Un hombre grave que parecía inteligente, con ropa discreta y barba
gris, me hizo pasar a la habitación del ático, y me habló en estos
términos:
—Sí, aquí vivió él…, pero le aconsejo que no toque nada. Su
curiosidad lo vuelve irresponsable. Nosotros jamás subimos aquí de
noche; y si lo conservamos todo tal cual está, es sólo por su
testamento. Ya sabe lo que hizo. Esa abominable sociedad se hizo cargo
de todo al final, y no sabemos dónde está enterrado. Ni la ley ni nada
lograron llegar hasta esa sociedad.
—Espero que no se quede aquí hasta el anochecer. Le ruego que no
toque lo que hay en la mesa, eso que parece una caja de fósforos. No
sabemos qué es, pero sospechamos que tiene que ver con lo que hizo.
Incluso evitamos mirarlo demasiado fijamente.
Poco después, el hombre me dejó solo en la habitación del ático.
Estaba muy sucia, polvorienta y primitivamente amueblada, pero tenía una
elegancia que indicaba que no era el tugurio de un plebeyo. Había
estantes repletos de libros clásicos y de teología, y otra librería con
tratados de magia: de Paracelso, Alberto Magno, Tritemius, Hermes
Trismegisto, Borellus y demás, en extraños caracteres cuyos títulos no
fui capaz de descifrar. Los muebles eran muy sencillos. Había una
puerta, pero daba acceso tan sólo a un armario empotrado. La única
salida era la abertura del suelo, hasta la que llegaba la escalera tosca
y empinada. Las ventanas eran de ojo de buey, y las vigas de negro
roble revelaban una increíble antigüedad. Evidentemente, esta casa
pertenecía a la vieja Europa. Me parecía saber dónde me encontraba,
aunque no puedo recordar lo que entonces sabía. Desde luego, la ciudad
no era Londres. Mi impresión es que se trataba de un pequeño puerto de
mar.
Información texto 'El Clérigo Malvado'