Cuando me llegaron los últimos días, y las feas
trivialidades de la vida me hundieron en la locura como esas gotas de
agua que el torturador deja caer sin cesar sobre un punto del cuerpo de
su víctima, dormir se convirtió para mí en un refugio luminoso. En mis
sueños encontré un poco de la belleza que había buscado en vano durante
la vida, y pude vagar por viejos jardines y bosques encantados.
Una vez en que el viento era suave y fragante oí la
llamada del sur, y navegué interminable y lánguidamente bajo extrañas
estrellas.
Otra vez en que caía mansa la lluvia navegué tierra
adentro por un río sin sol, hasta que llegué a un mundo de crepúsculo
púrpura, emparrados iridiscentes y rosas imperecederas.
Y otra anduve por un valle dorado que conducía a
umbríos bosquecillos y ruinas, y terminaba en un enorme muro verde con
parras antiguas, y un pequeño acceso con puerta de bronce.
Muchas veces recorrí ese valle; y cada vez me
demoraba más en él, en una media luz espectral donde los árboles
gigantescos se retorcían grotescamente, y el suelo gris se extendía
húmedo de tronco a tronco, dejando al descubierto sillares de templos
enterrados. Y siempre la meta de mis quimeras era el muro cubierto de
vid y la puerta de bronce.
Algún tiempo después, a medida que los días vigiles
se iban haciendo menos soportables por monótonos y grises, vagué a
menudo en hipnótica paz por el valle y por los umbríos bosquecillos; y
me preguntaba cómo podría adoptar estos parajes como morada eterna, de
manera que nunca más tuviese que volver a un mundo insulso y falto de
interés y de colores nuevos. Y al mirar la pequeña puerta del muro
poderoso, me di cuenta de que al otro lado se extendía una región de
ensueño de la que, una vez que se entrara, no habría regreso.
Información texto 'Ex Oblivione'