Si después de una tormenta pasan junto a un campo de alforfón, lo verán a
menudo ennegrecido y como chamuscado; se diría que sobre él ha pasado una llama,
y el labrador observa: —Esto es de un rayo—. Pero, ¿cómo sucedió? Les voy a
contar, pues yo lo sé por un gorrioncillo, al cual, a su vez, se lo reveló un
viejo sauce que crece junto a un campo de alforfón. Es un sauce corpulento y
venerable pero muy viejo y contrahecho, con una hendidura en el tronco, de la
cual salen hierbajos y zarzamoras. El árbol está muy encorvado, y las ramas
cuelgan hasta casi tocar el suelo, como una larga cabellera verde.
En todos los campos de aquellos contornos crecían cereales, tanto centeno
como cebada y avena, esa magnífica avena que, cuando está en sazón, ofrece el
aspecto de una fila de diminutos canarios amarillos posados en una rama. Todo
aquel grano era una bendición, y cuando más llenas estaban las espigas, tanto
más se inclinaban, como en gesto de piadosa humildad.
Pero había también un campo sembrado de alforfón, frente al viejo sauce. Sus
espigas no se inclinaban como las de las restantes mieses, sino que permanecían
enhiestas y altivas.
—Indudablemente, soy tan rico como la espiga de trigo —decía—, y además soy
mucho más bonito; mis flores son bellas como las del manzano; deleita los ojos
mirarnos, a mí y a los míos. ¿Has visto algo más espléndido, viejo sauce?
El árbol hizo un gesto con la cabeza, como significando: «¡Qué cosas dices!».
Pero el alforfón, pavoneándose de puro orgullo, exclamó:
—¡Tonto de árbol! De puro viejo, la hierba le crece en el cuerpo.
Pero he aquí que estalló una espantosa tormenta; todas las flores del campo
recogieron sus hojas y bajaron la cabeza mientras la tempestad pasaba sobre
ellas; sólo el alforfón seguía tan engreído y altivo.
—¡Baja la cabeza como nosotras! —le advirtieron las flores.
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