormir antes de la media noche. Los jóvenes algunas veces se quedaban.

La casa era de familia, pequeñita, pintada de amarillo, en la esquina de una calle detrás de la iglesia de Saint—Etienne; por las ventanas, se veía la bahía llena de barcos que descargaban, el gran pantano salado llamado "La traba", detrás, el costado de la Virgen con su vieja capilla completamente gris.

Madame, provenía de una buena familia de campesinos del departamento del Eure, había aceptado esta profesión igualmente como hubiera sido modista o sirvienta. El prejuicio de deshonra asociado a la prostitución, tan violento y tan vivo en las ciudades, no existe en la campiña Normanda. El campesino dice: — Es una buena profesión — y enviarían a sus hijos a mantener un harem de mujeres como los enviarían a dirigir un internado de señoritas.

Esta casa, por lo demás, provenía de herencia de un viejo tío de la cuál era propietario. Monsieur y Madame, anteriormente proxenetas cerca de Yvetot, lo habían inmediatamente liquidado pensando que el negocio de Fécamp era más ventajoso para ellos; habían llegado una bonita mañana a tomar la dirección de la empresa que colapsaba en ausencia de sus dueños.

Eran buena gente, que se hicieron querer inmediatamente por su personal y sus vecinos.

El señor Tellier murió de un ataque dos años más tarde. Su nueva profesión lo mantenían entre la molicie y el sedentarismo, engordando demasiado, dañó su salud.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

La Dote

Guy de Maupassant


Cuento


A nadie causó sorpresa la boda de Simón Lebrumet, notario, con Juanita Cordier. El señor Lebrumet hacía gestiones con el señor Papillon para que le traspasara la notaría. Claro que necesitaba dinero; y la señorita Cordier tenía una dote de trescientos mil francos, disponibles en billetes de Banco y en títulos al portador.

Lebrumet era bien parecido, agradable, gracioso; todo lo gracioso que puede ser un notario, pero gracioso a su manera, cosa extraña en Boutigny-le-Revours.

La señorita Cordier tenía la frescura y el atractivo de los pocos años; frescura un poco basta, campesina, y atractivo provinciano; pero, en conjunto, era una bonita muchacha, bastante apetecible.

La ceremonia del casamiento puso en conmoción a todo Boutigny.

Fueron muy admirados los novios cuando al salir de la iglesia iban a ocultar su dicha bajo el techo conyugal, decididos a irse luego algunos días a París, después de saborear las dulzuras del matrimonio en el retiro de su casa.

Y los primeros aleteos de su amor fueron verdaderamente seductores, porque Lebrumet supo tratar a su esposa con una delicadeza, una ternura y un acierto incomparables. Era su divisa: "Todo llega para quien sabe aguardar". Supo, al mismo tiempo, ser prudente y decidido. Así triunfó en toda la línea, consiguiendo en menos de una semana que su esposa lo adorase.

Juana ya no sabía vivir sin él; no se apartaba de su lado un solo instante, agradeciéndole sus caricias. Él se la hubiera comido a besos; le sobaba las manos, la barbilla, la nariz... Ella, sentada sobre sus rodillas, lo cogía por las orejas, diciéndole:

—Abre la boca y cierra los ojos.

Simón abría la boca, satisfecho, entornaba los párpados y recibía un beso dulce, sabroso, largo, que le cosquilleaba en todo el cuerpo.

Les faltaban ojos, manos, boca, tiempo; les faltaba todo para realizar las múltiples caricias que imaginaban.


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

A las Aguas

Guy de Maupassant


Cuento


DIARIO DEL MARQUÉS DE ROSEVEYRE

12 DE JUNIO 1880.— ¡A Loëche! ¡Quieren que vaya a pasar un mes a Loëche! ¡Misericordia!¡ Un mes en esta ciudad que dicen ser la más triste, la más muerta, la más aburrida de las villas! ¡Qué digo, una ciudad! ¡Es un agujero, no una ciudad! ¡Me condenan a un mes de baño... , en fin!

13 DE JUNIO.— He pensado toda la noche en este viaje que me espanta ¡Solo me queda una cosa por hacer, voy a llevar una mujer! ¿Podrá distraerme esto, tal vez? Y además yo aprenderé, con esta prueba, si estoy maduro para el matrimonio.

Un mes a solas, un mes de vida en común con alguien, de una vida en pareja completa, de conversación a todas las hora del día y de la noche.¡Diablos!

Estar con una mujer durante un mes, es verdad, no es tan grave como tenerla de por vida; pero es de por sí mucho más serio que estar con ella por una noche. Sé que podré devolverla, con algunos cientos de luises; ¡pero entonces permaneceré solo en Loëche, lo que no es nada divertido!

La elección será difícil. No quiero ni una coqueta ni una espabilada. Es necesario que no me sienta ni ridículo ni orgulloso de ella. Quiero que se diga: “El marqués de Roseveyre está de buena suerte”; pero no quiero que se cuchichee: “ Ese pobre marqués de Roseveyre!”. En suma, tengo que exigir a mi pasajera compañera todas las cualidades que exigiría a mi compañera definitiva. La única diferencia que se puede establecer es aquella que existe entre el objeto nuevo y el objeto de ocasión.¡Bah!, ¡se puede encontrar, voy a pensar en ello!

14 DE JUNIO.— ¡Berthe!... He aquí mi acompañante. Veinte años, guapa, recién salida del Conservatorio, esperando un papel, futura estrella. Buenos modales, altivez, carácter y... amor. Objeto de ocasión pudiendo pasar por nuevo.


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Publicado el 18 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Horla

Guy de Maupassant


Cuento


8 de mayo

¡Qué hermoso día! He pasado toda la mañana tendido sobre la hierba, delante de mi casa, bajo el enorme plátano que la cubre, la resguarda y le da sombra. Adoro esta región, y me gusta vivir aquí porque he echado raíces aquí, esas raíces profundas y delicadas que unen al hombre con la tierra donde nacieron y murieron sus abuelos, esas raíces que lo unen a lo que se piensa y a lo que se come, a las costumbres como a los alimentos, a los modismos regionales, a la forma de hablar de sus habitantes, a los perfumes de la tierra, de las aldeas y del aire mismo.

Adoro la casa donde he crecido. Desde mis ventanas veo el Sena que corre detrás del camino, a lo largo de mi jardín, casi dentro de mi casa, el grande y ancho Sena, cubierto de barcos, en el tramo entre Ruán y El Havre.

A lo lejos y a la izquierda, está Ruán, la vasta ciudad de techos azules, con sus numerosas y agudas torres góticas, delicadas o macizas, dominadas por la flecha de hierro de su catedral, y pobladas de campanas que tañen en el aire azul de las mañanas hermosas enviándome su suave y lejano murmullo de hierro, su canto de bronce que me llega con mayor o menor intensidad según que la brisa aumente o disminuya.

¡Qué hermosa mañana!

A eso de las once pasó frente a mi ventana un largo convoy de navíos arrastrados por un remolcador grande como una mosca, que jadeaba de fatiga lanzando por su chimenea un humo espeso.

Después, pasaron dos goletas inglesas, cuyas rojas banderas flameaban sobre el fondo del cielo, y un soberbio bergantín brasileño, blanco y admirablemente limpio y reluciente. Saludé su paso sin saber por qué, pues sentí placer al contemplarlo.

11 de mayo

Tengo algo de fiebre desde hace algunos días. Me siento dolorido o más bien triste.


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27 págs. / 47 minutos / 140 visitas.

Publicado el 18 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Collar

Guy de Maupassant


Cuento


Era una de esas hermosas y encantadoras criaturas nacidas como por un error del destino en una familia de empleados. Carecía de dote, y no tenía esperanzas de cambiar de posición; no disponía de ningún medio para ser conocida, comprendida, querida, para encontrar un esposo rico y distinguido; y aceptó entonces casarse con un modesto empleado del Ministerio de Instrucción Pública.

No pudiendo adornarse, fue sencilla, pero desgraciada, como una mujer obligada por la suerte a vivir en una esfera inferior a la que le corresponde; porque las mujeres no tienen casta ni raza, pues su belleza, su atractivo y su encanto les sirven de ejecutoria y de familia. Su nativa firmeza, su instinto de elegancia y su flexibilidad de espíritu son para ellas la única jerarquía, que iguala a las hijas del pueblo con las más grandes señoras.

Sufría constantemente, sintiéndose nacida para todas las delicadezas y todos los lujos. Sufría contemplando la pobreza de su hogar, la miseria de las paredes, sus estropeadas sillas, su fea indumentaria. Todas estas cosas, en las cuales ni siquiera habría reparado ninguna otra mujer de su casa, la torturaban y la llenaban de indignación.

La vista de la muchacha bretona que les servía de criada despertaba en ella pesares desolados y delirantes ensueños. Pensaba en las antecámaras mudas, guarnecidas de tapices orientales, alumbradas por altas lámparas de bronce y en los dos pulcros lacayos de calzón corto, dormidos en anchos sillones, amodorrados por el intenso calor de la estufa. Pensaba en los grandes salones colgados de sedas antiguas, en los finos muebles repletos de figurillas inestimables y en los saloncillos coquetones, perfumados, dispuestos para hablar cinco horas con los amigos más íntimos, los hombres famosos y agasajados, cuyas atenciones ambicionan todas las mujeres.


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8 págs. / 15 minutos / 129 visitas.

Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

La Muerta

Guy de Maupassant


Cuento


¡Yo la había amado locamente! ¿Por qué amamos? Es raro no ver en el mundo sino a un ser, no tener en la mente sino una idea, en el corazón sino un deseo, y en la boca más que un nombre: un nombre que sube sin cesar, que sube, como el agua de un manantial, de las honduras del alma, que sube a los labios, y que decimos, que repetimos, que murmuramos sin cesar en todas partes, al igual que una plegaria.

No contaré nuestra historia. El amor no tiene más que una, siempre la misma. La encontré y la amé. Nada más. Y viví durante un año en su ternura, en sus brazos, en su caricia, en su mirada, en sus trajes, en sus palabras, enredado, ligado, aprisionado en todo lo que venía de ella, de una forma tan completa que ya no sabía si era de día o de noche, si estaba vivo o muerto, en la vieja tierra o en otro lugar.

Y he aquí que se murió. ¿Cómo? No sé, ya no lo sé.

Volvió a casa empapada, una noche de lluvia, y al día siguiente tosía. Tosió durante una semana aproximadamente y guardó cama.

¿Qué ocurrió? Ya no lo sé.

Los médicos venían, escribían, se iban. Se traían remedios; una mujer se los hacía tomar. Sus manos estaban calientes, su frente ardiente y húmeda, su mirada brillante y triste. Yo le hablaba, ella me respondía. Qué nos dijimos? Ya no lo sé: ¡Lo he olvidado todo, todo! Se murió, recuerdo muy bien su breve suspiro, su breve suspiro tan débil, el último. La enfermera dijo: «¡Ay!» ¡Comprendí, comprendí!

No supe nada más. Nada. Vi a un sacerdote que pronunció estas palabras. «Su querida.» Me pareció que la insultaba. Puesto que ella había muerto, nadie tenía derecho a saber eso. Lo despedí. Vino otro que fue muy bondadoso, muy dulce. Yo lloraba cuando él me habló de ella.

Me consultaron mil cosas sobre el entierro. Ya no lo sé. Recuerdo muy bien, sin embargo, el ataúd, el ruido de los martillazos cuando la clavaron dentro. ¡Ay, Dios mío!


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Confesiones de una Mujer

Guy de Maupassant


Cuento


Amigo mío, me ha pedido usted que le cuente los recuerdos más vivos de mi existencia. Soy muy vieja, sin parientes, sin hijos; puedo, pues, libremente confesarme con usted. Prométame sólo que jamás desvelará mi nombre.

He sido muy amada, usted lo sabe; y a menudo amé yo también. Era muy hermosa; puedo decirlo hoy, cuando ya nada queda. El amor era para mí la vida del alma, como el aire es la vida del cuerpo. Hubiera preferido morir a existir sin ternura, sin un pensamiento siempre clavado en mí. Las mujeres pretenden con frecuencia no amar sino una sola vez con todo el poder de su corazón; con frecuencia me ocurrió que amaba tan violentamente que me parecía imposible que aquellos transportes finalizasen. Y sin embargo se extinguían siempre de una forma natural, como un fuego falto de leña.

Le contaré hoy la primera de mis aventuras, en la que yo fui muy inocente, aunque determinó las otras.

La horrible venganza de ese espantoso farmacéutico de Le Pecq me ha recordado el terrible drama al cual asistí muy a mi pesar.

Estaba casada desde hacía un año, con un hombre rico, el conde Hervé de Ker..., un bretón de vieja cepa al cual, por supuesto, no amaba. El amor, el verdadero, necesita, o por lo menos así lo creo, libertad y obstáculos al mismo tiempo. El amor impuesto, sancionado por la ley, bendecido por el sacerdote, ¿es amor? Un beso legal nunca vale lo que un beso robado.


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Publicado el 4 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Claro de Luna

Guy de Maupassant


Cuento




El padre Marignan llevaba con gallardía su nombre de guerra. Era un hombre alto, seco, fanático, de alma exaltada, pero recta. Decididamente creyente, jamás tenía una duda. Imaginaba con sinceridad conocer perfectamente a Dios, penetrar en sus designios, voluntades e intenciones.

A veces, cuando a grandes pasos recorría el jardín del presbiterio, se le planteaba a su espíritu una interrogación: "¿Con qué fin creó Dios aquello?" Y ahincadamente buscaba una respuesta, poniéndose su pensamiento en el lugar de Dios, y casi siempre la encontraba. No era persona capaz de murmurar en un transporte de piadosa humildad: "¡Señor, tus designios son impenetrables!" El padre Marignan se decía a sí mismo: "Soy siervo de Dios; debo, por tanto, conocer sus razones de obrar y adivinar las que no conozco."

Todo le parecía creado en la naturaleza con una lógica absoluta y admirable. Los principios y fines se equilibraban perfectamente. Las auroras se habían hecho para hacer alegre el despertar, los días para madurar el trigo, las lluvias para regarlo, las tardes oscuras para predisponer al sueño, y las noches para dormir. Las cuatro estaciones correspondían totalmente a las necesidades de la agricultura; y jamás el sacerdote sospecharía que no hay intenciones en la naturaleza, y que todo lo que existe, al contrario de lo que él pensaba, se sometió a las duras necesidades de las épocas, de los climas y de la materia.


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Publicado el 18 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Afeminado

Guy de Maupassant


Cuento


Cuántas veces oímos decir: "Es encantador este hombre, pero es una mujer, una mujer auténtica".

Vamos a hablar del afeminado, la peste de nuestro país.

Ya que nosotros, en Francia, somos todos afeminados, es decir, cambiantes, antojadizos, inocentemente pérfidos, sin orden en las convicciones o la voluntad, violentos y débiles como las mujeres.

Pero el más irritante de los afeminados es seguramente el parisino y de los bulevares, en el que las apariencias de inteligencia son más acusadas y que reúne en sí mismo, exageradas por su temperamento de hombre, todas las seducciones y todos los defectos de las encantadoras mujerzuelas.

Nuestra Cámara de Diputados está poblada de afeminados. Ellos forman el gran partido de los oportunistas amables que podríamos llamar los "hipnotizadores". Estos son los que gobiernan con palabras suaves y promesas engañosas, que saben dar la mano de forma que se creen afectos, decir "querido amigo" de una manera delicada a las personas que menos conocen, cambiar de opinión sin ni siquiera sospecharlo, exaltarse ante cualquier idea nueva, ser sincero en sus creencias cambiantes como veletas, dejarse engañar de la misma forma que ellos engañan, no recordar al día siguiente lo que dijeron la víspera.

Los periódicos están llenos de afeminados. Tal vez sea aquí donde más los encontramos, pero es también aquí donde son más necesarios. Hay que exceptuar algunas voces como "Los Debates" o "La Gaceta de Francia".

Evidentemente, todo buen periodista debe ser un poco mujer, es decir, estar a las órdenes del público, servil aceptando inconscientemente los regueros de la corriente de opinión pública, voluble y versátil, escéptico y crédulo, malvado y servicial, bromista y necio, entusiasta e irónico y siempre convencido pero sin creer en nada.


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Publicado el 18 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Loco

Guy de Maupassant


Cuento


Cuando murió presidía uno de los más altos tribunales de Justicia de Francia y era conocido en el resto por su trayectoria ejemplar. Se había ganado el profundo respeto de abogados, fiscales y jueces, que se inclinaban ante su elevada figura de rostro grave, pálido y enjuto y mirada penetrante.

Su única preocupación había consistido en perseguir a los criminales y defender a los más débiles. Los asesinos y los estafadores le tenían por su peor enemigo, ya que parecía ser capaz de leer sus pensamientos y adivinar las intenciones que ocultaban en los rincones más oscuros de sus almas.

Su muerte, a la edad de 82 años, había provocado una sucesión de homenajes y el pesar de todo un pueblo. Había sido escoltado hasta su tumba por soldados vestidos con pantalones rojos, e ilustres magistrados habían derramado sobre su ataúd lágrimas que parecían sinceras.

Sin embargo, poco después de su entierro, el notario descubrió un estremecedor documento en el escritorio donde solía guardar los sumarios de sus grandes casos. Su primera hoja estaba encabezada por el título: «¿POR QUÉ?».

20 de junio de 1851.

Acabo de dictar sentencia. ¡He condenado a muerte a Blondel! Me pregunto por qué mató este hombre a sus cinco hijos. ¿Por qué? Uno se encuentra a menudo con personas para quienes el hecho de quitar la vida a otra parece suponer un placer. Sí, debe de ser un placer, quizá el mayor de todos. ¿Acaso matar no es lo que más se asemeja a crear? ¡Hacer y destruir! La historia del mundo, la historia del universo, todo lo que existe... absolutamente todo se resume en estas dos palabras. ¿Por qué es tan embriagador matar?

25 de junio.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

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