Allá lejos en el bosque había un pino: ¡qué pequeño y qué
bonito era! Tenía un buen sitio donde crecer y todo el aire y la luz que quería,
y estaba además acompañado por otros camaradas mayores que él, tantos pinos como
abetos. ¡Pero se empeñaba en crecer con tan apasionada prisa!
No prestaba la menor atención al sol ni a la dulzura
del aire, ni ponía interés en los niños campesinos que pasaban charlando por el
sendero cuando salían a recoger frutillas.
A veces llegaban con una canasta llena, o con unas
cuantas ensartadas en una caña, y se sentaban a su lado.
—¡Mira qué arbolito tan lindo! —decían—. Pero al
arbolito no le gustaba nada oírles hablar así.
Al año siguiente se alargó hasta echar un nuevo nudo, y
un año después, otro más alto aún. Ya se sabe que, tratándose de pinos, siempre
es posible conocer su edad por el número de nudos que tienen.
—¡Oh, si pudiera ser tan alto como los demás árboles!
—suspiraba—. Entonces podría extender mis ramas todo alrededor y miraría el
vasto mundo desde mi copa. Los pájaros vendrían a hacer sus nidos en mis ramas
y, siempre que soplase el viento, podría cabecear tan majestuosamente como los
otros.
No lo contentaban los pájaros ni el sol, ni las rosadas
nubes que, mañana y tarde, cruzaban navegando allá en lo alto.
Cuando venía el invierno y la resplandeciente blancura
de la nieve se esparcía por todas partes, era frecuente que algún conejo se
acercase dando rápidos brincos y saltase justamente por encima del pinito. ¡Oh,
qué humillante era aquello!... Pero pasaron dos inviernos, y al tercero había
crecido tanto, que los conejos se vieron forzados a rodearlo. "Sí, crecer,
crecer, hacerse alto y mayor; esto es lo importante", pensaba.
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