Escribo esto bajo una fuerte tensión mental, ya que cuando llegue la
noche habré dejado de existir. Sin dinero, y agotada mi provisión de
droga, que es lo único que me hace tolerable la vida, no puedo seguir
soportando más esta tortura; me arrojaré desde esta ventana de la
buhardilla a la sórdida calle de abajo. Pese a mi esclavitud a la
morfina, no me considero un débil ni un degenerado. Cuando hayan leído
estas páginas atropelladamente garabateadas, quizá se hagan idea —aunque
no del todo— de por qué tengo que buscar el olvido o la muerte.
Fue en una de las zonas más abiertas y menos frecuentadas del
anchuroso Pacífico donde el paquebote en el que iba yo de sobrecargo
cayó apresado por un corsario alemán. La gran guerra estaba entonces en
sus comienzos, y las fuerzas oceánicas de los hunos aún no se habían
hundido en su degradación posterior; así que nuestro buque fue capturado
legalmente, y nuestra tripulación tratada con toda la deferencia y
consideración debidas a unos prisioneros navales. En efecto, tan liberal
era la disciplina de nuestros opresores, que cinco días más tarde
conseguí escaparme en un pequeño bote, con agua y provisiones para
bastante tiempo.
Cuando al fin me encontré libre y a la deriva, tenía muy poca idea de
cuál era mi situación. Navegante poco experto, sólo sabía calcular de
manera muy vaga, por el sol y las estrellas, que estaba algo al sur del
ecuador. No sabía en absoluto en qué longitud, y no se divisaba isla ni
costa algunas. El tiempo se mantenía bueno, y durante incontables días
navegué sin rumbo bajo un sol abrasador, con la esperanza de que pasara
algún barco, o de que me arrojaran las olas a alguna región habitable.
Pero no aparecían ni barcos ni tierra, y empecé a desesperar en mi
soledad, en medio de aquella ondulante e ininterrumpida inmensidad azul.
Información texto 'Dagón'