Textos más descargados de Hans Christian Andersen etiquetados como Cuento infantil disponibles | pág. 5

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autor: Hans Christian Andersen etiqueta: Cuento infantil textos disponibles


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El Cuello de Camisa

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Érase una vez un caballero muy elegante, que por todo equipaje poseía un calzador y un peine; pero tenía un cuello de camisa que era el más notable del mundo entero; y la historia de este cuello es la que vamos a relatar. El cuello tenía ya la edad suficiente para pensar en casarse, y he aquí que en el cesto de la ropa coincidió con una liga.

Dijo el cuello:

—Jamás vi a nadie tan esbelto, distinguido y lindo. ¿Me permite que le pregunte su nombre?

—¡No se lo diré! —respondió la liga.

—¿Dónde vive, pues? —insistió el cuello.

Pero la liga era muy tímida, y pensó que la pregunta era algo extraña y que no debía contestarla.

—¿Es usted un cinturón, verdad? —dijo el cuello—, ¿una especie de cinturón interior?. Bien veo, mi simpática señorita, que es una prenda tanto de utilidad como de adorno.

—¡Haga el favor de no dirigirme la palabra! —dijo la liga—. No creo que le haya dado pie para hacerlo.

—Sí, me lo ha dado. Cuando se es tan bonita —replicó el cuello no hace falta más motivo.

—¡No se acerque tanto! —exclamó la liga—. ¡Parece usted tan varonil!

—Soy también un caballero fino —dijo el cuello—, tengo un calzador y un peine.

Lo cual no era verdad, pues quien los tenía era su dueño; pero le gustaba vanagloriarse.

—¡No se acerque tanto! —repitió la liga—. No estoy acostumbrada.

—¡Qué remilgada! —dijo el cuello con tono burlón; pero en éstas los sacaron del cesto, los almidonaron y, después de haberlos colgado al sol sobre el respaldo de una silla, fueron colocados en la tabla de planchar; y llegó la plancha caliente.

—¡Mi querida señora —exclamaba el cuello—, mi querida señora! ¡Qué calor siento! ¡Si no soy yo mismo! ¡Si cambio totalmente de forma! ¡Me va a quemar; va a hacerme un agujero! ¡Huy! ¿Quiere casarse conmigo?


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2 págs. / 4 minutos / 141 visitas.

Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Bisabuelo

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


¡Era tan cariñoso, listo y bueno, el bisabuelo! Nosotros sólo veíamos por sus ojos. En realidad, por lo que puedo recordar, lo llamábamos abuelo; pero cuando entró a formar parte de la familia el hijito de mi hermano Federico, él ascendió a la categoría de bisabuelo; más alto no podía llegar. Nos quería mucho a todos, aunque no parecía estar muy de acuerdo con nuestra época.

—¡Los viejos tiempos eran los buenos! —decía—; sensatos y sólidos. Hoy todo va al galope, todo está revuelto. La juventud lleva la voz cantante, y hasta habla de los reyes como si fuesen sus iguales. El primero que llega puede mojar sus trapos en agua sucia y escurrirlos sobre la cabeza de un hombre honorable.

Cuando soltaba uno de estos discursos, el bisabuelo se ponía rojo como un pavo; pero al cabo de un momento reaparecía su afable sonrisa, y entonces decía:

—¡Bueno, tal vez me equivoque! Soy de los tiempos antiguos y no consigo acomodarme a los nuevos. ¡Dios quiera encauzarlos y guiarlos!

Cuando el bisabuelo hablaba de los tiempos pasados, yo creía encontrarme en ellos. Con el pensamiento me veía en una dorada carroza con lacayos; veía las corporaciones gremiales con sus escudos, desfilando al son de las bandas y bajo las banderas, y me encontraba en los alegres salones navideños, disfrazado y jugando a prendas. Cierto que en aquella época ocurrían también muchas cosas repugnantes y horribles, como el suplicio de la rueda, y el derramamiento de sangre; pero todos aquellos horrores tenían algo de atrayente, de estimulante. Y también oía muchas cosas buenas: sobre los nobles daneses que emanciparon a los campesinos, y el príncipe heredero de Dinamarca, que abolió la trata de esclavos.

Era magnífico oír al bisabuelo hablar de todo aquello y de sus años juveniles, aunque el período mejor, el más sobresaliente y grandioso, había sido el anterior.


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4 págs. / 8 minutos / 136 visitas.

Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Los Zapatos Rojos

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Hubo una vez una niñita que era muy pequeña y delicada, pero que a pesar de todo tenía que andar siempre descalza, al menos en verano, por su extraña pobreza. Para el invierno sólo tenía un par de zuecos que le dejaban los tobillos terriblemente lastimados.

En el centro de la aldea vivía una anciana zapatera que hizo un par de zapatitos con unos retazos de tela roja. Los zapatos resultaron un tanto desmañados, pero hechos con la mejor intención para Karen, que así se llamaba la niña.

La mujer le regaló el par de zapatos, que Karen estrenó el día en que enterraron a su madre. Ciertamente los zapatos no eran de luto, pero ella no tenía otros, de modo que Karen marchó detrás del pobre ataúd de pino así, con los zapatos rojos, y sin medias.

Precisamente acertó a pasar por el camino del cortejo un grande y viejo coche, en cuyo interior iba sentada una anciana señora. Al ver a la niñita, la señora sintió mucha pena por ella, y dijo al sacerdote:

—Deme usted a esa niña para que me la lleve y la cuide con todo cariño.

Karen pensó que todo era por los zapatos rojos, pero a la señora le parecieron horribles, y los hizo quemar. La niña fue vestida pulcramente, y tuvo que aprender a leer y coser. La gente decía que era linda, pero el espejo añadía más: "Tú eres más que linda. ¡Eres encantadora!"

Por ese tiempo la Reina estaba haciendo un viaje por el país, llevando consigo a su hijita la Princesa. La gente, y Karen entre ella, se congregó ante el palacio donde ambas se alojaban, para tratar de verlas. La princesita salió a un balcón, sin séquito que la acompañara ni corona de oro, pero ataviada enteramente de blanco y con un par de hermosos zapatos de marroquí rojo. Un par de zapatos que eran realmente la cosa más distinta de aquellos que la pobre zapatera había confeccionado para Karen. Nada en el mundo podía compararse con aquellos zapatitos rojos.


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7 págs. / 12 minutos / 1.082 visitas.

Publicado el 4 de julio de 2016 por Edu Robsy.

La Pulga y el Profesor

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Érase una vez un aeronauta que terminó malamente. Estalló su globo, cayó el hombre y se hizo pedazos. Dos minutos antes había enviado a su ayudante a tierra en paracaídas; fue una suerte para el ayudante, pues no sólo salió indemne de la aventura, sino que además se encontró en posesión de valiosos conocimientos sobre aeronáutica; pero no tenía globo, ni medios para procurarse uno.

Como de un modo u otro tenía que vivir, acudió a la prestidigitación y artes similares; aprendió a hablar con el estómago y lo llamaron ventrílocuo. Era joven y de buena presencia, y bien vestido siempre y con bigote, podía pasar por hijo de un conde. Las damas lo encontraban guapo, y una muchacha se prendó de tal modo de su belleza y habilidad, que lo seguía a todas las ciudades y países del extranjero; allí él se atribuía el título de «profesor»; era lo menos que podía ser.

Su idea fija era procurarse un globo y subir al espacio acompañado de su mujercita. Pero les faltaban los recursos necesarios.

—Ya Llegarán —decía él.

—¡Ojalá! —respondía ella.

—Somos jóvenes, y yo he llegado ya a profesor. ¡Las migas también son pan!

Ella le ayudaba abnegadamente vendiendo entradas en la puerta, lo cual no dejaba de ser pesado en invierno. Y le ayudaba también en sus trucos. El prestidigitador introducía a su mujer en el cajón de la mesa, un cajón muy grande; desde allí, ella se escurría a una caja situada detrás, y ya no aparecía cuando se volvía a abrir el cajón. Era lo que se llama una ilusión óptica.


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4 págs. / 7 minutos / 100 visitas.

Publicado el 4 de julio de 2016 por Edu Robsy.

La Niña que Pisoteó el Pan

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Seguramente habrás oído hablar de la niña que pisoteó el pan para no ensuciarse los zapatos, y de lo mal que lo pasó. La historia está escrita y anda por ahí impresa.

Era una niña hija de padres pobres, pero orgullosa y altanera; tenía mal fondo, como suele decirse. Ya de muy pequeña se divertía cazando moscas, arrancándoles las alas y soltándolas luego. Cazaba también escarabajos y abejorros, los clavaba en una aguja y los ponía sobre una hoja verde o un pedazo de papel; la bestezuela se agarraba a él y hacia toda clase de contorsiones para librarse de la aguja.

—¡El abejorro está leyendo! —exclamaba la pequeña Inger, que así se llamaba—, fíjense cómo vuelve la página.

A medida que fue creciendo, en vez de mejorar puede decirse que se volvió peor. Hermosa sí lo era, para su desgracia, pues de otro modo habría llevado buenos azotes.

—¡Una buena paliza, necesitarías! —le decía su propia madre—. De pequeña me has pisoteado muchas veces el delantal; mucho me temo que de mayor me pisotees el corazón.

Y así fue.

Entró a servir en una casa de personas distinguidas, que la trataron como a su propia hija, vistiéndola como tal, con lo que creció aún su arrogancia.

Al cabo de un año le dijo su señora:

—Deberías visitar a tus padres, mi querida Inger.

Fue, pero solamente para exhibirse. Quería que viesen lo guapa que se había vuelto. Mas al llegar a la entrada del pueblo y ver a las muchachas y los mozos charlando en el estanque, y a su madre descansando sentada en una piedra, pues venía cargada con un haz de leña que había recogido en el bosque, Inger dio media vuelta. Se avergonzaba de tener por madre a aquella tosca mujer cargada con un haz de leña, ahora que iba tan lindamente vestida. No le remordió haberse vuelto; sólo sentía enojo por haberse acicalado para nada.

Transcurrió otro medio año.


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9 págs. / 17 minutos / 104 visitas.

Publicado el 30 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Aguja de Zurcir

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Érase una vez una aguja de zurcir tan fina y puntiaguda, que se creía ser una aguja de coser.

—Fíjense en lo que hacen y manéjenme con cuidado —decía a los dedos que la manejaban—. No me dejen caer, que si voy al suelo, las pasarán negras para encontrarme. ¡Soy tan fina!

—¡Vamos, vamos, que no hay para tanto! —dijeron los dedos sujetándola por el cuerpo.

—Miren, aquí llego yo con mi séquito —prosiguió la aguja, arrastrando tras sí una larga hebra, pero sin nudo.

Los dedos apuntaron la aguja a la zapatilla de la cocinera; el cuero de la parte superior había reventado y se disponían a coserlo.

—¡Qué trabajo más ordinario! —exclamó la aguja—. No es para mí. ¡Me rompo, me rompo!

Y se rompió

—¿No os lo dije? —suspiró la víctima—. ¡Soy demasiado fina!

—Ya no sirve para nada —pensaron los dedos; pero hubieron de seguir sujetándola, mientras la cocinera le aplicaba una gota de lacre y luego era clavada en la pechera de la blusa.

—¡Toma! ¡Ahora soy un prendedor! —dijo la vanidosa—. Bien sabía yo que con el tiempo haría carrera. Cuando una vale, un día u otro se lo reconocen.

Y se río para sus adentros, pues por fuera es muy difícil ver cuándo se ríe una aguja de zurcir. Y se quedó allí tan orgullosa cómo si fuese en coche, y paseaba la mirada a su alrededor.

—¿Puedo tomarme la libertad de preguntarle, con el debido respeto, si acaso es usted de oro? —inquirió el alfiler, vecino suyo—. Tiene usted un porte majestuoso, y cabeza propia, aunque pequeña. Debe procurar crecer, pues no siempre se pueden poner gotas de lacre en el cabo.

Al oír esto, la aguja se irguió con tanto orgullo, que se soltó de la tela y cayó en el vertedero, en el que la cocinera estaba lavando.

—Ahora me voy de viaje —dijo la aguja—. ¡Con tal que no me pierda!


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3 págs. / 6 minutos / 93 visitas.

Publicado el 30 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Duende de la Tienda

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Érase una vez un estudiante, un estudiante de verdad, que vivía en una buhardilla y nada poseía; y érase también un tendero, un tendero de verdad, que habitaba en la trastienda y era dueño de toda la casa; y en su habitación moraba un duendecillo, al que todos los años, por Nochebuena, obsequiaba aquél con un tazón de papas y un buen trozo de mantequilla dentro. Bien podía hacerlo; y el duende continuaba en la tienda, y esto explica muchas cosas.

Un atardecer entró el estudiante por la puerta trasera, a comprarse una vela y el queso para su cena; no tenía a quien enviar, por lo que iba él mismo. Le dieron lo que pedía, lo pagó, y el tendero y su mujer le desearon las buenas noches con un gesto de la cabeza. La mujer sabía hacer algo más que gesticular con la cabeza; era un pico de oro.

El estudiante les correspondió de la misma manera y luego se quedó parado, leyendo la hoja de papel que envolvía el queso. Era una hoja arrancada de un libro viejo, que jamás hubiera pensado que lo tratasen así, pues era un libro de poesía.

—Todavía nos queda más —dijo el tendero—; lo compré a una vieja por unos granos de café; por ocho chelines se lo cedo entero.

—Muchas gracias —repuso el estudiante—. Démelo a cambio del queso. Puedo comer pan solo; pero sería pecado destrozar este libro. Es usted un hombre espléndido, un hombre práctico, pero lo que es de poesía, entiende menos que esa cuba.

La verdad es que fue un tanto descortés al decirlo, especialmente por la cuba; pero tendero y estudiante se echaron a reír, pues el segundo había hablado en broma. Con todo, el duende se picó al oír semejante comparación, aplicada a un tendero que era dueño de una casa y encima vendía una mantequilla excelente.


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4 págs. / 7 minutos / 177 visitas.

Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Caracol y el Rosal

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Alrededor del jardín había un seto de avellanos, y al otro lado del seto se extendían los campos y praderas donde pastaban las ovejas y las vacas. Pero en el centro del jardín crecía un rosal todo lleno de flores, y a su abrigo vivía un caracol que llevaba todo un mundo dentro de su caparazón, pues se llevaba a sí mismo.

—¡Paciencia! —decía el caracol—. Ya llegará mi hora. Haré mucho más que dar rosas o avellanas, muchísimo más que dar leche como las vacas y las ovejas.

—Esperamos mucho de ti —dijo el rosal—. ¿Podría saberse cuándo me enseñarás lo que eres capaz de hacer?

—Me tomo mi tiempo —dijo el caracol—; ustedes siempre están de prisa. No, así no se preparan las sorpresas.

Un año más tarde el caracol se hallaba tomando el sol casi en el mismo sitio que antes, mientras el rosal se afanaba en echar capullos y mantener la lozanía de sus rosas, siempre frescas, siempre nuevas. El caracol sacó medio cuerpo afuera, estiró sus cuernecillos y los encogió de nuevo.

—Nada ha cambiado —dijo—. No se advierte el más insignificante progreso. El rosal sigue con sus rosas, y eso es todo lo que hace.

Pasó el verano y vino el otoño, y el rosal continuó dando capullos y rosas hasta que llegó la nieve. El tiempo se hizo húmedo y hosco. El rosal se inclinó hacia la tierra; el caracol se escondió bajo el suelo.

Luego comenzó una nueva estación, y las rosas salieron al aire y el caracol hizo lo mismo.


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2 págs. / 4 minutos / 184 visitas.

Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Rosa Más Bella del Mundo

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Érase una reina muy poderosa, en cuyo jardín lucían las flores más hermosas de cada estación del año. Ella prefería las rosas por encima de todas; por eso las tenía de todas las variedades, desde el escaramujo de hojas verdes y olor de manzana hasta la más magnífica rosa de Provenza. Crecían pegadas al muro del palacio, se enroscaban en las columnas y los marcos de las ventanas y, penetrando en las galerías, se extendían por los techos de los salones, con gran variedad de colores, formas y perfumes.

Pero en el palacio moraban la tristeza y la aflicción. La Reina yacía enferma en su lecho, y los médicos decían que iba a morir.

—Hay un medio de salvarla, sin embargo —afirmó el más sabio de ellos—. Tráiganle la rosa más espléndida del mundo, la que sea expresión del amor puro y más sublime. Si puede verla antes de que sus ojos se cierren, no morirá.

Y ya tienen a viejos y jóvenes acudiendo, de cerca y de lejos, con rosas, las más bellas que crecían en todos los jardines; pero ninguna era la requerida. La flor milagrosa tenía que proceder del jardín del amor; pero incluso en él, ¿qué rosa era expresión del amor más puro y sublime?

Los poetas cantaron las rosas más hermosas del mundo, y cada uno celebraba la suya. Y el mensaje corrió por todo el país, a cada corazón en que el amor palpitaba; corrió el mensaje y llegó a gentes de todas las edades y clases sociales.


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Publicado el 4 de julio de 2016 por Edu Robsy.

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