Érase una vez una gran vela de cera, consciente de su alto rango y muy pagada
de sí misma.
—Estoy hecha de cera, y me fundieron y dieron forma en un molde —decía—.
Alumbro mejor y ardo más tiempo que las otras luces; mi sitio está en una araña
o en un candelabro de plata.
—Debe ser una vida bien agradable la suya —observó la vela de sebo—. Yo no
soy sino de sebo, una vela sencilla, pero me consuelo pensando que siempre vale
esto más que ser una candela de a penique. A ésta le dan un solo baño, y a mí me
dan ocho; de ahí que sea tan resistente. No puedo quejarme.
Claro que es más distinguido haber nacido de cera que haber nacido de sebo,
pero en este mundo nadie dispone de sí mismo. Ustedes están en el salón, en un
candelabro o en una araña de cristal; yo me quedo en la cocina. Pero tampoco es
mal sitio; de allí sale la comida para toda la casa.
—Sí, pero hay algo más importante que la comida —replicó la vela de cera—: la
vida social. Brillar y ver brillar a los demás. Precisamente esta noche hay
baile. No tardarán en venir a buscarnos, a mí y toda mi familia.
Apenas terminaba de hablar cuando se llevaron todas las velas de cera, y
también la de sebo. La señora en persona la cogió con su delicada mano y la
llevó a la cocina, donde había un chiquillo con un cesto, que llenaron de
patatas y unas pocas manzanas. Todo lo dio la buena señora al rapazuelo.
—Ahí tienes también una luz, amiguito —dijo—. Tu madre vela hasta altas horas
de la noche, siempre trabajando; tal vez le preste servicio.
La hija de la casa estaba también allí, y al oír las palabras «hasta altas
horas de la noche», dijo muy alborozada:
—Yo también estaré levantada hasta muy tarde. Tenemos baile, y llevaré los
grandes lazos colorados.
¡Cómo brillaba su carita! Daba gusto mirarla. Ninguna vela de cera es capaz
de brillar como dos ojos infantiles.
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