Textos favoritos de Hans Christian Andersen etiquetados como Cuento infantil disponibles

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autor: Hans Christian Andersen etiqueta: Cuento infantil textos disponibles


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Una Rosa de la Tumba de Homero

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


En todos los cantos de Oriente suena el amor del ruiseñor por la rosa; en las noches silenciosas y cuajadas de estrellas, el alado cantor dedica una serenata a la fragante reina de las flores.

No lejos de Esmirna, bajo los altos plátanos adonde el mercader guía sus cargados camellos, que levantan altivos el largo cuello y caminan pesadamente sobre una tierra sagrada, vi un rosal florido; palomas torcaces revoloteaban entre las ramas de los corpulentos árboles, y sus alas, al resbalar sobre ellas los oblicuos rayos del sol, despedían un brillo como de madreperla.

Tenía el rosal una flor más bella que todas las demás, y a ella le cantaba el ruiseñor su cuita amorosa; pero la rosa permanecía callada; ni una gota de rocío se veía en sus pétalos, como una lágrima de compasión; inclinaba la rama sobre unas grandes piedras.

—Aquí reposa el más grande de los cantores —dijo la rosa—. Quiero perfumar su tumba, esparcir sobre ella mis hojas cuando la tempestad me deshoje. El cantor de la Ilíada se tornó tierra, en esta tierra de la que yo he brotado. Yo, rosa de la tumba de Homero, soy demasiado sagrada para florecer sólo para un pobre ruiseñor.

Y el ruiseñor siguió cantando hasta morir.

Llegó el camellero, con sus cargados animales y sus negros esclavos; su hijito encontró el pájaro muerto, y lo enterró en la misma sepultura del gran Homero; la rosa temblaba al viento. Vino la noche, la flor cerró su cáliz y soñó:


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1 pág. / 2 minutos / 193 visitas.

Publicado el 4 de julio de 2016 por Edu Robsy.

La Reina de las Nieves

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


PRIMER EPISODIO. Trata del espejo y del trozo de espejo

Atención, que vamos a empezar. Cuando hayamos llegado al final de esta parte sabremos más que ahora; pues esta historia trata de un duende perverso, uno de los peores, ¡como que era el diablo en persona! Un día estaba de muy buen humor, pues había construido un espejo dotado de una curiosa propiedad: todo lo bueno y lo bello que en él se reflejaba se encogía hasta casi desaparecer, mientras que lo inútil y feo destacaba y aún se intensificaba. Los paisajes más hermosos aparecían en él como espinacas hervidas, y las personas más virtuosas resultaban repugnantes o se veían en posición invertida, sin tronco y con las caras tan contorsionadas, que era imposible reconocerlas; y si uno tenía una peca, podía tener la certeza de que se le extendería por la boca y la nariz. Era muy divertido, decía el diablo. Si un pensamiento bueno y piadoso pasaba por la mente de una persona, en el espejo se reflejaba una risa sardónica, y el diablo se retorcía de puro regocijo por su ingeniosa invención. Cuantos asistían a su escuela de brujería —pues mantenía una escuela para duendes— contaron en todas partes que había ocurrido un milagro; desde aquel día, afirmaban, podía verse cómo son en realidad el mundo y los hombres. Dieron la vuelta al Globo con el espejo, y, finalmente, no quedó ya un solo país ni una sola persona que no hubiese aparecido desfigurada en él. Luego quisieron subir al mismo cielo, deseosos de reírse a costa de los ángeles y de Dios Nuestro Señor. Cuanto más se elevaban con su espejo, tanto más se reía éste sarcásticamente, hasta tal punto que a duras penas podían sujetarlo. Siguieron volando y acercándose a Dios y a los ángeles, y he aquí que el espejo tuvo tal acceso de risa, que se soltó de sus manos y cayó a la Tierra, donde quedó roto en cien millones, qué digo, en billones de fragmentos y aún más.


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35 págs. / 1 hora, 2 minutos / 1.564 visitas.

Publicado el 4 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Libro Mudo

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Junto a la carretera que cruzaba el bosque se levantaba una granja solitaria; la carretera pasaba precisamente a su través. Brillaba el sol, todas las ventanas estaban abiertas; en el interior reinaba gran movimiento, pero en la era, entre el follaje de un saúco florido, había un féretro abierto, con un cadáver que debía recibir sepultura aquella misma mañana. Nadie velaba a su lado, nadie lloraba por el difunto, cuyo rostro aparecía cubierto por un paño blanco. Bajo la cabeza tenía un libro muy grande y grueso; las hojas eran de grandes pliegos de papel secante, y en cada una había, ocultas y olvidadas, flores marchitas, todo un herbario, reunido en diferentes lugares. Debía ser enterrado con él, pues así lo había dispuesto su dueño. Cada flor resumía un capítulo de su vida.

¿Quién es el muerto? —preguntamos, y nos respondieron:

—Aquel viejo estudiante de Uppsala. Parece que en otros tiempos fue hombre muy despierto, que estudió las lenguas antiguas, cantó e incluso compuso poesías, según decían. Pero algo le ocurrió, y se entregó a la bebida. Decayó su salud, y finalmente vino al campo, donde alguien pagaba su pensión. Era dulce como un niño mientras no lo dominaban ideas lúgubres, pero entonces se volvía salvaje y echaba a correr por el bosque como una bestia acosada. En cambio, cuando habían conseguido volverlo a casa y lo persuadían de que hojease su libro de plantas secas, era capaz de pasarse el día entero mirándolas, y a veces las lágrimas le rodaban por las mejillas; sabe Dios en qué pensaría entonces. Pero había rogado que depositaran el libro en el féretro, y allí estaba ahora. Dentro de poco rato clavarían la tapa, y descansaría apaciblemente en la tumba.


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1 pág. / 3 minutos / 299 visitas.

Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Sirenita

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


En el fondo del más azul de los océanos había un maravilloso palacio en el cual habitaba el Rey del Mar, un viejo y sabio tritón que tenía una abundante barba blanca. Vivía en esta espléndida mansión de coral multicolor y de conchas preciosas, junto a sus hijas, cinco bellísimas sirenas.

La Sirenita, la más joven, además de ser la más bella poseía una voz maravillosa; cuando cantaba acompañándose con el arpa, los peces acudían de todas partes para escucharla, las conchas se abrían, mostrando sus perlas, y las medusas al oírla dejaban de flotar.

La pequeña sirena casi siempre estaba cantando, y cada vez que lo hacía levantaba la vista buscando la débil luz del sol, que a duras penas se filtraba a través de las aguas profundas.

—¡Oh! ¡Cuánto me gustaría salir a la superficie para ver por fin el cielo que todos dicen que es tan bonito, y escuchar la voz de los hombres y oler el perfume de las flores!

—Todavía eres demasiado joven —respondió la abuela—. Dentro de unos años, cuando tengas quince, el rey te dará permiso para subir a la superficie, como a tus hermanas.

La Sirenita soñaba con el mundo de los hombres, el cual conocía a través de los relatos de sus hermanas, a quienes interrogaba durante horas para satisfacer su inagotable curiosidad cada vez que volvían de la superficie. En este tiempo, mientras esperaba salir a la superficie para conocer el universo ignorado, se ocupaba de su maravilloso jardín adornado con flores marítimas. Los caballitos de mar le hacían compañía y los delfines se le acercaban para jugar con ella; únicamente las estrellas de mar, quisquillosas, no respondían a su llamada.

Por fin llegó el cumpleaños tan esperado y, durante toda la noche precedente, no consiguió dormir. A la mañana siguiente el padre la llamó y, al acariciarle sus largos y rubios cabellos, vio esculpida en su hombro una hermosísima flor.


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7 págs. / 12 minutos / 1.251 visitas.

Publicado el 4 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Ave Fénix

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


En el jardín del Paraíso, bajo el árbol de la sabiduría, crecía un rosal. En su primera rosa nació un pájaro; su vuelo era como un rayo de luz, magníficos sus colores, arrobador su canto.

Pero cuando Eva cogió el fruto de la ciencia del bien y del mal, y cuando ella y Adán fueron arrojados del Paraíso, de la flamígera espada del ángel cayó una chispa en el nido del pájaro y le prendió fuego. El animalito murió abrasado, pero del rojo huevo salió volando otra ave, única y siempre la misma: el Ave Fénix. Cuenta la leyenda que anida en Arabia, y que cada cien años se da la muerte abrasándose en su propio nido; y que del rojo huevo sale una nueva ave Fénix, la única en el mundo.

El pájaro vuela en torno a nosotros, rauda como la luz, espléndida de colores, magnífica en su canto. Cuando la madre está sentada junto a la cuna del hijo, el ave se acerca a la almohada y, desplegando las alas, traza una aureola alrededor de la cabeza del niño. Vuela por el sobrio y humilde aposento, y hay resplandor de sol en él, y sobre la pobre cómoda exhalan, su perfume unas violetas.

Pero el Ave Fénix no es sólo el ave de Arabia; aletea también a los resplandores de la aurora boreal sobre las heladas llanuras de Laponia, y salta entre las flores amarillas durante el breve verano de Groenlandia. Bajo las rocas cupríferas de Falun, en las minas de carbón de Inglaterra, vuela como polilla espolvoreada sobre el devocionario en las manos del piadoso trabajador. En la hoja de loto se desliza por las aguas sagradas del Ganges, y los ojos de la doncella hindú se iluminan al verla.


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1 pág. / 2 minutos / 1.198 visitas.

Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Soldadito de Plomo

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Había una vez veinticinco soldaditos de plomo, hermanos todos, ya que los habían fundido en la misma vieja cuchara. Fusil al hombro y la mirada al frente, así era como estaban, con sus espléndidas guerreras rojas y sus pantalones azules. Lo primero que oyeron en su vida, cuando se levantó la tapa de la caja en que venían, fue: "¡Soldaditos de plomo!" Había sido un niño pequeño quien gritó esto, batiendo palmas, pues eran su regalo de cumpleaños. Enseguida los puso en fila sobre la mesa.

Cada soldadito era la viva imagen de los otros, con excepción de uno que mostraba una pequeña diferencia. Tenía una sola pierna, pues al fundirlos, había sido el último y el plomo no alcanzó para terminarlo. Así y todo, allí estaba él, tan firme sobre su única pierna como los otros sobre las dos. Y es de este soldadito de quien vamos a contar la historia.

En la mesa donde el niño los acababa de alinear había otros muchos juguetes, pero el que más interés despertaba era un espléndido castillo de papel. Por sus diminutas ventanas podían verse los salones que tenía en su interior. Al frente había unos arbolitos que rodeaban un pequeño espejo. Este espejo hacía las veces de lago, en el que se reflejaban, nadando, unos blancos cisnes de cera. El conjunto resultaba muy hermoso, pero lo más bonito de todo era una damisela que estaba de pie a la puerta del castillo. Ella también estaba hecha de papel, vestida con un vestido de clara y vaporosa muselina, con una estrecha cinta azul anudada sobre el hombro, a manera de banda, en la que lucía una brillante lentejuela tan grande como su cara. La damisela tenía los dos brazos en alto, pues han de saber ustedes que era bailarina, y había alzado tanto una de sus piernas que el soldadito de plomo no podía ver dónde estaba, y creyó que, como él, sólo tenía una.


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5 págs. / 9 minutos / 1.608 visitas.

Publicado el 28 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Abuelita

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Abuelita es muy vieja, tiene muchas arrugas y el pelo completamente blanco, pero sus ojos brillan como estrellas, sólo que mucho más hermosos, pues su expresión es dulce, y da gusto mirarlos. También sabe cuentos maravillosos y tiene un vestido de flores grandes, grandes, de una seda tan tupida que cruje cuando anda. Abuelita sabe muchas, muchísimas cosas, pues vivía ya mucho antes que papá y mamá, esto nadie lo duda. Tiene un libro de cánticos con recias cantoneras de plata; lo lee con gran frecuencia. En medio del libro hay una rosa, comprimida y seca, y, sin embargo, la mira con una sonrisa de arrobamiento, y le asoman lágrimas a los ojos. ¿Por qué abuelita mirará así la marchita rosa de su devocionario? ¿No lo sabes? Cada vez que las lágrimas de la abuelita caen sobre la flor, los colores cobran vida, la rosa se hincha y toda la sala se impregna de su aroma; se esfuman las paredes cual si fuesen pura niebla, y en derredor se levanta el bosque, espléndido y verde, con los rayos del sol filtrándose entre el follaje, y abuelita vuelve a ser joven, una bella muchacha de rubias trenzas y redondas mejillas coloradas, elegante y graciosa; no hay rosa más lozana, pero sus ojos, sus ojos dulces y cuajados de dicha, siguen siendo los ojos de abuelita.

Sentado junto a ella hay un hombre, joven, vigoroso, apuesto. Huele la rosa y ella sonríe — ¡pero ya no es la sonrisa de abuelita! — sí, y vuelve a sonreír. Ahora se ha marchado él, y por la mente de ella desfilan muchos pensamientos y muchas figuras; el hombre gallardo ya no está, la rosa yace en el libro de cánticos, y... abuelita vuelve a ser la anciana que contempla la rosa marchita guardada en el libro.

Ahora abuelita se ha muerto. Sentada en su silla de brazos, estaba contando una larga y maravillosa historia.

—Se ha terminado —dijo— y yo estoy muy cansada; dejadme echar un sueñito.


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2 págs. / 3 minutos / 613 visitas.

Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Nido de Cisnes

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Entre los mares Báltico y del Norte hay un antiguo nido de cisnes: se llama Dinamarca. En él nacieron y siguen naciendo cisnes que jamás morirán.

En tiempos remotos, una bandada de estas aves voló, por encima de los Alpes, hasta las verdes llanuras de Milán; aquella bandada de cisnes recibió el nombre de longobardos.

Otra, de brillante plumaje y ojos que reflejaban la lealtad, se dirigió a Bizancio, donde se sentó en el trono imperial y extendió sus amplias alas blancas a modo de escudo, para protegerlo. Fueron los varingos.

En la costa de Francia resonó un grito de espanto ante la presencia de los cisnes sanguinarios, que llegaban con fuego bajo las alas, y el pueblo rogaba:

—¡Dios nos libre de los salvajes normandos!

Sobre el verde césped de Inglaterra se posó el cisne danés, con triple corona real sobre la cabeza y extendiendo sobre el país el cetro de oro.

Los paganos de la costa de Pomerania hincaron la rodilla, y los cisnes daneses llegaron con la bandera de la cruz y la espada desnuda.

—Todo eso ocurrió en épocas remotísimas —dirás.

También en tiempos recientes se han visto volar del nido cisnes poderosos.

Se hizo luz en el aire, se hizo luz sobre los campos del mundo; con sus robustos aleteos, el cisne disipó la niebla opaca, quedando visible el cielo estrellado, como si se acercase a la Tierra. Fue el cisne Tycho Brahe.

—Sí, en aquel tiempo —dices—. Pero, ¿y en nuestros días?

Vimos un cisne tras otro en majestuoso vuelo. Uno pulsó con sus alas las cuerdas del arpa de oro, y las notas resonaron en todo el Norte; las rocas de Noruega se levantaron más altas, iluminadas por el sol de la Historia. Se oyó un murmullo entre los abetos y los abedules; los dioses nórdicos, sus héroes y sus nobles matronas, se destacaron sobre el verde oscuro del bosque.


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Publicado el 28 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Traje Nuevo del Emperador

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Hace muchos años había un Emperador tan aficionado a los trajes nuevos, que gastaba todas sus rentas en vestir con la máxima elegancia.

No se interesaba por sus soldados ni por el teatro, ni le gustaba salir de paseo por el campo, a menos que fuera para lucir sus trajes nuevos. Tenía un vestido distinto para cada hora del día, y de la misma manera que se dice de un rey: "Está en el Consejo", de nuestro hombre se decía: "El Emperador está en el vestuario".

La ciudad en que vivía el Emperador era muy alegre y bulliciosa. Todos los días llegaban a ella muchísimos extranjeros, y una vez se presentaron dos truhanes que se hacían pasar por tejedores, asegurando que sabían tejer las más maravillosas telas. No solamente los colores y los dibujos eran hermosísimos, sino que las prendas con ellas confeccionadas poseían la milagrosa virtud de ser invisibles a toda persona que no fuera apta para su cargo o que fuera irremediablemente estúpida.

—¡Deben ser vestidos magníficos! —pensó el Emperador—. Si los tuviese, podría averiguar qué funcionarios del reino son ineptos para el cargo que ocupan. Podría distinguir entre los inteligentes y los tontos. Nada, que se pongan enseguida a tejer la tela—. Y mandó abonar a los dos pícaros un buen adelanto en metálico, para que pusieran manos a la obra cuanto antes.

Ellos montaron un telar y simularon que trabajaban; pero no tenían nada en la máquina. A pesar de ello, se hicieron suministrar las sedas más finas y el oro de mejor calidad, que se embolsaron bonitamente, mientras seguían haciendo como que trabajaban en los telares vacíos hasta muy entrada la noche.


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Publicado el 28 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Patito Feo

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


¡Qué lindos eran los días de verano! ¡Qué agradable resultaba pasear por el campo y ver el trigo amarillo, la verde avena y las parvas de heno apilado en las llanuras! Sobre sus largas patas rojas iba la cigüeña junto a algunos flamencos, que se paraban un rato sobre cada pata. Sí, era realmente encantador estar en el campo.

Bañada de sol se alzaba allí una vieja mansión solariega a la que rodeaba un profundo foso; desde sus paredes hasta el borde del agua crecían unas plantas de hojas gigantescas, las mayores de las cuales eran lo suficientemente grandes para que un niño pequeño pudiese pararse debajo de ellas. Aquel lugar resultaba tan enmarañado y agreste como el más denso de los bosques, y era allí donde cierta pata había hecho su nido. Ya era tiempo de sobra para que naciesen los patitos, pero se demoraban tanto, que la mamá comenzaba a perder la paciencia, pues casi nadie venía a visitarla.

Al fin los huevos se abrieron uno tras otro. "¡Pip, pip!", decían los patitos conforme iban asomando sus cabezas a través del cascarón.

—¡Cuac, cuac! —dijo la mamá pata, y todos los patitos se apresuraron a salir tan rápido como pudieron, dedicándose enseguida a escudriñar entre las verdes hojas. La mamá los dejó hacer, pues el verde es muy bueno para los ojos.

—¡Oh, qué grande es el mundo! —dijeron los patitos. Y ciertamente disponían de un espacio mayor que el que tenían dentro del huevo.

—¿Creen acaso que esto es el mundo entero? —preguntó la pata—. Pues sepan que se extiende mucho más allá del jardín, hasta el prado mismo del pastor, aunque yo nunca me he alejado tanto. Bueno, espero que ya estén todos —agregó, levantándose del nido—. ¡Ah, pero si todavía falta el más grande! ¿Cuánto tardará aún? No puedo entretenerme con él mucho tiempo.

Y fue a sentarse de nuevo en su sitio.


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11 págs. / 20 minutos / 538 visitas.

Publicado el 28 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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