Textos más populares este mes de Hans Christian Andersen disponibles | pág. 4

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autor: Hans Christian Andersen textos disponibles


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Día de Mudanza

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


¿Te acuerdas del torero Ole, verdad? Ya te conté que le hice dos visitas. Pues ahora te contaré una tercera, y no es la última.

Por lo regular voy a verlo a su torre el día de Año Nuevo, pero esta vez fue el día de mudanza general, en que no se está a gusto en las calles de la ciudad, pues están llenas de montones de basura, cascos rotos y trastos viejos, y no hablemos ya de la paja vieja de los jergones, por la cual hay que pasar casi a vado. Siguiendo por entre aquellas pilas de desperdicios, vi a unos niños que estaban jugando con la paja. Jugaban a acostarse, encontrando que todo allí convidaba a este juego. Se metían en la paja viva, y se echaban encima, a guisa de cubrecama, una vieja cortina rota.

—¡Se está muy cómodo! —decían—. Aquello ya era demasiado y me alejé, en dirección a la morada de Ole.


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4 págs. / 8 minutos / 164 visitas.

Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Cinco en una Vaina

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Cinco guisantes estaban encerrados en una vaina, y como ellos eran verdes y la vaina era verde también, creían que el mundo entero era verde, y tenían toda la razón. Creció la vaina y crecieron los guisantes; para aprovechar mejor el espacio, se pusieron en fila. Por fuera lucía el sol y calentaba la vaina, mientras la lluvia la limpiaba y volvía transparente. El interior era tibio y confortable, había claridad de día y oscuridad de noche, tal y como debe ser; y los guisantes, en la vaina, iban creciendo y se entregaban a sus reflexiones, pues en algo debían ocuparse.

—¿Nos pasaremos toda la vida metidos aquí? —decían—. ¡Con tal de que no nos endurezcamos a fuerza de encierro! Me da la impresión de que hay más cosas allá fuera; es como un presentimiento.

Y fueron transcurriendo las semanas; los guisantes se volvieron amarillos, y la vaina, también.

—¡El mundo entero se ha vuelto amarillo! —exclamaron; y podían afirmarlo sin reservas.

Un día sintieron un tirón en la vaina; había sido arrancada por las manos de alguien, y, junto con otras, vino a encontrarse en el bolsillo de una chaqueta.

—Pronto nos abrirán —dijeron los guisantes, afanosos de que llegara el ansiado momento.

—Me gustaría saber quién de nosotros llegará más lejos —dijo el menor de los cinco—. No tardaremos en saberlo.

—Será lo que haya de ser —contestó el mayor.

¡Zas!, estalló la vaina y los cinco guisantes salieron rodando a la luz del sol. Estaban en una mano infantil; un chiquillo los sujetaba fuertemente, y decía que estaban como hechos a medida para su cerbatana. Y metiendo uno en ella, sopló.

—¡Heme aquí volando por el vasto mundo! ¡Alcánzame, si puedes! —y salió disparado.

—Yo me voy directo al Sol —dijo el segundo—. Es una vaina como Dios manda, y que me irá muy bien.

Y allá se fue.


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3 págs. / 6 minutos / 150 visitas.

Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Chelín de Plata

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Érase una vez un chelín. Cuando salió de la ceca, pegó un salto y gritó, con su sonido metálico «¡Hurra! ¡Me voy a correr mundo!». Y, efectivamente, éste era su destino.

El niño lo sujetaba con mano cálida, el avaro con mano fría y húmeda; el viejo le daba mil vueltas, mientras el joven lo dejaba rodar. El chelín era de plata, con muy poco cobre, y llevaba ya todo un año corriendo por el mundo, es decir, por el país donde lo habían acuñado. Pero un día salió de viaje al extranjero. Era la última moneda nacional del monedero de su dueño, el cual no sabía ni siquiera que lo tenía, hasta que se lo encontró entre los dedos.

—¡Toma! ¡Aún me queda un chelín de mi tierra! —exclamó— ¡Hará el viaje conmigo!

Y la pieza saltó y cantó de alegría cuando la metieron de nuevo en el bolso. Y allí estuvo junto a otros compañeros extranjeros, que iban y venían, dejándose sitio unos a otros mientras el chelín continuaba en su lugar. Era una distinción que se le hacía.


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4 págs. / 8 minutos / 142 visitas.

Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Libro Mudo

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Junto a la carretera que cruzaba el bosque se levantaba una granja solitaria; la carretera pasaba precisamente a su través. Brillaba el sol, todas las ventanas estaban abiertas; en el interior reinaba gran movimiento, pero en la era, entre el follaje de un saúco florido, había un féretro abierto, con un cadáver que debía recibir sepultura aquella misma mañana. Nadie velaba a su lado, nadie lloraba por el difunto, cuyo rostro aparecía cubierto por un paño blanco. Bajo la cabeza tenía un libro muy grande y grueso; las hojas eran de grandes pliegos de papel secante, y en cada una había, ocultas y olvidadas, flores marchitas, todo un herbario, reunido en diferentes lugares. Debía ser enterrado con él, pues así lo había dispuesto su dueño. Cada flor resumía un capítulo de su vida.

¿Quién es el muerto? —preguntamos, y nos respondieron:

—Aquel viejo estudiante de Uppsala. Parece que en otros tiempos fue hombre muy despierto, que estudió las lenguas antiguas, cantó e incluso compuso poesías, según decían. Pero algo le ocurrió, y se entregó a la bebida. Decayó su salud, y finalmente vino al campo, donde alguien pagaba su pensión. Era dulce como un niño mientras no lo dominaban ideas lúgubres, pero entonces se volvía salvaje y echaba a correr por el bosque como una bestia acosada. En cambio, cuando habían conseguido volverlo a casa y lo persuadían de que hojease su libro de plantas secas, era capaz de pasarse el día entero mirándolas, y a veces las lágrimas le rodaban por las mejillas; sabe Dios en qué pensaría entonces. Pero había rogado que depositaran el libro en el féretro, y allí estaba ahora. Dentro de poco rato clavarían la tapa, y descansaría apaciblemente en la tumba.


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1 pág. / 3 minutos / 299 visitas.

Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Príncipe Malvado

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Érase una vez un príncipe perverso y arrogante, cuya única ambición consistía en conquistar todos los países de la tierra y hacer que su nombre inspirase terror. Avanzaba a sangre y fuego; sus tropas pisoteaban las mieses en los campos e incendiaban las casas de los labriegos. Las llamas lamían las hojas de los árboles, y los frutos colgaban quemados de las ramas carbonizadas. Más de una madre se había ocultado con su hijito desnudo tras los muros humeantes; los soldados la buscaban, y al descubrir a la mujer y su pequeño daban rienda suelta a un gozo diabólico; ni los propios demonios hubieran procedido con tal perversidad. El príncipe, sin embargo, pensaba que las cosas marchaban como debían marchar. Su poder aumentaba de día en día, su nombre era temido por todos, y la suerte lo acompañaba en todas sus empresas. De las ciudades conquistadas se llevaba grandes tesoros, con lo que acumuló una cantidad de riquezas que no tenía igual en parte alguna. Mandó construir magníficos palacios, templos y galerías, y cuantos contemplaban toda aquella grandeza, exclamaban: «¡Qué príncipe más grande!». Pero no pensaban en la miseria que había llevado a otros pueblos, ni oían los suspiros y lamentaciones que se elevaban de las ciudades calcinadas.

El príncipe consideraba su oro, veía sus soberbios edificios y pensaba, como la multitud: «¡Qué gran príncipe soy! Pero aún quiero más, mucho más. Es necesario que no haya otro poder igual al mío, y no digo ya superior». Se lanzó a la guerra contra todos sus vecinos, y a todos los venció. Dispuso que los reyes derrotados fuesen atados a su carroza con cadenas de oro, andando detrás de ella a su paso por las calles. Y cuando se sentaba a la mesa, los obligaba a echarse a sus pies y a los de sus cortesanos, y a recoger las migajas que les arrojaba.


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2 págs. / 4 minutos / 548 visitas.

Publicado el 28 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Historia de una Madre

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Estaba una madre sentada junto a la cuna de su hijito, muy afligida y angustiada, pues temía que el pequeño se muriera. Éste, en efecto, estaba pálido como la cera, tenía los ojitos medio cerrados y respiraba casi imperceptiblemente, de vez en cuando con una aspiración profunda, como un suspiro. La tristeza de la madre aumentaba por momentos al contemplar a la tierna criatura.

Llamaron a la puerta y entró un hombre viejo y pobre, envuelto en un holgado cobertor, que parecía una manta de caballo; son mantas que calientan, pero él estaba helado. Se estaba en lo más crudo del invierno; en la calle todo aparecía cubierto de hielo y nieve, y soplaba un viento cortante.

Como el viejo tiritaba de frío y el niño se había quedado dormido, la madre se levantó y puso a calentar cerveza en un bote, sobre la estufa, para reanimar al anciano. Éste se había sentado junto a la cuna, y mecía al niño. La madre volvió a su lado y se estuvo contemplando al pequeño, que respiraba fatigosamente y levantaba la manita.

—¿Crees que vivirá? —preguntó la madre—. ¡El buen Dios no querrá quitármelo!

El viejo, que era la Muerte en persona, hizo un gesto extraño con la cabeza; lo mismo podía ser afirmativo que negativo. La mujer bajó los ojos, y las lágrimas rodaron por sus mejillas. Tenía la cabeza pesada, llevaba tres noches sin dormir y se quedó un momento como aletargada; pero volvió en seguida en sí, temblando de frío.

—¿Qué es esto? —gritó, mirando en todas direcciones. El viejo se había marchado, y la cuna estaba vacía. ¡Se había llevado al niño! El reloj del rincón dejó oír un ruido sordo, la gran pesa de plomo cayó rechinando hasta el suelo, ¡paf!, y las agujas se detuvieron.

La desolada madre salió corriendo a la calle, en busca del hijo. En medio de la nieve había una mujer, vestida con un largo ropaje negro, que le dijo:


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6 págs. / 10 minutos / 362 visitas.

Publicado el 30 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Las Velas

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Érase una vez una gran vela de cera, consciente de su alto rango y muy pagada de sí misma.

—Estoy hecha de cera, y me fundieron y dieron forma en un molde —decía—. Alumbro mejor y ardo más tiempo que las otras luces; mi sitio está en una araña o en un candelabro de plata.

—Debe ser una vida bien agradable la suya —observó la vela de sebo—. Yo no soy sino de sebo, una vela sencilla, pero me consuelo pensando que siempre vale esto más que ser una candela de a penique. A ésta le dan un solo baño, y a mí me dan ocho; de ahí que sea tan resistente. No puedo quejarme.

Claro que es más distinguido haber nacido de cera que haber nacido de sebo, pero en este mundo nadie dispone de sí mismo. Ustedes están en el salón, en un candelabro o en una araña de cristal; yo me quedo en la cocina. Pero tampoco es mal sitio; de allí sale la comida para toda la casa.

—Sí, pero hay algo más importante que la comida —replicó la vela de cera—: la vida social. Brillar y ver brillar a los demás. Precisamente esta noche hay baile. No tardarán en venir a buscarnos, a mí y toda mi familia.

Apenas terminaba de hablar cuando se llevaron todas las velas de cera, y también la de sebo. La señora en persona la cogió con su delicada mano y la llevó a la cocina, donde había un chiquillo con un cesto, que llenaron de patatas y unas pocas manzanas. Todo lo dio la buena señora al rapazuelo.

—Ahí tienes también una luz, amiguito —dijo—. Tu madre vela hasta altas horas de la noche, siempre trabajando; tal vez le preste servicio.

La hija de la casa estaba también allí, y al oír las palabras «hasta altas horas de la noche», dijo muy alborozada:

—Yo también estaré levantada hasta muy tarde. Tenemos baile, y llevaré los grandes lazos colorados.

¡Cómo brillaba su carita! Daba gusto mirarla. Ninguna vela de cera es capaz de brillar como dos ojos infantiles.


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2 págs. / 5 minutos / 154 visitas.

Publicado el 4 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Los Días de la Semana

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Una vez los días de la semana quisieron divertirse y celebrar un banquete todos juntos. Sólo que los días estaban tan ocupados, que en todo el año no disponían de un momento de libertad; hubieron de buscarse una ocasión especial, en que les quedara una jornada entera disponible, y vieron que esto ocurría cada cuatro años: el día intercalar de los años bisiestos, que lo pusieron en febrero para que el tiempo no se desordenara.

Así, pues, decidieron reunirse en una comilona el día 29 de febrero; y siendo febrero el mes del carnaval, convinieron en que cada uno se disfrazaría, comería hasta hartarse, bebería bien, pronunciaría un discurso y, en buena paz y compañía, diría a los demás cosas agradables y desagradables. Los gigantes de la Antigüedad en sus banquetes solían tirarse mutuamente los huesos mondos a la cabeza, pero los días de la semana llevaban el propósito de dispararse juegos de palabras y chistes maliciosos, como es propio de las inocentes bromas de carnaval.

Llegó el día, y todos se reunieron.

Domingo, el presidente de la semana, se presentó con abrigo de seda negro. Las personas piadosas podían pensar que lo hacía para ir a la iglesia, pero los mundanos vieron en seguida que iba de dominó, dispuesto a concurrir a la alegre fiesta, y que el encendido clavel que llevaba en el ojal era la linternita roja del teatro, con el letrero: «Vendidas todas las localidades. ¡Que se diviertan!».

Lunes, joven emparentado con el Domingo y muy aficionado a los placeres, llegó el segundo. Decía que siempre salía del taller cuando pasaban los soldados.

—Necesito salir a oír la música de Offenbach. No es que me afecte la cabeza ni el corazón; más bien me cosquillea en las piernas, y tengo que bailar, irme de parranda, acostarme con un ojo a la funerala; sólo así puedo volver al trabajo al día siguiente. Soy lo nuevo de la semana.


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2 págs. / 3 minutos / 287 visitas.

Publicado el 4 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Los Campeones de Salto

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


La pulga, el saltamontes y el huesecillo saltarín apostaron una vez a quién saltaba más alto, e invitaron a cuantos quisieran presenciar aquel campeonato. Hay que convenir que se trataba de tres grandes saltadores.

—¡Daré mi hija al que salte más alto! —dijo el Rey—, pues sería muy triste que las personas tuviesen que saltar de balde.

Se presentó primero la pulga. Era bien educada y empezó saludando a diestro y a siniestro, pues por sus venas corría sangre de señorita, y estaba acostumbrada a no alternar más que con personas, y esto siempre se conoce.

Vino en segundo término el saltamontes. Sin duda era bastante más pesadote que la pulga, pero sus maneras eran también irreprochables; vestía el uniforme verde con el que había nacido. Afirmó, además, que tenía en Egipto una familia de abolengo, y que era muy estimado en el país. Lo habían cazado en el campo y metido en una casa de cartulina de tres pisos, hecha de naipes de color, con las estampas por dentro. Las puertas y ventanas habían sido cortadas en el cuerpo de la dama de corazones.

—Sé cantar tan bien —dijo—, que dieciséis grillos indígenas que vienen cantando desde su infancia —a pesar de lo cual no han logrado aún tener una casa de naipes—, se han pasmado tanto al oírme, que se han vuelto aún más delgados de lo que eran antes.

Como se ve, tanto la pulga como el saltamontes se presentaron en toda forma, dando cuenta de quiénes eran, y manifestando que esperaban casarse con la princesa.


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2 págs. / 3 minutos / 92 visitas.

Publicado el 4 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Yesquero

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Por la carretera marchaba un soldado marcando el paso. ¡Un, dos, un, dos! Llevaba la mochila al hombro y un sable al costado, pues venía de la guerra, y ahora iba a su pueblo.

Mas he aquí que se encontró en el camino con una vieja bruja. ¡Uf!, ¡qué espantajo!, con aquel labio inferior que le colgaba hasta el pecho.

—¡Buenas tardes, soldado! —le dijo—. ¡Hermoso sable llevas, y qué mochila tan grande! Eres un soldado hecho y derecho. Voy a enseñarte la manera de tener todo el dinero que desees.

—¡Gracias, vieja bruja! —respondió el soldado.

—¿Ves aquel árbol tan corpulento? —prosiguió la vieja, señalando uno que crecía a poca distancia—. Por dentro está completamente hueco. Pues bien, tienes que trepar a la copa y verás un agujero; te deslizarás por él hasta que llegues muy abajo del tronco. Te ataré una cuerda alrededor de la cintura para volverte a subir cuando llames.

—¿Y qué voy a hacer dentro del árbol? —preguntó el soldado.


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7 págs. / 13 minutos / 269 visitas.

Publicado el 28 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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