I
La vida es algo espantoso; y desde el trasfondo de lo que conocemos
de ella asoman indicios demoníacos que la vuelven a veces infinitamente
más espantosa. La ciencia, ya opresiva en sus tremendas revelaciones,
será quizá la que aniquile definitivamente nuestra especie humana —si es
que somos una especie aparte—; porque su reserva de insospechados
horrores jamás podrá ser abarcada por los cerebros mortales, en caso de
desatarse en el mundo. Si supiéramos qué somos, haríamos lo que hizo
Arthur Jermyn, que empapó sus ropas de petróleo y se prendió fuego una
noche. Nadie guardó sus restos carbonizados en una urna, ni le dedicó un
monumento funerario, ya que aparecieron ciertos documentos, y cierto
objeto dentro de una caja, que han hecho que los hombres prefieran
olvidar. Algunos de los que lo conocían niegan incluso que haya existido
jamás.
Arthur Jermyn salió al páramo y se prendió fuego después de ver el
objeto de la caja, llegado de África. Fue este objeto, y no su raro
aspecto personal, lo que lo impulsó a quitarse la vida. Son muchos los
que no habrían soportado la existencia, de haber tenido los extraños
rasgos de Arthur Jermyn; pero él era poeta y hombre de ciencia, y nunca
le importó su aspecto físico. Llevaba el saber en la sangre; su
bisabuelo, el barón Robert Jermyn, había sido un antropólogo de
renombre; y su tatarabuelo, Wade Jermyn, uno de los primeros
exploradores de la región del Congo, y autor de diversos estudios
eruditos sobre sus tribus animales, y supuestas ruinas. Efectivamente,
Wade estuvo dotado de un celo intelectual casi rayano en la manía; su
extravagante teoría sobre una civilización congoleña blanca le granjeó
sarcásticos ataques, cuando apareció su libro, Reflexiones sobre las diversas partes de África. En 1765, este intrépido explorador fue internado en un manicomio de Huntingdon.
Información texto 'Arthur Jermyn'