El lino estaba florido. Tenía hermosas flores azules,
delicadas como las alas de una polilla, y aún mucho más finas. El sol acariciaba
las plantas con sus rayos, y las nubes las regaban con su lluvia, y todo ello le
gustaba al lino como a los niños pequeños cuando su madre los lava y les da un
beso por añadidura. Son entonces mucho más hermosos, y lo mismo sucedía con el
lino.
—Dice la gente que me sostengo admirablemente —dijo el
lino y que me alargo muchísimo; tanto, que hacen conmigo una magnífica pieza de
tela. ¡Qué feliz soy! Sin duda soy el más feliz del mundo. Vivo con desahogo y
tengo porvenir. ¡Cómo vivifica el sol, y cómo gusta y refresca la lluvia! Mi
dicha es completa. Soy el ser más feliz del mundo entero.
—¡Sí, sí, sí! —dijeron las estacas de la valla—, tú no
conoces el mundo, pero lo que es nosotras, nosotras tenemos nudos —y crujían
lamentablemente:
Ronca que ronca carraca,
ronca con tesón.
Se terminó la canción.
—No, no se terminó —dijo el lino—. El sol luce por la
mañana, la lluvia reanima. Oigo cómo crezco y siento cómo florezco. ¡Soy
dichoso, dichoso, más que ningún otro!
Pero un día vinieron gentes que, agarrando al lino por
el copete, lo arrancaron de raíz, operación que le dolió. Lo pusieron luego al
agua como para ahogarlo, y a continuación sobre el fuego, como para asarlo.
¡Horrible!
«No siempre pueden marchar bien las cosas —suspiró el
lino—. Hay que sufrir un poco, así se aprende».
Pero las cosas se pusieron cada vez peor. El lino fue
partido y roto, secado y peinado. Él ya no sabía qué pensar de todo aquello.
Luego fue a parar a la rueca, ¡y ronca que ronca! No había manera de concentrar
las ideas.
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