Odio a la Luna —le tengo miedo—, ya que, cuando brilla sobre ciertas
escenas familiares y amadas, a veces las convierte en desconocidas y
odiosas.
Fue durante el espectral verano cuando el brillo de la Luna se
derramó sobre el viejo jardín por el que yo deambulaba; el espectral
verano de narcóticas flores y húmedos mares de follajes que provocan
sueños extraños y multicolores. Y mientras paseaba junto a la poca
profunda corriente de cristal, vi ondas inesperadas, rematadas en luz
amarilla, como si esas plácidas aguas se vieran arrastradas, por
irresistibles corrientes, rumbo a extraños océanos que no pertenecen a
este mundo. Silenciosas y centelleantes, brillantes y funestas, esas
aguas condenadas se dirigían hacia no sabía yo dónde, mientras que, en
las riberas de verdor, blancas flores de loto se abrían una tras otra al
opiáceo viento nocturno y caían sin esperanza a la corriente,
arremolinándose en forma horrible, yendo hacia delante, bajo el puente
arqueado y tallado, y mirando atrás con la siniestra resignación de las
fuerzas calmas y muertas.
Y, mientras corría por la orilla, aplastando flores dormidas con
pies descuidados, enloquecido en todo momento por el miedo a seres
desconocidos y la atracción de las caras muertas, vi que el jardín, a la
luz de la luna, no tenía fin; ya que, allí donde durante el día se
encontraban los muros, ahora se extendían tan sólo nuevas visiones de
árboles y senderos, flores y arbustos, ídolos de piedra y pagodas, y
meandros de corriente iluminada en amarillo, pasando herbosas orillas y
bajo grotescos puentes de mármol. Y los labios de los rostros muertos
del loto susurraban con tristeza, y me invitaban a seguir, así que no me
detuve hasta que la corriente llegó a un río y desembocó, entre
pantanos de agitadas cañas y playas de resplandeciente arena, en la
orilla de un inmenso mar sin nombre.
Información texto 'Lo que Trae la Luna'