Entre los mares Báltico y del Norte hay un antiguo nido
de cisnes: se llama Dinamarca. En él nacieron y siguen naciendo cisnes que jamás
morirán.
En tiempos remotos, una bandada de estas aves voló, por
encima de los Alpes, hasta las verdes llanuras de Milán; aquella bandada de
cisnes recibió el nombre de longobardos.
Otra, de brillante plumaje y ojos que reflejaban la
lealtad, se dirigió a Bizancio, donde se sentó en el trono imperial y extendió
sus amplias alas blancas a modo de escudo, para protegerlo. Fueron los varingos.
En la costa de Francia resonó un grito de espanto ante
la presencia de los cisnes sanguinarios, que llegaban con fuego bajo las alas, y
el pueblo rogaba:
—¡Dios nos libre de los salvajes normandos!
Sobre el verde césped de Inglaterra se posó el cisne
danés, con triple corona real sobre la cabeza y extendiendo sobre el país el
cetro de oro.
Los paganos de la costa de Pomerania hincaron la
rodilla, y los cisnes daneses llegaron con la bandera de la cruz y la espada
desnuda.
—Todo eso ocurrió en épocas remotísimas —dirás.
También en tiempos recientes se han visto volar del
nido cisnes poderosos.
Se hizo luz en el aire, se hizo luz sobre los campos
del mundo; con sus robustos aleteos, el cisne disipó la niebla opaca, quedando
visible el cielo estrellado, como si se acercase a la Tierra. Fue el cisne Tycho
Brahe.
—Sí, en aquel tiempo —dices—. Pero, ¿y en nuestros
días?
Vimos un cisne tras otro en majestuoso vuelo. Uno pulsó
con sus alas las cuerdas del arpa de oro, y las notas resonaron en todo el
Norte; las rocas de Noruega se levantaron más altas, iluminadas por el sol de la
Historia. Se oyó un murmullo entre los abetos y los abedules; los dioses
nórdicos, sus héroes y sus nobles matronas, se destacaron sobre el verde oscuro
del bosque.
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