En el valle de Nis, una maléfica luna menguante brilla tenue,
abriéndose paso con su luz, con difusos rayos, a través de los letales
follajes de los grandes árboles upas. Y en las profundidades del valle,
allí donde no llega la luz, se mueven formas que no están hechas para
ser contempladas. La maleza crece prieta en las laderas, allí donde las
malignas enredaderas y plantas rastreras se enroscan en torno a las
piedras de palacios arruinados, ciñéndose con fuerza a columnas rotas y
extraños monolitos, y levantando pavimentos de mármol que fueron
dispuestos por manos olvidadas. Y en los árboles, que crecen inmensos en
ruinosos patios, brincan pequeños monos, mientras que, entrando y
saliendo de profundas criptas llenas de tesoros, se retuercen las
serpientes venenosas y seres escamosos sin nombre.
Inmensas son las piedras que dormitan bajo capas de musgo húmedo, y
poderosos son los muros de los que se han desprendido. Sus
constructores las erigieron para la eternidad y en verdad que aún sirven
con nobleza, ya que, debajo de ellas, habita el sapo gris.
En el mismo fondo del valle se encuentra el río Than, cuyas aguas
son fangosas y repletas de algas. Nace en arroyos ocultos y fluye hacia
grutas subterráneas, y el Demonio del Valle no sabe por qué sus aguas
son rojas, ni en dónde desemboca.
El Genio que acecha en los rayos de luna se dirigió al Demonio del Valle, diciéndole:
—Soy viejo y es mucho lo que he olvidado. Dime los hechos, aspecto y nombre de aquellos que edifican estas ruinas de piedra.
Y el Demonio repuso.
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